Las Puertas del Drama
Director-Autor hoy
Nº 56

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Perdido en Venezia

Denis Rafter

Imagina la ciudad de Venezia con su laberinto de canales y puentes, algunos estrechos y otros anchos, con viejos palacios a cada lado, con sus pequeños muelles ofreciendo un respiro al navegante. Todo con un aire de misterio y con secretos por descubrir. Cuál de aquellos canales puede llevarte al mar abierto es una incógnita: habrá que equivocarse muchas veces para descubrir el camino correcto: cada error es una aventura que enriquece el viaje hacia tu destino. Y cuando por fin llegas al mar, sientes nostalgia y ganas de volver atrás para disfrutar otra vez del viaje hacia el mundo exterior, hacia una realidad donde no hay misterio, no hay descubrimientos ni secretos. Como Ulises, te das cuenta de que te has sentido más vivo buscando que llegando.

Venezia.
Fotografías de José Vicente, Francisco Romero y Denis Rafter.

Hace años, una de mis hijas me dijo que a menudo hablo con metáforas, y tiene razón. Lo hago instintivamente y sin pensar, como suelen hacerlo los bardos irlandeses: explicar las cosas a través de imágenes e historias ajenas. Entonces, ¿qué tiene que ver Venezia con la propuesta de este ensayo sobre el tema del autor-director?, ¿o debo decir del director-autor? ¿O tal vez, actor-autor-director? ¿O incluso autor-actor-director? ¿Ves ahora la metáfora?  Mi mente es como los canales de Venezia. En estos meses he estado escribiendo una nueva obra, que también voy a dirigir: a veces mi mente es Venezia, un laberinto de canales que me conduce hacia lo desconocido, a veces me siento perdido como autor y hay otros momentos en que mi faceta como director me riñe.

¡Ah! Y otro detalle importante, el texto que he escrito es un monólogo, en el que, además, soy el actor. El viaje de la puesta en escena de esta obra es complicado. Por eso VeneziaImaginar aquella ciudad me ayuda a salir de la surrealidad, a trasvasar la irrealidad y, de alguna manera, a ver la realidad. Si algunos jóvenes directores o directoras están leyendo este ensayo podrán ver que hay varios puntos claves relacionados con mi forma de entender una obra:

Mi mente siempre está llena de:

  • Dudas.
  • Contradicciones.
  • Energía mental.
  • Lucha conmigo mismo.
  • Confianza en la capacidad creativa del público.
  • Una confusión entre la surrealidad, la irrealidad y la realidad.
  • Trabajo duro.
  • Cuando hay un problema, lo convierto en una oportunidad.
  • Intento mantener el equilibrio entre mis ideas y el objetivo final, que es contar un cuento con claridad.
  • Respeto al autor, incluso cuando soy yo mismo.
  • Corro riesgos.

Definidas estas pautas, continuemos nuestro viaje por Venezia:

Entro en un canal estrecho y al borde del agua, encuentro un palacio. Desembarco, dejo mi pequeño barco atado a un palo que sale del agua (el presupuesto no me permite alquilar una góndola); voy subiendo la escalera mojada, intentando no resbalar y entro al palacio buscando inspiración; ando perdido y con muchas dudas. ¿Está bien la estructura dramática de mi obra? ¿Tiene ritmo, musicalidad y contraste en el texto? ¿Las palabras salen sueltas y no forzadas? ¿Está clara la fábula? Y en medio de esta confusión creativa, encuentro a otra persona.

Me saluda como un amigo, pero hay algo en su actitud que me hace dudar de su sinceridad:

“Hola, ¿qué tal?”, me dice, “estuve esperándote. Llegas tarde. ¿Pero… qué te pasa? Pareces deprimido”.

“¿Y quién es usted?”, le pregunto.

“Pero, ¿no me reconoces? Somos amigos de toda la vida. Soy yo, el director de esta obra”.

“Ahora no, por favor, ahora no. No ves que estoy perdido, luchando conmigo mismo. Estoy buscando el camino correcto”.

“¡Hombre! No te preocupes. Voy contigo. Déjame llevarte. Estás en buenas manos”.

“No, no, déjame en paz. No estoy preparado; tú tienes que entrar después”.

