“Yo no sé cómo dirijo. ¿Lo saben acaso los actores, los técnicos que trabajan conmigo? ¿Lo puede intuir el público? Tampoco lo sé. Las fotografías que observo de mí mismo ensayando me devuelven una imagen en la que me parece ver a otro.” Estas palabras de uno de mis maestros podrían resumir todo lo que honestamente puedo decir sobre lo que se ha dado en llamar “dirección de escena”.
Hablar en términos teóricos y genéricos de la dirección de escena sería, en cualquier caso, faltar a la verdad. No hay recetas, no hay métodos. Sólo existe una praxis. Dirigir es un acto humano físico y espiritual que exige, por una parte, un total abandono de sí mismo y al mismo tiempo un estado sensible que permita permanecer totalmente receptivo a la sensibilidad del otro. Como en el acto amoroso. Y ya se sabe que no hay dos maneras iguales de hacer el amor, ni siquiera con la misma persona. Desde fuera y aparentemente los directores ejercemos una profesión que tiende a ser vista de una manera uniforme. No es así. Existe un genérico para las flores y sin embargo una infinita variedad de ellas. No hay dos maneras de dirigir iguales. Por eso no puedo escribir sobre la dirección de una manera genérica. Sólo puedo hablar —a duras penas y de una manera muy aproximada— de mi propia manera que, como bien dice la cita del principio, desconozco.
Dirigir teatro es un acto profundamente humano, un acto de amor que tiene dos fases. La primera es una fase solitaria, de preparación, de comprensión de la idea, del texto, de la música o la danza que más tarde se desarrollará en una sala de ensayos o en el escenario, en compañía de otros. La segunda fase es la que comúnmente llamamos ensayos. Difícilmente podría existir una sin la otra, aunque la segunda sea la más visible.
Y es sobre todo en esta segunda fase en la que se desarrolla la personalidad de cada director; igual y distinta cada vez, igual y distinta cada día, cambiante con la experiencia, el contexto, y el estado de ánimo de cada uno de los que comparten esa ceremonia llamada “ensayo” que, de una manera temeraria —como ocurre con la representación teatral— convocamos todos los días, por adelantado, a una hora precisa y durante un periodo de tiempo fijado con anterioridad. ¿Sobre qué base? ¿Con qué certezas? No lo sé. Sólo sé que durante esas horas y esos días, con suerte semanas, y con más suerte aún meses, se produce en mí un sentimiento de justificación de mi propia existencia. Aunque parezca una exageración, podría decir que nada de lo que ocurre en una sala de ensayos o en un teatro me es ajeno. Es precisamente en ese “lugar donde se ensaya” donde me siento vivir con más plenitud y con una sensación de libertad como la que puede sentir un alpinista escalando una montaña.
El impulso viene de muy lejos y es también inexplicable: la necesidad de contar historias a los demás, junto con la imposibilidad consciente de poder realizarlo en solitario si no es acompañado y acompañando y ayudando a otros seres a hacerlo. ¿Con qué legitimidad?: Únicamente con la que me confiere mi oficio, tan antiguo como el propio teatro.
Aunque la mayoría de los historiadores han acordado que la dirección de escena con titulación independiente se produce con la publicación de La Dramaturgia de Hamburgo de Lessing en la segunda mitad del siglo XVIII, no es menos cierto que “el director” ha sido a lo largo de la historia una función ejercida, según la época, por el autor, el empresario, el primer actor, el escenógrafo… Al fin y al cabo, alguien tiene que indicar, desde la sombra, cosas tan obvias como entrar, salir, caminar, hablar, ocupar un lugar en el espacio o comportarse y relacionarse con otros individuos. En nuestra vida cotidiana esos actos se producen de una manera natural y sin reflexionar sobre ello. En el escenario (el otro lado del espejo) esas mismas cosas necesitan ser re-formuladas o, más aún, re-inventadas. Por ese motivo, incluso en las llamadas “creaciones colectivas”, alguien, un individuo, aunque sea por turnos, cumple habitualmente esa función de observador externo.
