(o la escritura de teatro como posible
trastorno transitorio)
Si cuando escribimos un texto (da lo mismo que sea sobre la indolencia del girasol o la vida en Saturno) siempre acabamos escribiéndonos y nuestro ombligo termina chupando plano aunque ni nos demos cuenta, en lo referente a la escritura teatral el proceso se complica todavía más. Además de las líneas que escribimos y nos escriben, estas vuelan hacia un hipotético escenario en el que, somos conscientes, cristalizarán en algo presumiblemente distinto a lo pensado/imaginado.
Los autores de teatro parimos gusanos de seda que serán mariposas (¿del destino?) en boca de un actor/actriz y todo un equipo de producción —con el director a la cabeza— empeñados en hacerlas volar lo mejor posible. Por lo tanto, escribir teatro es escribir pensando en que lo que escribes no es lo que finalmente se escribirá. Y que alguien terminará de escribir. Que esa escritura más o menos plácida que llevas a cabo frente a tu ordenador —la llamada escritura horizontal— derivará en una escritura sobre el escenario, fruto de un sinfín de sinergias creativas —la escritura vertical— que será la que de sentido a la esencia del teatro con mayúsculas, esa magia que juega con la vida y que ha hipnotizado al ser humano desde hace más de 25 siglos.
La madeja termina de liarse cuando el propio autor asume la dirección del texto que ha escrito. En mi caso ha sucedido bastantes veces y, aparte de la bipolaridad del proceso, para mí, lejos del desquicie que a algunos colegas les supone, ha significado siempre una etapa de aprendizaje. Digamos que ha devenido en un proceso natural al margen de cualquier trastorno creativo. Sobre todo porque ha servido para bajarme los humos y hacerme ver que si bien la cadena de montaje —nunca mejor dicho— la inicio yo, no soy yo quien la cierra, ni mucho menos. A mi Dr. Jeckill, mi Mister Hydirector le ha hecho ver —y querer— de una manera distinta a los personajes que han salido de su imaginario. La contradicción siempre nos hace avanzar. El texto que yo he escrito es literatura, letras, renglones y réplicas que se hacen verdad cuando un actor o actriz les da su aliento. Pero no solo, desde mi experiencia, el tándem autor/director me ha enseñado a ver distintos a mis personajes, también me ha hecho sentir distinta a la obra en su conjunto. Cuando empecé a escribir un texto teatral todo giraba, básicamente, en torno al conflicto y a los personajes. Apenas había algo más en la nebulosa de la ficción que se abría paso en mi cabeza. Dirigir —textos de otros autores, pero especialmente mis propios textos— ha servido para que conciba la escritura teatral desde otros ángulos. Junto a personajes y sus conflictos han ido entrando aspectos que, sin duda, han enriquecido su universo. Me refiero, por ejemplo, a la luz, la atmósfera que envuelve a los personajes, pero también a su espacio escénico y sonoro o aspectos del vestuario, que pasarán a ser algo más que unas didascalias sobre el papel, aunque cada vez las utilice menos explícitamente. Es curioso, pero al principio me recreaba en ellas. Dirigir ha hecho que mi escritura se vuelva cada vez más implícita, que ya pondrá el escenario lo explícito en su sitio. Pienso que a un autor se le reconoce su paso por la dirección en las didascalias que utiliza. Cuantas más, menos. Recordemos que la mayoría de los autores de teatro de nuestra escena tradicional —aquellos que pocas veces pisaron un escenario— eran puntillosos hasta el extremo a la hora de desplegar acotaciones.
Repasando mis primeros textos veo que me recreaba en estas, dando detalles que —al dirigir— he entendido que aportaban muy poco al montaje y, en muchos casos, hasta podían empobrecer una dinámica creativa fundamental en la puesta en escena. Poco a poco he ido desnudándolas en el texto, hasta lo que juzgo imprescindible. Así, he llegado a que mi último trabajo estrenado como dirautor, El amor debería estar prohibido, no tiene didascalias. Es más, bajo la presentación de los personajes: ÉL, ELLA, aparece un paréntesis encerrando tres puntos suspensivos (…), y la explicación del signo: Pausa, silencio o lo que quiera que le pase al actor/ actriz (o a ambos) y que diga más que cualquier palabra. Es decir, se trata de un texto en el que abiertamente les estoy diciendo a los intérpretes que la autoría también cuenta con ellos.
Dirigir mis propios textos me ha enseñado, entre otras muchas cosas, eso: que los puntos y las comas de la obra las escriben los actores; que la respiración de estos y su tempo no caben en ninguna partitura porque son fruto del instante. Y la escritura teatral, la definitiva, es el resultado imprevisible del momento vivo. En definitiva, escribir y dirigir teatro me ha limpiado —en su justa medida— el ego, el yo de la soledad creativa inicial, para acercarlo al nosotros de la puesta en escena.
Ese acercamiento no me ha resultado difícil. Antes que autor me sentí director, pero ya no de un montaje determinado, sino de una compañía que creé desde la osadía que infunde la juventud, con el concurso de mis propios alumnos. Jácara nació en un centro de enseñanza y se convirtió en una cooperativa laboral que ha estado cotizando a la seguridad social más de treinta años. He vivido, desde dentro, lo que es sentirse grupo —compañía— y olvidar la individualidad. Por otra parte, la mayoría de las veces que dirigía un montaje debía hacer compatible ese oficio con el de docente. La compañía era una cantera de actores y actrices que se formaban al mismo tiempo que yo. Era raro el trabajo, sobre todo durante la primera década, en la que no se incorporaban nuevos miembros a los que había que formar al mismo tiempo que los dirigías. Y si el texto lo había escrito yo, entonces los oficios que uno debía compatibilizar se multiplicaban: autor, director, docente e integrante del equipo de producción. Que el teatro es un oficio de oficios es algo que uno aprende de manera natural formando parte de una compañía de teatro.
Por eso, la bipolaridad del “dirautor”, particularmente, nunca me ha resultado traumática. Al revés, me ha ratificado lo que mis maestros, Monleón, Estruch, entre otros muchos, me inculcaron: en el teatro siempre se es uno más, ni más ni menos.
Aunque a veces te toque ser dos. O tres. O…