Salgo corriendo del palacio pero el director me persigue y deprisa salto otra vez a mi pequeño barco, más inquieto que nunca. Cuando doy la vuelta, él está sentado, tranquilo, en la popa del barco, contento, con una gran sonrisa y sus brazos cruzados como queriéndome decir “de aquí no me mueves”.

Y me pregunto: ¿por qué no?  El director  es mi amigo y, además, forma parte de mí, como creador. Estamos viajando hacia el mismo destino ¿no? Sí, hubiera sido un error continuar sin él. El autor y el director deben viajar juntos desde el principio. No debo echar a ninguno de los dos del barco. Tenemos que trabajar juntos y en equipo porque todo lo que he aprendido durante toda mi vida en el teatro pertenece a cada uno de ellos por igual. Nací actor, eso sí, pero el autor y el director siempre estaban también dentro de mí. Sólo estaban dormidos. Primero se despertó el actor y fue un acto de generosidad por  parte de los otros dos dejarle tiempo para investigar, aprender, experimentar, crecer y madurar. El actor había surgido en mí cuando apenas tenía siete años; después el autor apareció cuando ya era un adolescente y más tarde llegó el director. Ahora soy cada uno de ellos y debemos trabajar en armonía, ¿verdad?

“Entonces… vamos a buscar al actor, ¿o no?”, me pregunta el director.

“Sí”, grito enfadado, pensando, “siempre lo mismo, el director haciéndome sugerencias y dándome órdenes. ¿Quién es él para tomar el mando de este barco? ¿No soy yo el más importante  en este viaje?, yo, el autor. Y el colmo es que ahora este tío ha empezado a cantar”.

“Esta música puede funcionar muy bien en la obra; justo al principio” me dijo, lleno de confianza; y yo, conduciendo el barco por canales desconocidos, más perdido que nunca.

A menudo, como artista, tengo mis momentos de crisis y dudas. Pierdo confianza en mí mismo como autor porque es allí donde tengo más responsabilidad. Si la trama dramática no funciona, si no es coherente, no puedo salvarla como director. Aunque esto tampoco es totalmente cierto, porque, como autor–director, puedo cambiarla sobre la marcha durante los ensayos.

En la distancia,  cerca del Puente de los Suspiros, veo otro palaciodonde en tiempos pasados paraban los prisioneros condenados para dar su último suspiro antes de perder de vista la ciudad y pasar sus vidas en la oscuridad de una celda. Paso rápidamente por debajo; no quiero contaminarme con su desesperación. Si entro en esa celda triste, negra y condenada, nunca podré terminar mi obra.

Este nuevo palacio es mucho más desordenado que el palacio en el que encontré al director. Hay ropa y papeles por todas partes. Escucho una voz, repitiendo las mismas frases continuamente. Reconozco que son palabras escritas por mí. Qué bonito, a alguien le gusta mi trama y está memorizándola. Intento saludarle, pero no me hace caso. Al contrario, me pasa por alto y da un fuerte abrazo al director, que no ha dejado de perseguirme cuando he entrado.

“¿Quién ha escrito esta mierda?” pregunta el actor al director, “Parece falso. Falta ritmo. No me da la oportunidad de encontrar las emociones. Todas las frases son demasiado largas. Es didáctico, demasiado trabajado. No suena natural…”.

“No te preocupes, amigo”, responde el director, olvidando que yo también estoy presente, “Mi dirección lo va a resolver todo. Por ejemplo, en esta escena, pienso cambiarla y poner el principio al final; y aquí poner esta parte como coro; el largo monólogo lo puedes cortar y hacerlo en dos frases; y donde dice mutis, puedes no salir del todo, sino sentarte en la primera fila entre el público y tocar la flauta”.

“¡Qué brillante eres!”, dice el actor. “Menos mal que tenemos directores como tú, que pueden resolver todos los errores de los autores”.

No puedo aguantar más este discurso y salgo corriendo del palacio, bajando en dos por dos las escaleras hacia mi barco. Pero ya están dentro mis dos amiguitos, el actor y el director. 

“Vamos, vamos, vamos “, me gritan. “No podemos perder más tiempo. Tenemos que ensayar. Siempre lo mismo. El autor que nunca acaba su obra”.

