Las Puertas del Drama
Director-Autor hoy
Nº 56

SUMARIO

Presentación

Director-Autor Hoy

Infancia y juventud

Nuestra dramaturgia

Cuaderno de bitácora

Dramaturgia extranjera

Socia/Socio de honor

Premios Teatro Exprés

Reseñas

¿De quién es la obra?

César Oliva

Universidad de Murcia

Si hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad (famosa letrilla de la conocida zarzuela La verbena de la Paloma), las artes escénicas no se quedan a la zaga. Espectáculos totalmente controlados por máquinas infernales que llaman ordenadores o computadoras, capaces de almacenar cientos de efectos; sistemas de microfonía que hacen con voces mediocres diálogos estupendos; escenografías que son proyecciones y dejan en mantillas los viejos decorados de lienzos tensados, vestuarios ajustados a criterios imaginativos, en una palabra, en la actualidad estamos ante montajes teatrales súper mecanizados, por no decir, robotizados. Pero la pregunta es: ¿a quién pertenece su autoría? ¿al responsable de textos que se pierden en un bosque de efectos? ¿al ingeniero que controla la maquinaria y hace posibles montajes maravillosos? ¿a quién? Esa es la cuestión.

Pero, no le demos más vueltas: el problema de la autoría en estos años que llevamos del siglo XXI es un eslabón más de la cadena de cambios que, desde Esquilo, llegan a nuestros días, y que debate el papel de los responsables de los textos que se ven en el escenario. Como bien sabemos, la historia nos habla de casi veinticinco siglos en los que lo normal era que el garante del negocio teatral es el autor de los textos, el cual, a su vez, concurría con ser quien hacía posible la representación. Esto es (o era) lo normal a lo largo del tiempo: ha existido una simbiosis total y absoluta entre autor y encargado de la puesta en escena. Y no hace falta mirar a los orígenes, a Esquilo o Plauto, o a quien compusiera los consuetas del teatro religioso medieval, o a Shakespeare, o a Molière, o a Calderón, o a Göethe… Todos ellos fueron responsables de la representación, aunque, desde el Renacimiento, ayudaran los arquitectos (escenógrafos) que manejaban un terreno técnico-práctico al que el simple escritor ni tenía ni podía alcanzar. No hace falta mirar años y años, siglos y siglos, en los que el capocómico, o empresario, era también llamado ‘autor de compañía’, reservando al escritor el notable nombre de poeta. No hace falta entrar en los entresijos del trabajo final de cuanto pasaba en el escenario. Podemos afirmar que los papeles estaban bien repartidos. No todos los poetas se exhibían en las tablas. No lo necesitaban. Porque bastante tenían con escribir las comedias, distribuirlas entre los cómicos, y negociar su salario con el autor, es decir, con el empresario. Genios aparte, los arriba citados, y no todos, tenían la última palabra de la representación. A los intérpretes se les exigía su responsabilidad: aprenderse los papeles, colocarse en las tablas en el sitio reservado a su jerarquía dentro de la compañía, y sacar de dentro el máximo de credibilidad posible, a pesar de que, bien difícil sería hacerlo en aquellas funciones recitadas, declamadas, defendidas con lo mejor de cada cual, y recibidas con permiso de la gritería del ilustre senado.

The Mountain de Agrupación Señor Serrano.
Fotógrafo: Jordi Soler. Fuente: srserrano.com

Estamos hablando de la profesionalidad en el teatro. Ese paso en el que el cometido del poeta se separa del cometido de la compañía. Aquel cobrará según baremos establecidos y punto. Aunque no faltan quejas de escritores sobre los cambios que les hacían en sus textos. Pero el negocio es el negocio. Y los derechos se acaban cuando entra en escena el público, el público canallesco que prefiere unos autores a otros, como prefiere unos cómicos más que otros. Es la ley de la oferta y la demanda. Sólo en casos excepcionales, como buena parte de los poetas del Renacimiento italiano, y los siempre mentados Shakespeare y Molière, se unen los beneficios de las obras con los de la representación. Los poetas son autores. Y los autores, poetas. Ecuación perfecta. Mientras, el teatro crece como crecen los espacios en los que se representa. No hay empacho en llenarlos, a pesar de las incomodidades que eso suponga, pues a más espectadores mayores beneficios. Ya no se depende del noble o de la corte que compra el lote completo: texto y representación. Ha comenzado la industria teatral, con todos los condicionantes que ello supone: alquilar el local en donde representar, contratar intérpretes para configurar compañías que hoy llamaríamos estables, pedir permiso por cuestiones de moralidad a la autoridad competente pues se trata de espectáculos públicos, etc., etc.           

