Extra n.º 2. 25 años. Las Puertas del Drama

25 años. Las Puertas del Drama
Extra n.º 2

SUMARIO

Presentación

25 años. las puertas del drama

El policía interior

Daniel Sarasola

Profesor titular de Literatura Dramática en la RESAD de Madrid y escritor

Quiero advertir de antemano que este es un artículo elaborado a partir de preguntas y perplejidades que me asaltan cada vez que me dispongo a escribir un texto de creación original, sea teatral o de cualquier otra índole. Preguntas que no tienen una ni unívoca respuesta. Perplejidades que me instalan en el desasosiego y me han provocado opiniones estrictamente personales, más o menos organizadas, más o menos espontáneas, seguramente no todo lo libres que yo deseara. No pretendo descubrir la pólvora a nadie ni ser original. Es más: seguro que muchos y muchas se las han planteado antes y al mismo tiempo que yo. Seguro que muchos lo harán también en tiempos futuros al enfrentarse a la página en blanco. No pretendo ni dar lecciones ni herir nadie. Solo hablar a calzón quitado conmigo mismo con la peregrina esperanza de que mi meditación acaso despierte cierta complicidad en otros y otras que también se dedican al trabajo creativo, especialmente a la escritura para el teatro. Sobre todo, en aquellos y aquellas que alguna vez se han aventurado a preguntarse dónde se encuentra la censura más perniciosa y castradora.

La censura más temible ya no está en organismos censores visibles y reconocibles a los que llevar nuestros originales porque la democracia hace tiempo que terminó con tales métodos. Está en la interiorización por parte del creador y de la creadora de principios de rentabilidad económica y, de forma más determinante, de aquellos que rigen la corrección política de manera más o menos inconsciente, aplicados como pertenecientes a un sistema filosófico elaborado o a una religión de probada infalibilidad.

Ilustración de María Hesse. Fuente abc.com
Ilustración de María Hesse. Fuente abc.com

¿En qué consiste la corrección política?

En principio, el término “políticamente correcto” se utiliza para describir lenguaje, políticas o medidas destinadas a evitar ofender o poner en desventaja a grupos singulares de la sociedad, considerados desfavorecidos o discriminados, especialmente los definidos por géneros o etnias. Nace en el ámbito de la educación pública superior y universitaria en Estados Unidos en el último tercio del siglo XX. Podemos decir que la izquierda política defiende que los conservadores usan la corrección política para restar importancia y desviar la atención al comportamiento discriminatorio que la derecha ejerce contra los grupos desfavorecidos. Es un método de imposición que ejerce la derecha política de sus propias ideas y formas de hacer sobre la izquierda progresista.

Aunque también puede sostenerse la postura inversa; esto es, que la corrección política es ejercida por la izquierda para coartar la difusión de ideas de derechas o de extrema derecha, provocando así guerras o batallas culturales entre clases o grupos sociales y la lucha descarnada por la imposición de los valores, creencias o prácticas (en torno a temas que generan un profundo desacuerdo social, tales como la eutanasia, el aborto, las reivindicaciones feministas y LGTBI+, la pornografía o el multiculturalismo, por poner algunos de los ejemplos más candentes) de uno de ellos sobre otro. Suele tomar la iniciativa quien tiene más poder en cada momento histórico. Dicha batalla deja de basarse en argumentos válidos racionalmente para instalarse de lleno en el abuso de poder, la propaganda populista y el revisionismo histórico (la manipulación de hechos históricos con intencionalidad política) o, directamente, en el negacionismo que utiliza técnicas ilegítimas y torticeras, tales como presentar como auténticos documentos falsos, inventar razones ingeniosas pero no racionalmente demostrables para justificar lo injustificable, traducir de manera incorrecta un texto original a otros idiomas y, por supuesto, la utilización sistemática y organizada de las redes sociales para difundir todo ello a través de los ya llamados gabinetes del odio, sistemáticamente financiados por grupos de poder de diferentes ideologías.

¿De dónde procede en términos modernos esta actitud de exigir contenidos y formas “políticamente correctos” a la enseñanza en el ámbito de la educación pública y a la creación artística en general?

