Las Puertas del Drama

Las Puertas del Drama
El autor teatral en las Comunidades autónomas II
Nº 58

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Infancia y juventud

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Reseñas

Tramontana

Juanma Romero Gárriz
Juanma Romero Gárriz durante la entrega del X Certamen Jesús Campos para textos teatrales
por Tramontana.
Foto: Sergio Reyes

En 2019, coincidiendo con el 80 aniversario del exilio republicano, los dramaturgos y dramaturgas que formamos el Club Benjamin nos propusimos acompañar una fecha tan significativa con una serie de exploraciones teatrales. decidimos escribir una serie de obras en recuerdo de aquel gran éxodo: teatro y memoria; o, como lo llamó nuestro mentor José Sanchis Sinisterra, teatro contra el olvido.

En mi caso, tras indagar en la memoria de mi abuela Manuela en mi anterior obra, Los desafectos, suponía la oportunidad de imaginar otro pasado para mis ancestros: en lugar del asesinato, la humillación y el silencio forzoso del insilio, la esperanza de un mundo mejor en el exilio.

Pero ¿cuál sería ese destino? ¿Cuál la tierra prometida que iba a acoger años de investigación dramatúrgica? Pensé en la Roma o la Morelia de María Zambrano; pensé en su hermana Araceli, torturada por la Gestapo, y en la corte de gatos que acompañó siempre a las dos exiliadas; pensé en mi tío bisabuelo, periodista que salió en el Sinaia rumbo a México, pensé en el evocador nombre de todos esos barcos que se llenaron de almas: el Stanbrook, el Winnipeg, el Siboney… Pensé en docenas de historias, pero ninguna de ellas forma parte de Tramontana.

Mi destino, finalmente, fue otro: las playas del sur de Francia que acogieron a cientos de miles de refugiados republicanos en el áspero invierno del 39. Al dormirme, tras leer los testimonios de aquellos refugiados, no se me iban del cuerpo las sensaciones descritas: el modo en que azotaba el viento y golpeaba la arena en los ojos. Aquellos exiliados habían empacado sus pertenencias, cruzado un puerto nevado de los Pirineos, un puerto donde muchos dejaron caer sus muebles, coches y enseres. Las madres amamantaban a sus hijos en el camino, los hijos -como un tal Antonio Machado- llevaban a sus madres ancianas cuando apenas ellos mismos podían sostenerse. Los portadores de armas abandonaban sus fusiles (no sin antes romper el cañón para que no pudieran ser utilizadas), mientras otros se dejaban seducir por el consejo de regresar y creer que serían perdonados por el dictador.

Tras ese largo peregrinaje, ¿adónde llegaron? A una playa del Mediterráneo, no muy diferente de la playa en la que veraneaste, no tan lejana de la que celebró el cantautor o de los fastos de Cannes, Mónaco, Niza. Solo que, en esta playa, inhóspita en invierno, no había un alma, y soplaba la tramontana.

Lo leí en las obras de Max Aub, en el desgarrador Éxodo de Silvia Mistral o en los diarios de Agustí Centelles. Tres referencias que abanderan los diversos testimonios que recogí y que cada vez me transportaban más a aquellas playas, a los infructuosos intentos de encontrar alimento, de levantar tiendas de campaña y al desprecio con el que muchos de nuestros vecinos nos recibieron. “Sucios, piojosos, violadores, terroristas” son insultos del refugiado de hoy y de entonces. Sentí que poco había cambiado en la mirada que tenemos del otro. Sentí que ahí estaba mi próxima obra.

Durante un tiempo, trabajé con la idea de un coro. Un coro de exiliados, pero también un coro en el que los objetos jugarían un papel fundamental. Lo llamé el inventario de arena.

Pero tras una noche de insomnio, una de esas noches en las que la luna llena susurra con inclemencia (“por ahí no, por ahí no”), desperté con una imagen: la imagen de un faro. Un faro habitado por un padre y un hijo, un padre y un hijo que los ven llegar de lejos, a ellos, a los refugiados. La obra trataría sobre los refugiados, de acuerdo, pero ellos no serían los protagonistas. Los protagonistas seríamos nosotros: los que ahora vemos llegar a los refugiados.

En 1939, ese nosotros eran campesinos o pescadores franceses, ignorantes de que el enemigo no eran aquellos fantasmas que habían cruzado su frontera. De hecho, los fantasmas –y quizás de ahí su aspecto– venían de luchar durante tres años contra el fascismo, una lucha que Francia iba a perder en unos pocos meses.

Un faro. Dos pescadores: un hijo que quiere cooperar y un padre que se niega. Y, junto a ellos, una misteriosa mujer: la mujer de arena. Así, entrelazando la historia y el mito, la realidad y la imaginación, encontré el camino hacia la obra que hoy dejo en tus manos: este viento del norte llamado Tramontana.