Esta situación se da a lo largo de mucho tiempo. No solo el modelo es propio de los teatros públicos y cortesanos de los siglos de oro en las dramaturgias europeas. Cuando las salas se amplían y se acomodan a los gustos burgueses que exige la modernidad, cambian pocas cosas. También hay que alquilarlos, generalmente pujando por una renta. Pero el dueño de la obra sigue siendo el poeta, que empezaría a llamarse autor (o dramaturgo) cuando el estilo poético dejó paso a textos en prosa, más cercanos a la sensibilidad de la sociedad de la máquina, cuyo gusto viró hacia el realismo. Pero el dueño de la obra seguía siendo quien la hubiera escrito. De ahí que, necesitados de protección gremial, dados los vaivenes del negocio de la escena, tuvieron que reunirse en sociedades de autores para poder percibir una parte proporcional de los beneficios de cada representación.

Esa misma sociedad de la evolución industrial, de la mano del progreso social, empezó a exigir idénticas mejoras en los escenarios que las que veía en sus fábricas. El público de finales del XIX y principios del XX no soportaba tramoyas trasnochadas o intérpretes que repetían invariablemente sus papeles: recordemos las categorías en que se constituían las compañías: primeros actores, segundos, terceros, barbas, característicos, graciosos, y sus correspondientes femeninos, categorías en las que era fácil identificar un tipo de personaje que había que repetir en cualquier repertorio. Esa jerarquía, que ha durado hasta hace bien poco, invita a pensar en que el actor nacía con un tipo y con él moría. La historia, la novela, el cine, nos dan cumplidos ejemplos de la imposible (o casi imposible) ascensión del artista en una misma compañía. Solo cambiando a otro elenco podían prosperar. O si se casaba, o amancebaba con algún primer actor o actriz.

Una costilla sobre la mesa: Padre de Angélica Liddell.
Fuente: Godot.com

Pero el dueño del texto siempre ha sido el autor, el cual, seguía cobrando según su valía o consideración por parte del público. Eso sí: con una dignidad social superior a la del cómico, aunque este fuera el empresario. En eso, como en tantas otras cosas, pesaba la tradición. Rara vez el autor descendía a las tablas, salvo en casos aislados u homenajes. Se cuenta que Benavente era un excelente actor; en contadas ocasiones se mezcló con los cómicos. Valle quiso interpretar; pronto desistió. Baroja hacía teatro de aficionados. Federico García Lorca, reconocido por sus coetáneos como gran actor, se limitó a poner sus intenciones en boca del poeta en algunos prólogos de sus obras. Sin embargo, la costumbre de que el dramaturgo leyera la obra a la compañía, como acto introductorio del montaje, decía mucho del orgullo de ser principal creador del proyecto escénico, costumbre que se perdió cuando la parte técnica de la producción proliferó y, sobre todo, cuando el director de escena sentó sus reales en las compañías. Porque, cuando llegaron esos directores de escena, el teatro inició un evidente cambio de rumbo.