En un interesante trabajo titulado El concepto de corrección política en la era contemporánea: análisis del discurso y de sus implicaciones para libertad de pensamiento, Pablo Fernández-Yáñez Arce recoge las opiniones de algunos autores como Anthony Browne, Luis M. Linde o André Lapied: todos ellos coinciden en que el origen de la configuración moderna de ese complejo y contradictorio fenómeno que hoy conocemos como “corrección política” hay que situarlo en la teoría crítica de inspiración marxista emanada de la Escuela de Frankfurt

Grosso modo, intelectuales integrantes de dicha escuela, como Mark Horkheimer, Theodor Adorno, Herbert Marcuse, Jürgen Habermas o Erich Fromm entre otros, estaban interesados en explicar el fracaso de la revolución en países avanzados como Alemania (mientras que sí triunfó en Rusia) y el ascenso del fascismo y del nazismo, considerados como apoteosis aberrante del capitalismo y del sistema liberal democrático. Sostienen que la cultura es inseparable de su contexto social, económico y político. Por tanto, debe estudiarse teniendo en cuenta el sistema y las relaciones sociales que la producen. Siguiendo la tradición marxista que considera que la ideología dominante es la de la burguesía, la cultura en el sistema capitalista se convierte en gran medida en instrumento de dominación sobre el proletariado y otras clases desfavorecidas.

Teóricos de la primera generación de la Escuela de Frankfurt; Friedrich Pollock, Theodor Adorno, Max Horkheimer, Leo Löwental, Erich Fromm, Franz Neumann, Herbert Marcuse y Walter Benjamin. Fuente: kosmopilis.com
Teóricos de la primera generación de la Escuela de Frankfurt; Friedrich Pollock, Theodor Adorno, Max Horkheimer, Leo Löwental, Erich Fromm, Franz Neumann, Herbert Marcuse y Walter Benjamin. Fuente: kosmospolis.com

Algunos pensadores de la Escuela de Frankfurt abordan dos temas cruciales:

El primero es el concepto de “personalidad autoritaria”, esbozado por Fromm partiendo del psicoanálisis, para construir un tipo psicológico que explicara la aparición del fascismo. Más desarrollado por el psicólogo Wilhem Reich al analizar el papel autoritario y represivo del varón en la esfera familiar, encuentra mayor complexión en la obra de Horkheimer Autoridad, familia y otros escritos (1936).

El segundo es el estudio de la Ilustración con actitud crítica, especialmente por la utilización casi exclusiva de la razón y lo objetivo como instrumento de análisis del crecimiento y avance de la sociedad occidental desde el siglo XVIII, en obras como Dialéctica de la Ilustración y Eclipse de la razón, ambas escritas por Horkheimer (al alimón con Adorno la primera de ellas). Estos autores señalan la insuficiencia de la razón para explicar el mundo o atrocidades humanas como las dos guerras mundiales o el holocausto nazi. Es más, denuncian que la razón fría, sistemática e implacable, actúa como motor de la llamada “solución final” que determinó el genocidio judío, pues precisó de meticulosa planificación previa, acompañada de técnicas muy sofisticadas de adoctrinamiento, de sabia y eficaz manipulación de los medios de comunicación, que han servido y sirven hoy día de pingüe inspiración a partidos y regímenes totalitarios en todo el mundo. La razón puede convertirse en arma mortífera de destrucción masiva.

Como consecuencia, la escuela de Frankfurt también rechaza el Positivismo (surgido en pleno siglo XIX en sustitución del Idealismo romántico, al albur del desarrollo de las ciencias experimentales y de la difusión de la mentalidad científica), por proclamar que el conocimiento debe ser solo verificable, tener utilidad práctica y rechazar cualquier explicación no material de la realidad. Muchos de los intelectuales que integran la Escuela de Frankfurt se decantan por negar el concepto de realidad objetiva en la medida en que subrayan la existencia de un número infinito de posibles interpretaciones de realidades finitas, instalándose de lleno en el relativismo que marcará posteriormente la Postmodernidad transida de globalización.

Horkheimer llega a proponer la irracionalidad de la razón (y, como consecuencia, del sistema capitalista) y cree que hay que determinar en el análisis de los grupos sociales quién sufre y quién hace sufrir, estudiando las relaciones de poder en el seno de las estructuras políticas y sociales para acabar con la dominación y el sufrimiento.