“Dejadme explicaros, por favor,” digo intentando mantener la calma. “En la escena cuarta falta algo. Necesito añadir más diálogo, porque, si no, el público no se dará cuenta de que el protagonista está sufriendo por dentro”.

 ”Y otra cosa, señores”, intento explicar al borde de la desesperación, “todavía no os he llamado. Quedaos atrás hasta que os llame”.

Y me contestan las dos a la vez:

“Pero qué dices, hombre. Estuvimos aquí desde el principio. ¿Tú crees que habrías podido escribir esta obra sin nuestra sabiduría, nuestra experiencia, nuestro profundo entendimiento de las artes escénicas? ¡Qué arrogancia! ¡Qué soberbia!”.

“Solo quiero lo mejor para todos”, grito.

“No: lo que tú pretendes es que, después del estreno, el público te aplauda  a ti, solo a ti”,

grita el director, olvidando que yo como director soy también el autor.

“Y yo también soy autor,” exclama el actor, “si no, ¿quién da color, sentido, pasión y fuerza al texto? Sin mí la obra queda falsa, rígida e ininteligible”.

Con toda esta discusión a gritos, el pequeño barco empieza a tambalearse y entra agua.  Los tres  —autor, director y actor—  se abrazaban en un patético intento por salvarse, dándose cuenta de que no solo se está hundiendo su barco, sino también su obra.

De repente, de las tinieblas aparece una visión etérea. Es otro barco. Un barco magnífico, elegante y adornado con oro y telas exóticas. En el centro está sentada una mujer vestida con ropa ligera, que flota al aire tras ella como las alas de un ave. Su cara es noble y tiene el perfil de una diosa griega. En su mano lleva una gran pluma negra de la cual salen gotas de tinta roja.

Con una voz musical canta a los pobres hombres:

“He venido a salvaros. Salid de vuestro frágil e inútil barco y entrad en el mío”.

Sin pausa ni pensarlo más, los pobres y perdidos hombres suben a  aquel barco de la bella dama. Nada más sentarse a su lado, entra un cortejo de sirvientes con bebidas, comida y laureles de flores coloradas.

“¿Quién es usted, bella dama?’, pregunta el autor, “su majestad ha llegado justo a tiempo para salvarnos de un naufragio”.

“Sí, señora”, dice el director, “nos has salvado del mayor fracaso artístico de nuestras vidas”.

“Bueno, amigos, no exageréis tanto: yo me hubiera salvado” declama el actor con una elegante y melodramática reverencia.

“Soy vuestra Musa. Todo lo que hacéis, todo lo que escribís y todo lo que llega al público es por intervención mía. Quedaos conmigo y os llevaré sanos y salvos al mar abierto y a la gloria que os merecéis”

Al escuchar estas palabras los tres hombres se sintieron como niños en el país de las maravillas. Por fin estaban donde querían estar, al borde del éxito y del triunfo. El gran barco entró en un canal más amplio que los demás. En la distancia vieron el horizonte abierto con un panorama azul y con nubes flotando, como el pelo de una bruja. Allí está su salvación, piensan, allí su justo destino entre los inmortales.

En este instante sintieron un fuerte golpe en la popa de aquel palacio naval, a la vez que escucharon una voz llena de fuerza y autoridad:

“Mujer falsa. Embustera”, dijo, “otra vez tus engaños. ¿Musa? No eres más que una charlatana, una impostora; el perrito faldero de estos tiburones que viajan como piratas en alta mar; los productores que quieren hacer un reparto con estrellas de la tele sin talento, funcionarios que pocas veces en su vida han entrado en un teatro, y críticos que solo hablan bien de sus amiguitos y amiguitas”.

Ante los ojos de los tres aterrorizados hombres, todo se transformó. La divina mujer cambió de apariencia y se convirtió en algo verde que fluía por toda la superficie del elegante barco.

El autor murmuró a sus dos compañeros: “no era nuestra musa, sino la envidia, los celos, la que nos hubiera llevado al arte fácil, superficial y sin espíritu ni alma. Qué tonto soy. Me hubiera destruido como artista. Este veneno es lo que a veces nos ofrece la gente que no se interesa en el arte puro, sincero y honesto. ¡Qué tonto he sido!”.

“Nos hemos equivocado los tres”, dijo el director.