Teniendo en cuenta, pues, la imposibilidad de salir de mí mismo, para explicar mi trabajo, lo haré con la ayuda y el permiso de un gran director y autor, Bertolt Brecht (por lo que me han contado de primera mano prefiero ese orden en las palabras), sirviéndome de su “sistema” aplicado a la interpretación: hablar en tercera persona. Una simulación que permite de algún modo objetivar algunos datos de este extraño oficio y mi manera de concebirlo o, más exactamente, de ejercerlo.
Una previa: En el momento de hablar de los/las intérpretes voy a utilizar el término “actores”, sabiendo que ese término, en el idioma español, deja de ser exclusivamente masculino ya que incluye, gramaticalmente, los dos… o más géneros con los que hasta ahora la humanidad ha definido en el diccionario, con más o menos acierto, un aspecto de sus componentes.
Lluís Pasqual es un director que empezó practicando y más tarde estudiando teatro con la finalidad de convertirse en actor. Se considera a sí mismo un actor aceptable, aunque de una sola vez, lo cual le impide manifiestamente merecer ese título. Por eso un día y casi por azar se convirtió o, mejor dicho, le convirtieron en director. Le gusta contar historias y compartir las que conoce, aunque no sepa porqué y necesita de los demás para poder hacerlo, incapaz como es de explicarse él solo la vida y sus reglas si no es en compañía de otros, a través de ellos y utilizando una metáfora como el teatro. Ha sentido y siente un gran respeto por la tradición y al mismo tiempo persigue los elementos nuevos que puedan producir en el espectador la ilusión de asistir por primera vez a una representación teatral.
De sus maestros aprendió sobre todo a fijarse el listón muy alto a pesar de saber o darse cuenta de que no llegará a saltarlo. Aunque no siempre es el caso, acostumbra a montar textos ya escritos por los poetas o compositores que quiere y admira. Al principio de su camino en el teatro, que inició muy joven, escribió dos textos que él mismo puso en escena pero en cuanto se atrevió a entrar en la poética de otro autor decidió no escribir más, excepto algunas traducciones o adaptaciones. Por una simple razón. Le parecía y le parece más interesante lo que contaba Shakespeare, Chéjov, Mozart o Koltés que lo que podía contar él. De ahí que se considere a sí mismo un intérprete, ya sea del autor o del compositor, y en ningún caso un creador.
Un espectáculo es, para él, como un árbol a cuya germinación y crecimiento debe contribuir, consciente siempre de que la semilla que contiene la vida que se va a desarrollar después pertenece exclusivamente al autor, el único que, a su juicio, merece el nombre de creador. Siente una profunda devoción por los actores con quienes trabaja. En muchos casos lo que le impulsa a “montar” un espectáculo es un actor o un conjunto de ellos más que un texto en sí mismo. También es alguien muy condicionado por el momento histórico —humano, social y político— en el que está sumergido a la hora de elegir un texto o una idea capaz de convertirse en teatro. Persigue de una manera tan impenitente como ilusoria la facultad de intuir las historias que los espectadores desean o necesitan escuchar, aunque ellos lo ignoren.
Como ha sido responsable de muchos teatros, más allá de sus gustos personales, a menudo ha escogido textos en función de la poética que pensaba debía formar parte del relato que, desde el punto de vista político y cultural tenían que ofrecer dichos teatros. Eso no impide que procure no acometer ningún proyecto teatral (ni siquiera los de auto encargo) que no sienta que le concierne y que puede concernir a los demás. Rechaza lo que hay detrás de las palabras fantasía y originalidad y desconfía de la palabra imaginación sobre todo en el momento de ensayar, aunque sí confía en las palabras intuición, intercambio y empatía. Nunca ha hecho lo que se llama un “cuaderno de dirección” porque no cree en su utilidad ni sabría cómo hacerlo.