Desarrollando esta idea en su obra La ley del más débil (2009), André Lapied presupone que la corrección política pretende la protección de los débiles: los débiles (que se definen a sí mismos como bondadosos y correctos, solo por ser vulnerables) acusarán al fuerte de sus propias desgracias, teniéndole por maligno y malintencionado por estar en posición de ejercer poder y ejercer dominio. Un principio un tanto simplista y maniqueo que parece pasar por alto la responsabilidad individual y que puede rayar en el rechazo del individualismo, ingredientes ambos esenciales de la corrección política como veremos enseguida.

Dejándose influir por las ideas que Anthony Browne expone en su obra The Retreat of Reason, Fernández-Yáñez Arce formula las características fundamentales de la corrección política que vamos a analizar aquí por su innegable interés: ¿Qué exigencias reclama de manera intrínseca (es decir, por su propia naturaleza, y no por su relación con el otro ni con el contexto cultural en el que surge) lo políticamente correcto?

Según Browne, la corrección política busca una redistribución de poder, en detrimento de los más poderosos y en beneficio de los más débiles, sin distingos éticos sobre si dicho poder es legítimo (pongamos por caso que se haya adquirido por sufragio universal democrático) o no, ni de si los hechos causantes de la injusticia u opresión están documentalmente probados. Solo importa la relación de poder entre poderoso y vulnerable. Se trata de identificar a la víctima y de apoyarla incondicionalmente sin importar los medios puestos en práctica para conseguir la anhelada redistribución de poder, sin considerar el contexto en el que ha surgido la polémica ni, por supuesto, valorar en lo más mínimo si la supuesta víctima tiene alguna responsabilidad en su propia desgracia.

Provoca ataques ad hominem: No se trata de refutar argumentos equivocados o falaces, sino de invalidar al propio argumentador con independencia de los argumentos que esgrima, consecuencia de la presunción de maldad o intencionalidad dañina de los que se oponen a la corrección política: acusar a alguien de intenciones escondidas o malignas, implica demonizarlo para no entablar la siempre difícil tarea de discutir sus opiniones por muy monstruosas que nos parezcan. Así la corrección política se “encastilla” en una dialéctica protectora de superioridad moral (Browne 2006, p.7) sin tomarse el desvelo siempre ingrato de demostrarlo. Por muy errónea que pueda ser una opinión, silenciarla a la fuerza resulta contraproducente hasta para la opinión más certera, ya que se desacredita la veracidad de esta última, por muy ampliamente aceptada que sea, al privarle de la necesaria confrontación con opiniones contrarias que reafirmen su evidente validez. Siguiendo esta línea de pensamiento, Karl Popper en Conjectures and Refutations (1963) muestra abierta incredulidad ante la naturaleza manifiesta de la verdad o el hecho de que solo unos pocos tengan capacidad para discernirla, aseveraciones que, en su opinión, revelan indicios de fanatismo en fase embrionaria.

Promueve la culpa por asociación. Tal vez sea este uno de los rasgos más discutibles y dañinos de la corrección política. Encontrar a alguien culpable de formular en público o de escribir en cualquier tipo de texto una idea perjudicial u ofensiva contra alguien, sea individuo o grupo social, implica que la persona emisora o detentadora de dicha idea es tan culpable como cualquier otra que se relacione con ella por el simple hecho de pertenecer al mismo grupo económico o social, étnico o de color de piel, a la misma orientación genérica (sea cisgénero, transgénero, bisexual, homosexual o no-binario…) o incluso de pertenecer a la misma comunidad religiosa, nacionalista o del pelaje que sea, provocando peligrosas generalizaciones falaces e injustas que estigmatizan a individuos que pueden no compartir la idea generadora de la polémica ni tener la mínima implicación en el contexto.

Entraña promoción de identidades de grupo, característica estrechamente vinculada a la culpa por asociación, ya que esta última requiere previamente la construcción o delimitación de “grupos” necesariamente muy diferentes entre sí (y cuanto más diferentes, mejor y más productivo será el ataque, aunque carguemos las tintas para falsear la realidad). Delimitar identidades, forzándolas si fuere menester, resulta muy rentable y más cómodo para establecer cuál de ellas sufre y cuál hace sufrir, de modo que, al clasificar a un individuo, pongamos como ejemplo, “por su color de piel”, sería juzgado o considerado según las opiniones que el “políticamente correcto” sostiene sobre la identidad o el grupo en el que lo ha incluido, y no a partir de la individualidad natural de ese ser humano con ideas propias y sentimientos concretos. Así que “el ser humano es visto como producto fractal de un grupo y nunca como individuo independiente y responsable de su propio destino” (Browne, 2006; p.24).