“Discutiendo entre nosotros mismos casi hemos sido devorados por la falsa cultura”, comenta el actor.

“¿Os vais a quedar allí quietos hasta que este asqueroso veneno os destruya para siempre?”, grita una voz, la misma voz que llegó unos instantes antes y que provenía de una pequeña pero imponente mujer gordita, vestida de negro. En su mano lleva, como si fuera una espada, un bastón.  Y con autoridad grita otra vez: “Vamos, tontos, hay que trabajar y remar fuerte. O si no, llegamos tarde, o nunca. ¿Tenéis que terminar la obra, o no?”.

El nuevo barco es muy diferente del primero. No lleva adornos ni decoración alguna.

Pero es cómodo, familiar y, en el fondo, un viejo hombre negro toca  jazz con un piano vertical bastante desgastado. Parece que está improvisando, pero en su música hay pasión, armonía y alma. Sin dejar de tocar, comenta a los tres hombres:

“No os preocupéis, chicos, por nada. A partir de ahora estáis en buenas manos. Mama Musa os va a cuidar”.

“¿Y quién es Mama Musa?”, pregunta el autor.

El negro no dice nada. Solo con un gesto  de su cabeza indica hacia la señora del vestido oscuro.

“No me llames así, Thelonious. Te he dicho varias veces que no soy ninguna musa sino la madre de la inspiración artística, la abuela que escucha lo que dicen y que aconseja cuando están perdidos. Y esta tarde afortunadamente llegué a tiempo, antes que esa dama sin piedad pudiera llevar a este pobre hombre a traicionar su arte”, dijo la señora.

“Perdón, amable señora”, comenta el director, “pero somos tres, tres hombres”.

Al escuchar esto, la señora ríe a carcajadas y Thelonious toca más fuerte su piano.

“Ahora entiendo por qué estuviste tan perdido dejando que la envidia y los celos casi te consumieran,” exclama Mama Musa entre risas; y enseguida da una orden al pianista:

“Tenemos que dar la vuelta, Thelonious. A toda prisa, al palacio de Miguel Ángel”. El pianista negro cambia su ritmo y el barco vuela por las aguas de las canales de Venezia hasta llegar a un palacio blanco rodeado de estatuas de mármol, muchas aparentemente inacabadas. Con la ayuda del músico, Mama Musa sube unas largas escaleras y entra por la puerta principal del palacio seguida por el autor-director-actor, que no dejan de empujarse  el uno al otro. Al ver este disturbio y confusión, la mujer se pone en la puerta y alzando su bastón exclamó:

“¡Ya está! Estoy harta de vuestras pataletas artísticas. Hace tiempo que deberíais haber  aprendido  que no vais a llegar a ninguna parte hasta que os deis cuenta de que sois una sola persona, indivisible e indisoluble. Eres un artista de mucho talento porque parte de ti es autor, otra parte, director y, además, tienes el don de ser actor. Tres personalidades en una. Y hasta que trabajéis en armonía no vais a crear nada que merezca la pena y vais a sufrir mucho”.

Al escuchar estas palabras, las tres personalidades se miran entre sí con cara de tontos.

“Ven conmigo, hombre”, dice la mujer, “estás ya medio loco y no sabes si eres, autor,  director o actor. Menos mal que te he encontrado a tiempo”. Y de repente grita:

“Miguel Ángel, ¿dónde estás?”.

Y una voz con acento italiano contesta:

“Estoy aquí arriba, hablando con David, Mama Musa”.

“Otro loco creador”,  dice la mujer en voz baja, “conversando con una estatua de más de cinco metros de altura.” Y con una voz dulce y llena de ironía, canta: “Pues deja a tu amigo del tirachinas un ratito y baja aquí conmigo para conocer a otro artista”.

La mujer presenta a los dos artistas, el famoso escultor y el autor-director-actor perdido. Se hacen amigos enseguida y no dejan de hablar hasta que Mama Musa tiene que intervenir. Rápidamente explica el problema a Miguel Ángel: que el pobre artista de teatro había sido raptado por una falsa musa que estaba llevándole a los tiburones del alta mar, los productores, las instituciones, los críticos, y todo porque el hombre se sentía débil, confuso, luchando consigo mismo porque no sabía si era autor de una obra de teatro, o director o actor.