El director de escena llegó cuando el teatro lo necesitó, de eso no cabe ninguna duda. Pero con su llegada empezó a peligrar la responsabilidad única o principal del hecho escénico adherida al autor desde los siglos de los siglos. Expliquemos en dos palabras eso de que el teatro necesitaba al director. En el siglo XVIII, y en bastantes tramos del XIX, la innegable importancia de la figura del poeta empezó a flaquear ante la de los intérpretes principales, los divos. Coincidente con un descenso notorio de autores y obras de calidad, sobre todo, si lo comparamos con los ingenios del XVII, actrices y actores ocuparon un papel de máxima atracción por parte del público. Este no iba ya a ver a Lope o Calderón, sino a Talma o Isidoro Máiquez. El escenario era su reino. Nadie tenía que decirles nada; ellos sabían lo que tenían que hacer. Hasta que ese virus se contagió a todos los intérpretes, fueran figuras o figuración. Antoine intentó poner orden en el escenario. Con la venia de sus autores contemporáneos, montó las escenas con una idea plástica previa, al tiempo que les decía a los actores que actuaran con mayor naturalidad, como si el escenario fuera una cuarta pared. ¡Habría que verlos! Stanislavski, más listo y más artista, llevó ese orden escénico con mano dura, a rajatabla, tanto, que aún hoy se siguen sus enseñanzas. Fue el primer gran director del teatro mundial, pero, sobre todo, el primer gran pedagogo de la escena. Sin embargo, se cuenta que sus relaciones con los autores eran buenas. Su inteligencia hizo no querer usurpar la parte de la tarta que no le correspondía y, al tiempo, mejorar los textos que tocaba. Ideal para cualquier escritor dramático. De alguna manera, esa semilla se esparció por los escenarios del mundo y, con ella, la llegada del director superpoderoso, que lo manejaba todo según sus propios criterios, entre otras cosas, el texto. Claro que, antes, en el siglo XIX sobre todo, existía el llamado regisseur, que asumió la tarea de dirigir el tráfico en la escena, profesional que fue muy ponderado, sobre todo en el teatro francés, pero que aún no llegaba al puesto de responsabilidad creativa que tendría el director. Sin embargo, el oficio, regidor, sí se mantuvo como persona encargada de todo lo que pasaba en escena, del cuándo y cómo debían de aparecer decorados e intérpretes, en una palabra, una especie de coordinador técnico del espectáculo, que nunca cuestionaba el texto, sino que se limitaba a servirlo.

Lo que hizo el director cuando llegó iba un poco más allá. Tocaba parcelas de mayor responsabilidad. Se integró tanto en la creación dramática, que no tardó en reformar y hasta modificar los textos, si no coincidían con la idea previa, preconcebida, que tenía en la cabeza después de leer la obra que iba a montar. Todos estos momentos no sucedieron en orden cronológico, sino que no pocas veces se solaparon, cuando no aparecían fórmulas alternativas. Por ejemplo, el director-primer actor. Este procedimiento se dio muchas veces, tanto en el teatro francés como en el español, porque tenía la ventaja de que, cuando coincidía el empresario con el o la cabecera de cartel, se ahorraba el sueldo del director. Ese actor-director sí que era fiel al texto, pues su primera intención era ofrecerlo tal cual. Nunca tuvo ínfulas de creador, sino de profesional que decía que, si todos los actores se supieran los papeles, y lo que tenían que hacer a cada momento, para qué demonio se necesitaba el director. Quizás a veces tuvieran razón.

También cabe hablar, en ese orden de las posibilidades de responsabilidad que se da en la profesión, el director que, dando un paso más en su carrera, escribía él mismo el texto. Aquí, a la economía del negocio, se unía una formación intelectual que no estaba al alcance de todos. A finales del siglo XIX es conocido el ejemplo de Emilio Mario y López Fenoquio, actor y autor, hijo del famoso Emilio Mario, aunque no lograra destacar del todo como escritor. También Julián Romea Parra, sobrino del conocido Julián Romea, debutó con una obra suya que fue un fracaso absoluto. Se cuenta que cuando salió a saludar como dramaturgo, a los gritos de ¡Que salga el autor! dijo: yo soy el autor, y prometo no hacerlo más. Falsa afirmación porque volvió a las andadas con pertinaz tenacidad. También el gran cómico Enrique Chicote estrenó algunas comedias de su autoría.

La autora de las meninas de Ernesto Caballero.
Fotografía: David Ruano. Fuente: Teatregoya.cat

En otro país algo distante del nuestro aparece Bertolt Brecht como el ejemplo más moderno y relevante de director-autor. Él es, ante todo, un autor, un poeta podríamos decir, que tiene tan claro cómo hacer sus textos que prefiere dirigirlos. Es un caso de simbiosis director-autor extraordinario. ¿Quién mejor que el que ha escrito una obra para saber cómo debe montarse? Eso sucede cuando su preparación y, sobre todo, su talante artístico, lo permite. Pero no es fácil. García Lorca pudo hacerlo; preparado para ello estaba. Cipriano de Rivas Cherif también, aunque se limitara sobre todo a dirigir. Álvaro Custodio llevó a cabo esa dualidad en el exilio mexicano, predominando también su oficio de director. A veces, aparecen directores que cuentan con colaboradores que escribían buena parte de los textos; profesionales que les importaban poco no figurar en la cartelera a cambio de jugosas compensaciones. No es que haya muchos ejemplos de ello, pero haberlos, haylos. El caso de Gregorio Martínez Sierra, prestigiado director de escena, todavía levanta ronchas de vergüenza. Como por fin se sabe bien, aunque la verdad haya estado oculta tanto tiempo, sus obras, las que publicaba y estrenaba, fueron escritas por su mujer, María de la O Lejárraga.