Y, como consecuencia, la corrección política supone en última instancia un rechazo frontal del individualismo. También da carta blanca a la legitimación tácita de los lobbies o grupos de poder que luchan por arrebatárselo encarnizadamente unos a otros para conseguir mayor difusión y situación de privilegio. En el mundo de la cultura es práctica muy habitual, por ejemplo.

Parece que la corrección política presupone que uno es alguien en la medida en que forme parte de un grupo y que sus vicios y virtudes son prácticamente los del mismo. Acaso en estas coordenadas se resientan más de lo deseable la creación individual, el espíritu libre, la libertad de elección y la responsabilidad ante los propios actos. Acaso la libertad de pensamiento y de expresión salgan mortalmente heridas esgrimiendo la corrección política como arma arrojadiza multidireccional de todas contra todos.

¿Acaso la libertad de expresión y de pensamiento deben tener unos límites claros que jamás se deben traspasar?

John Stuart Mill, filósofo, político y economista británico, en su ensayo Sobre la libertad (1859), intenta establecer un principio que pueda regir de modo absoluto las relaciones entre individuo y sociedad en lo que se refiere a obligaciones morales y control político. Comienza argumentando que “la única razón que autoriza a los hombres, individual o colectivamente, a turbar la libertad de acción de cualquiera de sus semejantes es la propia defensa; la única razón legítima para usar la fuerza contra un miembro de una comunidad civilizada es la de impedirle perjudicar a otros.” (Mill, 1859; p.26). Sobre este principio y sus contradicciones basa Mill todo su razonamiento. Asegura que ningún ser humano puede ser obligado a actuar de determinada manera o a dejar de hacerlo, solo porque de dicha actuación o abstención vaya a derivarse un beneficio para sí mismo. Ni porque los demás opinen subjetivamente que esa coerción impuesta desde fuera sea prudente o justa. Solo sería lícito intentar convencerle o incluso suplicarle para que tome una línea de acción determinada pero nunca obligarle ni causarle daño alguno en caso de que obrase de forma diferente a los deseos de los demás. A no ser que la conducta de dicho individuo tuviera como fin causar algún perjuicio a otra persona. Aunque recalca Mill: “para todo lo que atañe a su individualidad, su independencia es absoluta, siendo soberano de sí mismo, de su cuerpo y de su espíritu” (Mill, 1859; p.27)

Siguiendo los dictados de su mentalidad liberal, Mill asegura que la única libertad que merece ser considerada como tal es aquella que posibilita que todo individuo busque el bien propio a su manera, sin privar a nadie de sus bienes ni frenar sus esfuerzos por obtenerlos. La especie humana ganaría en salud mental “si permite que cada individuo viva como más le guste en vez de obligarle a vivir según el gusto de los demás” (Mill. 1859; p. 29).

John Stuart Mill

Como el hecho teatral es un arte colectivo en el que intervienen otras artes, me encanta recordar la distinción de dos libertades que hace Isaiah Berlin. Una primera, bastante utópica e inalcanzable, es la libertad positiva, propia del individuo que decide con plena conciencia ante cualquier dilema, impidiendo que otras fuerzas o instancias superiores decidan por él y responsabilizándose por completo de las decisiones tomadas.

Otra más realista y habitual es la llamada libertad negativa, limitada por la interposición de la actividad de los otros. A mayor grado de interposición de actividades ajenas, menor margen de actuación libre tiene el dramaturgo (o la actriz o el iluminador, o la escenógrafa, etcétera…), pudiendo llegar a la coacción y a la opresión si la actividad de las demás profesiones que contribuyen al resultado final le dejan escaso margen de acción. Y, al contrario: a menor interposición, mayor grado de libertad negativa; es decir, mayor libertad, pero siempre por defecto.

¿Acaso no resulta perniciosa la utilización de la corrección política como método de censura solapada por diferentes grupos de poder?  ¿No socava los límites de la libertad de expresión, cuestión esta espinosa y ambigua donde las haya?