Llega al ensayo con toda la preparación de la que es capaz, dispuesto a cambiarla inmediatamente cuando los procesos dejan de ser mentales para transformarse en físicos y emocionales: el llamado “proceso” de ensayos. Piensa que su cometido principal es adquirir la “respiración” del autor, también llamada “poética” y contagiarla al resto del grupo hasta el punto de transformarla en una respiración común a todos los componentes del espectáculo. Para ello parece que lleve a cabo un simulacro de suplantación del propio autor, una especie de “apropiación” del texto en el que deposita una fe absoluta. Al mismo tiempo y con la misma intensidad intenta también mantener un constante espíritu crítico respecto a su trabajo y el de los demás, transformado para ello en un espectador, o mejor dicho en su representante, el verdadero receptor de la historia contada. Procura tener siempre presente que su objetivo no es su realización personal, sino conseguir que otros establezcan un diálogo con el público. Se ve a sí mismo como una Celestina que prepara con gran cuidado el espacio y la atmósfera para que otros (el actor y el espectador) realicen el acto amoroso; también como un cocinero que combina los diversos elementos que se convertirán al final en un plato que alimentará con placer al comensal. Eso le permite evitar el ensimismamiento y distinguir, o por lo menos intentarlo, la nitidez del relato que se transmite desde el escenario; aunque sabe muy bien que todos los propósitos cambian con la llegada del espectador, que elige, consciente o inconscientemente los aspectos de la obra que más le atañen: cada función será distinta para cada uno de los espectadores. No utiliza ningún “método”, sino todos los que conoce o intuye. Y eso varía según la poética del autor elegido y también con la personalidad de cada actor. Su comportamiento en una sala de ensayos, que supone también en los demás, es lo más parecido a la libertad física y emocional de un deportista. Parte de la idea de que el teatro es un “juego”, muy alejado de las connotaciones psicodramáticas utilizadas por ciertas tendencias teatrales. Tal vez por eso, al ensayar, se sirve a menudo del sentido del humor, mucho más que en su vida, para relativizar y alejar cualquier tentación de situaciones que, según él, pertenecen más a la enfermedad que al carácter lúdico del arte teatral. Eso no impide, por supuesto, ni un ejercicio de profundización ni intentar llegar, a través de ese juego, al sentimiento dramático. En los ensayos persigue encontrar una “verdad escénica” que haga verosímil lo que le va a llegar al espectador y una búsqueda de las raíces de donde procede esa verdad. Un trabajo minucioso que debería permitir, cuando se consigue, que cada actor -individual y colectivamente- pueda recrear, día tras día, esa verdad y encontrar el alimento en esas esas raíces para evitar que el acto de la representación se convierta -con las variantes que, por supuesto, cada representación comporta- en una repetición formal y mecánica , sino en algo fresco y vivo cada vez. Consciente de sus propias limitaciones y sabiendo que en el ensayo sólo hay una parte del trabajo que se pueda verbalizar, pertenece a la raza de los directores que, a menudo, sube al escenario para mostrar, a través de algo que se parece a actuar, lo que el actor debería hacer (lo que en argot teatral se llama “marcar”). Lo que desde fuera para cualquier lego parecería que es una interpretación que el actor debería copiar, no es más que una indicación dentro del propio juego teatral. Las veces que ha conseguido esa empatía y ese conocimiento de ida y vuelta con el actor cree intuir lo que encierra la palabra Epifanía. Le sorprende siempre cuando alguien le hace notar que en muchos momentos dirige con los ojos cerrados e incluso de espaldas al escenario. En realidad la respiración de lo que ocurre en el escenario se puede captar -y eso es intrínseco a su oficio- a través de algunas “antenas de percepción” que no son solamente la vista. Durante su vida ha adquirido una experiencia que le ha hecho evolucionar, no tanto en su “manera de dirigir” sino en una síntesis de esa “manera”. Un camino que Luchino Visconti, gran director de cine y también de teatro, definió certeramente:
El acto de dirigir se parece a montar a caballo: al principio uno está tenso y mantiene las riendas cortas para controlar al animal, lo cual es un error de principiante. A medida que uno va aprendiendo mantiene una rienda corta para poder guiar mientras la otra está cada vez más suelta para que el caballo –en la presente metáfora, el actor– pueda avanzar con absoluta libertad.