En estos casos, dejando aparte cuestiones éticas, en los autores-orquesta parece evidente que la responsabilidad del texto es incuestionable, calidades aparte. Acudamos a ejemplos más cercanos en el tiempo. Recordemos que Adolfo Marsillach fue un director-actor que escribía, aunque, curiosamente, no montó ninguno de sus textos, que yo recuerde, textos la mayoría de ellos tardíos en su biografía. Fue la asignatura pendiente de una trayectoria profesional intachable, la vocación por la que deseaba pasar a la historia. Fernando Fernán Gómez era un dramaturgo que prefería que fueran otros los que hicieran sus obras, sobre todo, por la fatiga de la función diaria; otra cosa fueron sus guiones de cine: esos sí quería dirigirlos y hasta interpretarlos. También Ana Diosdado alternaba escritura con interpretación, y con probado éxito, tanto en escena como en platós de televisión. El deseo de escribir de algunos actores no es demasiado excepcional, ni en España ni en otros países de su entorno, aunque no siempre con los resultados deseados. El problema es que normalmente no se daban a conocer, porque normalmente no solían estrenar. Trabajé con el actor Teófilo Calle y entonces me enteré de que escribía, que escribía bien, y que fue premiado: tampoco pudo estrenar. En ninguno de esos casos la autoría se discutía, más bien, se aplaudía. Los actores han sido siempre muy respetuosos con los autores; más que los directores.

El lugar donde rezan las putas o lo que dicho sea de José Sanchís Sinisterra. Fotografía: Javier Nadal.
Fuente: ABC.es

En los últimos años, más habituales son los autores que dirigen, como Jesús Campos, José Sanchis Sinisterra, José Luis Alonso de Santos o Ernesto Caballero, entre los más conocidos, a los que habría que sumar Rodrigo García o Juan Carlos Rubio. También los hay que dirigen, escriben e interpretan; Angélica Lidell es su máxima expresión. También resulta curioso que, en los últimos años haya proliferado el fenómeno del intérprete que escribe, pero, y esto en la novedad, son actrices, más que actores. Hay actores, pero llama la atención que sean ellas las que hayan dado el paso. Reconozco que no estoy demasiado puesto en la dramaturgia más reciente, pero gracias a espléndidas antologías, como la preparada por Francisco Gutiérrez Carbajo en Cátedra, Letras Hispánicas núm. 738 (Dramaturgas del siglo XXI), me informo de actrices (a veces, directoras también), como Gracia Morales, Vanesa Sotelo, Aizpea Goenaga y Lola Blasco, que, unidas a la más veterana y conocida Antonia Bueno, forman parte principal del grupo de autoras que profesan el teatro desde la actuación y la dirección. Como la canaria Irma Correa y la asturiana Mayra Fernández. Y muchas y muchos más, que me resulta imposible citar en el estrecho margen de un artículo, y en el corto conocimiento mío al respecto. A todos ellos los une la autoría del texto y del montaje, pues, como antes decía, conocen mejor que nadie la propuesta textual que quieren representar.

Es esta una variedad de uso de la dramaturgia de cuya altura estética irán dando cuenta cartelera y crítica. Al interés de la escritura teatral se une otra circunstancia de actualidad que atraviesa la profesión, mucho más humana y, si se quiere, material: las enormes dificultades para estrenar de autores y autoras jóvenes, similares a los de los directores y directoras jóvenes, e intérpretes así mismo jóvenes. De ahí que sea buena solución el hecho de que asuman el riesgo del estreno esas mismas dramaturgas, con grupos o compañías nuevos, y no depender de empresarios o productores para lanzarse ellas al reto del montaje y distribución. Claro ejemplo de hacer de la necesidad virtud. En cualquier caso, quiero entender en esta cuestión de actualidad, un deseo de dignificar el texto teatral por parte de sus mismos creadores.

Siglo mío, bestia mía de Lola Blasco.
Fotografía: Luz Soria. Fuente: Dramatico.mcu.es