Considero que establecer de antemano qué debe tratarse y desde qué punto de vista en un texto o espectáculo teatral o en cualquier otra forma de arte, implica censurar sin ambages y considerar incapaz de digerir de forma ética y moralmente productiva a un público espectador o lector. Porque desconfiamos de él desde un actitud claramente paternalista o maternalista; es decir, lo consideramos demasiado infantilizado para discernir con su propio intelecto y sin muletas ideológicas lo que es éticamente rescatable de lo reprobable y dañino.

¿No tendrá que ver esto con el uso de las nuevas tecnologías y la digitalización rampante como herramientas para imponer progresivamente un pensamiento único y sojuzgar a las sociedades, en vez de para provocar un debate público rico y plural en torno a los problemas claves que nos aquejan, que estimule el espíritu crítico del individuo sin cortapisas y alimente la formación de una sensibilidad contradictoria, heterodoxa y tolerante?

Porque nuevas tecnologías y digitalización podrían y deberían usarse en esta segunda vía y seguro que darían resultados formativos sorprendentes y sobresalientes. Bastaría con explotar su potencial en el sentido inverso del que habitualmente se hace. Pero interesa aturdir a los ciudadanos (que ya han pasado casi exclusivamente a “categoría de clientes”) con nuevos programas y aplicaciones que les mantienen ocupados en una actividad febril de “aprendizaje continuo” que no deja espacio para la reflexión, no vayan de pronto a reivindicar sus derechos.

Por lo general, me atrevo a decir que cualquier autor o autora actual asume de manera mucho más inconsciente de lo que piensa (en el mejor de los casos) o mucho más consciente de lo que creemos nosotros (en el peor) que el público actual no está culturalmente preparado para, por ejemplo, digerir y relativizar un texto del Barroco en su formato y concepción ideológica originales, entregándose al goce estético y a la actitud crítica con el mismo ahínco. De ahí la proliferación actual de adaptaciones, por poner un ejemplo entre los más frecuentes, de clásicos (y contemporáneos considerados canónicos) desde los sesgos ideológicos más variados, que incluyen recetas sobre lo que hay que pensar, cercenado la complexión que toda obra de arte debe provocar en la mente y el espíritu de un espectador o consumidor adulto, evitando así que saque sus propias e intransferibles conclusiones, como personal, contradictoria e intransferible es la experiencia de su recepción.

En resumidas cuentas, de manera más o menos inconsciente, la dramaturga o el dramaturgo actuales ha interiorizado la corrección política y, como consecuencia ineludible, el hecho de que el espectador nunca o casi nunca es un adulto con todo lo que esto implica, coartando de manera radical su libertad de expresión y construyendo poco a poco un policía interior que actúa de censor y allana el camino sobremanera a las medidas coercitivas que el medio teatral impone desde fuera, la mayoría de ellas transversalmente traspasadas por el fantasma, más o menos carnal, de la rentabilidad económica.

¿Y cuáles son dichas medidas coercitivas de índole externo?

Aquí entramos en un terreno minado, estrechamente vinculado al hecho de que la escritura para el teatro (la escritura a secas) es una profesión (como la de actor o actriz, guionista, pintor, escultor, cineasta, bailarín o bailarina, coreógrafa, tramoyista o atrezzista, escenógrafo, iluminadora, regidora…) que debe permitir a quienes la practican vivir de ella con un salario justo y digno. Y ya sabemos todes que vivir dignamente de escribir para el teatro no es algo fácil ni habitual, como sabemos que solo menos de un diez por ciento de los y las profesionales que se dedican a la interpretación actoral puede vivir de ello. Ganarse la vida escribiendo teatro o, al menos, escribiendo teatro como fuente principal de ingresos, implica sin duda hacer concesiones a las instituciones públicas que pueden programar nuestros textos, a productores teatrales y distribuidores, a empresarios dueños de locales de representación si hablamos del sector privado. Y, sobre todo y en última instancia, a los gustos del público, que parece tener la última palabra.

¿Y por qué parece tener la última palabra? ¿Porque nos llena los bolsillos si acude en masa?