“Claro, entiendo perfectamente; cuando un artista está en pleno proceso de creación, está muy frágil y vulnerable. Me pasó lo mismo cuando estuve creando La Piedad. ¡Ay! en aquellos tiempos era tan joven y egoísta, casi  destruí alguna de mis creaciones a causa de mi egoísmo”, comenta Miguel Ángel con mucho cariño.

 “Sí, hijo, hasta el punto de que pusiste una cinta atravesando el pecho dolorido de la Virgen con tu nombre escrito en letras grandes”, comenta Mama Musa, “menos mal que has vuelto a la cordura y que ya entiendes  que la humildad es necesaria para cualquier artista y ahora ni siquiera terminas tus esculturas y dejas los cuerpos en el mármol, medio dentro y medio fuera de la piedra”.

“Sí, y creo que tienen más impacto porque implico al público en el proceso de creación, dejándolo usar su imaginación. Porque esto también forma parte del proceso de creación”, dijo Miguel Ángel. Y dirigiendo su atención hacia el autor-director-actor, pregunta: “Pareces muy preocupado. ¿Cómo te llamas?”.

“No lo sé”, contesta el otro, “desde que he empezado a crear mi última obra, ni sé mi nombre, ni adónde voy. Estoy perdido y sin identidad. No sé si soy autor o director y todos los días estoy en conflicto conmigo mismo. Estoy perdido, desesperado, a punto de abandonarlo todo. Si quieres, puedes llamarme Dionisio, porque creo que él es el culpable de todo“.

“Esto les pasa a todos los artistas. Y te digo la causa,” comenta el escultor florentino, “nunca vas a salir del laberinto de Venezia. La mente del artista es siempre así, navega por canales y aguas desconocidas, busca, explora, se equivoca, y más todavía cuando tiene múltiples talentos y facetas como artista. Yo he sufrido lo mismo porque soy pintor, poeta, arquitecto y escultor. Siéntate aquí un momento y te explico algo sobre mí y mi manera de crear. A ver si te ayudo”.

“Os dejo entonces”, exclama Mama Musa, “tu proceso de creación lo he oído en muchas ocasiones… y además quiero observar una partida de ajedrez.” Y en un instante la mujer desaparece.

“Parece que tu problema está relacionado con tu triple faceta de autor-director y actor a la vez. No sabes a quién debes escuchar y cuándo. Además, hay momentos en que no confías en ti como autor, otras, en que dudas como director y, otras, finalmente, en que sientes miedo porque tienes que interpretar tus propias palabras”, dijo Miguel Ángel, mientras bebía un vino.

“Exacto, exacto… En la obra en que estoy trabajando ahora, hago de todo pero siento que no estoy haciendo nada de forma correcta. El texto, que en el papel parece acertado, en la puesta en escena no parece coherente de trama ni de movimiento. Y cuando intento  decir las palabras como actor, me falta pasión, ritmo y claridad”.

“Eso es porque estás intentando escuchar a tus tres voces al mismo tiempo. Debes dejar libertad de expresión a cada una de tus personalidades en su momento justo, cuando necesitan hablar; y cuando uno esté hablando, los otros dos deben escucharle. Te voy a contar mi proceso de creación para que lo entiendas mejor”.

Durante varios minutos el gran maestro del Renacimiento habla con emoción sobre su trabajo hasta su último detalle.

“Antes de golpear el mármol de Carrara con mi cincel, mi creación de escultura empieza en un dibujo en papel. Primero en forma de esbozo, para fijar con trazos rápidos la silueta y las líneas de la obra que ha surgido en mi imaginación”.

“Eso es lo que hago yo como autor”, dijo Dionisio.

“La siguiente etapa de mi proceso creativo”, continuó Miguel Ángel, “es trasladar mi idea de la bidimensionalidad del papel al volumen tridimensional de una maqueta a escala”.

“No me digas, Miguel Ángel. Pero eso es lo que yo hago como director”, exclamó Dionisio con sorpresa, “es un proceso que en el teatro se llama la puesta en escena”.

“Esta maqueta sirve como ayuda para así poder observar cómo funciona mi obra desde varios puntos de vista, lo que no me permitiría solo un dibujo”, dijo el escultor.