Tal vez lo menos gratificante para los demás cuando dirige es el hecho de que se le hacen más evidentes los defectos o las carencias que los aciertos. Sin ser consciente de ello, ejerce la llamada “teoría de los cristales”: cuando están limpios, nadie lo nota, sólo se hacen visibles cuando tienen la mínima suciedad. Cree haber aprendido de sus éxitos y de sus fracasos, aunque sus juicios no siempre coincidan con lo que hayan pensado o expresado los demás, lo cual es casi siempre un error. Está seguro de que tiene muchos otros defectos y limitaciones, de los cuales no siempre es consciente como tampoco lo es de sus cualidades, si las tiene. Insatisfecho por naturaleza, es incapaz de asistir a cualquier representación de un espectáculo que haya dirigido, a causa de un innato e incómodo sentimiento de culpabilidad. Sin embargo puede seguir el curso de la misma escuchando escondido en cualquier rincón detrás del escenario generalmente con los ojos cerrados y cree adivinar, a través de la respiración común a actores y público, la verosimilitud y calidad del acto que se produce en ese momento. Finalmente si tuviera que definir lo que es la dirección de escena diría que es un gesto moral y que la materia que maneja es algo tan impalpable como la energía que circula y se establece entre los elementos dramáticos y entre esos elementos y el espectador. Comparte con muchos otros que le precedieron y con la mayoría de sus contemporáneos la idea de que el teatro sigue siendo una asamblea libre donde una colectividad se reúne para dirimir a través del arte teatral cuestiones morales que les atañen directamente. Hasta aquí el juego brechtiano.
Una de las características del teatro en las últimas décadas del siglo XX en el ámbito de la interpretación (que al ser el elemento básico y esencial del teatro ha contaminado a los demás elementos teatrales) ha sido la paulatina desaparición del concepto de “personaje” afianzado a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Pero eso es un gran tema de debate, en gran parte pendiente, que daría para muchos otros artículos. Esta disolución del “personaje” ha influido directamente en la práctica de la dirección escénica. La función del director se ha convertido en algo más complejo y delicado porque no se trata ya de acompañar al actor en el camino desde su “verdad” hasta la “verdad convencional” de la máscara, llamada personaje, sino de guiar casi el proceso a la inversa. Esa nueva e impúdica exposición física y espiritual que el espectador exige, de una manera inconsciente, al actor contemporáneo requiere más que nunca una mirada externa, porque el conocimiento de uno mismo y de las propias emociones y comportamientos (estoy hablando del actor) es lo más difícil de discernir si no encuentra su reflejo en la mirada de otro (el que hemos llamado hasta hoy director).
Nos encontramos en un momento de profundos cambios culturales, de comunicación y por consiguiente de relación entre los seres humanos, en el que las nuevas variantes parecen cada vez más concretas y, sin embargo, son al mismo tiempo más imprecisas. Un momento en que la persecución de esa “verdad” escénica verosímil es cada vez más difícil de conseguir puesto que el propio concepto de lo que es “verdadero” es cada vez más improbable y con más —siendo indulgente— matices. Lo llamado “fake”, que hasta ahora hemos llamado falsedad o mentira, ya no es una oposición a una realidad considerada verdadera, sino una nueva realidad con entidad propia. Eso desestabiliza sin duda la misma esencia del teatro, hasta ahora una ceremonia cuya regla básica ha sido una mentira pactada de entrada con el espectador. El teatro cambia con la sociedad y, por lo tanto, también los sistemas y caminos de los seres humanos que lo practican. También de los “directores”. Sólo el tiempo, nuestra honestidad intelectual y nuestro sentido crítico podrán definir el papel y la posición del director de escena en el engranaje teatral, como siempre ha sucedido a lo largo de la historia del teatro.