Compete a las instituciones públicas la preservación del patrimonio y exhibición de la escritura teatral española de todas las épocas sin imponer censura de ningún tipo, cosa muy fácil de decir, pero a todas luces imposible de llevar a la práctica sin suscitar desacuerdos ni conflictos. Todo buen gestor sabe que la selección de unos títulos implica la exclusión de otros. Y que los criterios de selección llevan un ineludible gen censor más o menos desarrollado, condicionado por la dotación económica del presupuesto y el número de espectáculos posibles por temporada, solo por citar los más inmediatos con los que se debe lidiar. Como consecuencia, toda buena gestora cuenta con una “censura indirecta” inevitable como punto de partida que podría rebajarse progresivamente con la atención a y programación de los títulos excluidos en temporadas posteriores. Todes sabemos que la búsqueda pertinaz de este equilibrio en la programación no acabaría por completo con el descontento, aunque contribuiría a desactivarlo en gran medida. En las dificilísimas tareas por siempre cuestionables de dirección artística y gestión económica de un teatro público, este parece dibujarse como el menos malo de los escenarios posibles. Porque lo mejor es enemigo de lo bueno.

En teoría, parece razonable pensar que la rentabilidad económica no debe primar en la elaboración de la programación de un teatro público ni mucho menos en un Centro Dramático Nacional ideal que luche por la formación de nuevos públicos y se arriesgue con textos de calidad innegable, en todas las lenguas oficiales del estado, que aborden la compleja diversidad de la creación escénica contemporánea (o, por lo menos, que no den protagonismo exclusivo a los que se instalan cómodamente en propuestas tradicionales más vinculadas, en principio, a la búsqueda del éxito de taquilla), sin caer excesivamente en lo críptico (cualidad de lo que es oscuro y enigmático) ni en el solipsismo (forma radical de subjetivismo según la cual solo existe aquello de lo que es consciente el propio yo creador, sin tener en cuenta a los demás ni al entorno social circundante). No. No parece muy idóneo para ninguna institución pública generadora de cultura lastrar su actividad con el filtro exclusivo de la rentabilidad económica (¿lastrar o incentivar?). Tampoco para ningún teatro público por deficitario que resulte. Porque el fin último debe ser la formación del ciudadano en el conocimiento y la diversidad, estimulando la libertad de elección y la construcción de un criterio personal que le instalen para siempre en una edad adulta responsable y tolerante. Qué bienintencionado, dirán ustedes. Y qué bonito e ingenuo suena dicho, apostillo yo.

Parecería (y tradicionalmente lo ha sido) que la rentabilidad económica es más propia del teatro que se hace desde la empresa privada, aunque “comercialidad” no tenga por qué ser sinónimo de “baja calidad”. Se habla de un retroceso del sector desde principios de la década de los noventa, culpabilizando al papel intervencionista del estado con la creación de centros dramáticos nacionales o regionales, festivales y redes de exhibición. Pero si analizamos el sector privado actual y lo comparamos con el existente en las décadas de los sesenta, setenta, ochenta del pasado siglo, comprobaremos la drástica disminución de empresarios privados que se arriesguen con sus propios medios sin recibir subvención alguna. La desaparición de locales y salas de titularidad privada en la mayoría de las capitales de provincia, salvo Madrid y Barcelona (que mantienen alto nivel de actividad escénica comparadas con el resto, aunque hayan perdido muchos espacios privados de exhibición, especialmente la primera), acaso Valencia, provocan que la empresa privada se acoja a la red de teatros públicos para distribuir sus espectáculos y que los pagos puedan llegar a demorarse más de quince meses.

¿Acaso existen en puridad lo público y lo privado en esta época líquida nuestra en la que las estructuras se fagocitan, disuelven y transforman a velocidad de vértigo en busca de la rentabilidad económica?

¿No son acaso la precariedad y la auto explotación, a las que tanto contribuyen las redes sociales, rasgos distintivos de la creación artística en nuestra era digital?

Todos estos condicionantes influyen en lo que escribimos. De ahí que abunden los monólogos o las piezas con un máximo de tres personajes para abaratar costes de producción. Pero la censura más castradora y letal es la que nos imponemos nosotros mismos, sin saber cómo mantener a raya a nuestro policía interior, moldeado en la corrección política, en nuestros miedos atávicos y en nuestros prejuicios. Espero no haber sido políticamente correcto.

BIBLIOGRAFÍA ESENCIAL

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Browne, Anthony. The Retreat of Reason, Political Correctness and the Corruption of Public Debate in Modern Britain. Londres: Civitas:Institute for the Study of Civil Society, 2006.

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Lapied, André. La ley del más débil. Genealogía de los políticamente correcto. Tres Fronteras, 2009.

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