“Lo mismo que me pasa a mí”, respondió Dionisio, “from the page to the stage”, dicen los ingleses, es decir, “de la página al escenario”.

“Espera, espera, vas demasiado rápido; todavía faltan otros aspectos de mi proceso”, interrumpió el florentino.

“Y en el mío, también”, dijo el otro hombre.

“En mis maquetas trabajo muy rápido, sin refinamientos,” explicó el otro, “porque se trata de una pieza que voy a tomar como referente, no como una obra definitiva”.

“Exacto. Hago lo mismo con las improvisaciones con los actores”, dijo el hombre de teatro, muy animado.

“Todavía no he hablado del tipo de mármol con el que siempre trabajo”.

“¿De Carrara, no?”

“Sí, el mejor mármol de Italia”.

“Yo siempre busco los mejores actores y actrices… pero… algunos productores insisten siempre en que debo tener alguna estrella de televisión en el reparto. Y la pena es que no siempre saben cómo decir bien un texto desde el escenario.”

“Lo siento por ti.  En mi caso, por lo menos, mis figuras no hablan hasta que termino mi trabajo. Estoy obsesionado con la selección del mármol apropiado y siempre voy a las canteras de Carrara para seleccionar los bloques de piedra de los que van a nacer mis obras”.

“Veo que eres un artista multifacético y conoces la técnica, la forma y el material”.

“Sí, como tú, querido amigo: soy autor, director y actor de mis obras”.

“Pero no te confundes como yo. Este es mi gran problema: ¿cómo puedo remediarlo?”.

Es fácil cuando confías en ti mismo. Deja a cada una de tus personalidades hablar contigo cuando lo necesitan y no los dejes hablar a todos a la vez. Y más difícil todavía, escucha cada voz. Si no, llegarás a mar abierto y allí es un caos. Aquí en Venecia siempre tendrás la libertad de equivocarte y así aprender y crecer. El artista siempre debe viajar por los canales de aquí, de su Venezia”, dijo Miguel Ángel dando golpecitos en su frente. “Y no olvides que siempre andas solo”.

“Bueno, allí está el nudo de mi dilema. Cuando soy autor y director de una de mis obras, me siento muy solo e, incluso, a veces triste”.

“De teatro no sé mucho, pero voy a contarte lo que me pasa con mi bloque de mármol, que, de una manera, es mi actor, porque debe absorber y expresar la pasión y el efecto emocional que siento dentro de mí. Te pongo un ejemplo: cuando había terminado mi escultura del Moisés, le di un golpe con mi cincel en el pie gritándole: “Habla”.

“Querido, Miguel Ángel, parece que tú también eres actor”.

“Me siento así cuando me enfrento por primera vez con un bloque de mármol, que para mí es el personaje. Comienzo por la parte frontal y empiezo a cortar estrato por estrato, retirando la masa pétrea sobrante, como si la escultura emergiese flotando a la superficie de un charco de agua blanca. Es como si la figura hubiera vivido allí, dentro del bloque, desde tiempo infinito.”

“Como director-autor tengo que hacer lo mismo, eliminar todo aquello que sobra”. ¿Magnífica la sensación, no? Ver el nacimiento de un personaje”.

“Sí, y  triste; porque a veces pienso que tal vez hubiera sido mejor dejarle allí en su estado, tan tranquilo, sin tener que salir a este mundo y sufrir los golpes y punzantes dardos de suerte horrenda”.

“Esta frase me suena”, dijo Dionisio sonriendo.

“Pero ya hemos hablado suficiente. Ven conmigo. Tenemos que ver una partida de ajedrez”.

Y enseguida salieron los dos amigos hacia el patio del palacio. Allí encontraron a un grupo de personas observando a dos hombres que jugaban al ajedrez. De un lado estaba un señor delgado, con pelo corto y gris, y, del otro, estaba sentado un hombre casi calvo y con una barba oscura.

“Me suenan estas caras”, susurró Dionisio a su compañero.

“No me sorprende”, contestó Miguel Ángel, “aquel de la izquierda, jugando con las piezas blancas, es Will Shakespeare y, el otro, a la derecha, también jugando con piezas blancas, es Sam Beckett”.

“Pero… ¿Cómo pueden jugar los dos con el mismo color…?”, exclamó Dionisio.

“Dicen que prefieren jugar así porque el destino está ya escrito y no importa con qué piezas juegues: ganar o perder es igual. Cada uno tiene tres minutos para mover su pieza y en estos tres minutos su adversario puede hablar en voz alta sobre el teatro; o, por supuesto, no decir nada. Esta es la táctica de Sam para ganar; a menudo no dice nada y su silencio es más potente e inquietante que la palabra. Al contrario, Will no para de contar sus ideas sobre el teatro. Ah… otra cosa interesante es que ambos son como tú, autores-directores y en el caso de Will, también es actor”.

Al otro lado del patio estaba sentada Mama Musa observando todo con una gran sonrisa. Al entrar Miguel Ángel y Dionisio, les llamó para sentarse a su lado.

“¿Estás más tranquilo ahora, Dionisio?”, le preguntó.

“Sí, Mama Musa. Entiendo que no estoy solo ante el peligro y que nunca quiero salir de este mundo que llaman Venezia, porque es el laberinto donde deben vivir todos los artistas”.

En ese instante se escuchó un grito: Shakespeare se había puesto de pie volcando la mesa y el juego de ajedrez.

“No aguanto más las pausas y silencios de Sam Beckett. Yo estoy acostumbrado a las palabras, al ritmo, al verso y a los soliloquios”, dice Will.

“Siéntate, Will, y no seas tan melodramático”, comentó Beckett en una voz suave y con  acento irlandés. Los tiempos van cambiando y las palabras no tienen el mismo sentido que en los tiempos pasados. Además, hoy en día, nadie quiere escucharnos ni a ti como autor-actor, ni a mí como autor-director. Por eso escribo menos palabras que tú. El público ha cambiado y no aguanta más de una hora de teatro o, como mucho, una hora y cuarto”.

“Entonces… ¿Estamos obsoletos?”, preguntó Will Shakespeare con cara de pánico.

Una sensación de gran cansancio entró en el cuerpo de Dionisio, el autor-director-actor de esta fábula. Empezaba a sentirse perdido otra vez y con una enorme tristeza. Ya no importaba si era autor o director o actor. Solo se sentía obsoleto, insignificante, porque todo el trabajo de una vida no importaba a nadie, ni había significado nada. Toda la gente en el patio de aquel palacio se quedó parada sin decir ni una palabra. El ambiente era tenso y trágico, pero lo que más reinaba en este espacio lleno de artistas de todas las especialidades de las artes escénicas era la desilusión.

En medio de este largo silencio, empezó a sonar una música lenta y nostálgica, una música de ninguna parte pero de todas partes, y llena de emoción.

Los dedos de Thelonious se estaban moviendo suavemente sobre las teclas de su piano y la dulzura y pasión de la música empezaba a tranquilizar los corazones de todos y todas las presentes. Casi imperceptiblemente el ritmo estaba aumentando y cambiando; era más rápido, más fuerte y casi frenético. Una figura pequeña, gordita y vestida de negro saltó al  centro del patio y empezó a bailar al son de la música. No repetía ninguno de sus pasos y cada movimiento era original y parecía casi improvisado. Aunque para los presentes, la historia que estaba contando con su cuerpo no dejaba a nadie indiferente: hablaba del amor, de la tristeza, de la muerte, de la vida, de la crueldad, de la ternura y de la esperanza; de los sentimientos de cada ser humano y de todos los seres humanos. Algunos de los presentes lloraban, otros miraban hacia su vecino y otros abrazaban a alguien que no estaba, otros solo miraban al vacío.

Dionisio empezó a salir lentamente de este palacio sin apartar los ojos de la bailarina, Mama Musa. Tenía la sensación de que ella le estaba hablando solo a él, susurrando con el suave movimiento de su cuerpo al son de la música de Thelonious.

En su cabeza escuchó la dulce voz de Mama Musa susurrando:

“Adelante, querido Dionisio. No importa si eres autor, director o actor. Solo importa que dediques todo lo que eres para despertar sentimientos, para demostrar con tus obras  lo  que  somos como seres humanos y que mantengas vivo y fuerte el arte de sentir y hacer sentir”.

Y por fin el artista Dionisio entendía y sabía lo que debía hacer y el porqué.