PRIMERO
…Y yo me quedaré aquí como una lámpara que se enciende en la oscuridad. Tendría que ir todavía más abajo y hundirme hasta el centro mismo de las tinieblas, que muchas han de ser. Para encenderme dentro de ellas. Pues que solo me fío de esa luz que se enciende dentro de lo más oscuro y hace de ello un corazón. Allí donde nunca llegó la luz del Sol que nos alumbra. Sí; una luz sin ocaso en el centro de la eterna noche…
María Zambrano: La tumba de Antígona
El escenario teatral brilla, como una luciérnaga enamorada, en medio de la vida cotidiana desde el momento en que suspende tiempos y lugares de hábitos. Da igual la edad y da igual la circunstancia propicia o adversa, porque lo que albergará el escenario, si llega a serlo, retirará lo próximo conocido —o lo ocultará, o lo transformará— desvelando, en plenitud efímera, lo extraordinario. Mas, si hay desvelar, ¿es que lo extraordinario ya estaba allí?
(Me contaron que en las primerísimas décadas del novecientos de un olvidado noroeste rural español que perdura hoy en tantos lugares de la Tierra, donde aprender de colegio era un derecho reservado a muy pocos, la pobreza extrema era la norma y un parto no era razón suficiente para que las madres abandonaran siembra o siega —con lo cual tenían que cargar al bebé a la espalda para poder seguir—, había mujeres y hombres en la aldea que, tras las tareas estacionales y las sin estaciones, “preparaban las comedias”. Ignoro quién elegía las obras de teatro y quién se ocupaba de su dirección, todavía no tienen enseñanza obligatoria que nos haga afirmar que eso lo harían la maestra o el maestro, y faltan años para que las Misiones Pedagógicas lleguen allá donde no se esperaba, hasta entonces, el presente social con sus correspondientes cambios y derechos humanos. A nuestra época, acostumbrada a la ganancia mensurable y competitiva, le es fastidioso pensar que aquel grupo heredero de los artesanos soñadores de la noche de verano shakespeariana, al dar por concluidas jornadas diarias esclavizantes que empezaban a la salida del sol y acababan con su puesta, sin agua ni luz eléctrica en los hogares que permitieran una parada de higiénico descanso reparador, se dirigían hacia su propio claro del bosque donde el secreto extraordinario del Teatro, esa asamblea cívica en la que se conjuran derrotas y se le da hospitalidad a la esperanza, ponía en marcha la rueda de la libertad.
Me gustaría haberle preguntado a mi abuela —me cuentan que, en su juventud, tenía fama de buena actriz—, de qué memoria afectiva o de los sentidos llegaban gestos no vistos, experiencias inauditas, dicción no escuchada. Supongo que me contestaría, como ha de ser, que de su imaginación y de la lejanía de alguien que se fue y compartió al volver, para que no se perdiera en dicha imaginación, qué había más allá de la frontera del río, la tradición y la montaña. Y entonces aguardaríamos expectantes que se nos ratificase lo que sabemos del Teatro: el valor al margen de modas, censuras y negocios espurios de este hacer, cuya fama y riqueza estriba en abrirle la puerta al misterioso juego que une a los seres humanos en la complicidad ancestral de la Belleza, sin ningún tipo de pudor a la hora de invocarla.
No basta, en absoluto, concluir el asunto hablando de espejo de costumbres y otros reconocimientos o archivos. Ante lo social de incuestionable y excluyente jerarquía, sobreponiéndose al cansancio y a la derrota en lo objetivo, se opta por algo sin rendimiento aparente, sin rédito, algo que cura, que salva y sosiega, que descubre lugares de la conciencia doblegados por los ritmos del hacer sin réplica.
Estas mujeres y estos hombres exhiben la diversidad que habita cada individualidad íntima, encarnan porque dan cuerpo a la ceremonia de los filandones alrededor del fuego, los cantos y la danza rituales en una ronda nocturna para recibir la aurora de una fiesta, o la performática tarea de dividir el año en meses lunares que ejercen de calendario antropocénico. No se entretienen, en tales territorios de la historia no existe ni el término ni la actitud; como no es entretenerse lo que pasa hoy en refugios antiviolencia bélica —incluyamos escuelas clandestinas— donde se recurre a las figuras mitológicas nacidas en el teatro para pedirles consejos en escena, y que protejan y suturen el miedo, el odio o la tristeza.
Estas mujeres y estos hombres sin cronología, espabilan —maravillosa palabra, con genética de iluminación— no solo para integrar en la rigidez del grupo —otra de las creencias banales con las que solucionamos enigmas mucho más complejos—, sino enfrentándose, acaso sin pretenderlo, a dicha inmutabilidad.
Y, en un presente eterno, su estela vuelve a provocar, donde menos se esperaría, actualísimas descargas emocionales a pesar del barullo y la prisa que intentan, con cierto éxito, soslayar que Teatro, Filosofía y Democracia configuran una trinidad unitaria en la que el menosprecio de cualquiera de sus términos merma, hasta la aniquilación, a los otros dos).
Leo —es decir, atiendo y escucho— a Anne Dufourmantelle desde este escenario:
La profecía íntima es perceptible para la voz interior, para el poeta, el delirante, la mano del pintor que traza un poco antes de verla una línea divisoria visible/invisible, ella es lo que marca la aparición. Ahora bien, toda aparición, sin importar cuán espectral, es un don que uno puede rechazar o al que puede uno consentir. Sin importar cuán turbadoras sean sus consecuencias, aquel que viene al encuentro de su propio ser es secretamente un vidente1.
En el Teatro vamos al encuentro de nuestro propio ser, así es desde el principio de la conciencia, desde su despertar; se reitera el viaje en la personalidad incipiente, nos hace darnos, eternamente, la vuelta para ver si encontramos lo extraordinario intuido. Lo extraordinario hace marcas en el suelo del existir, tropezamos con ellas; escribe palabras invisibles en su aparición, que obstaculizan nuestro andar aprendido. Atraviesa y desbarata ese universo cotidiano que sostenía, hasta entonces, la ilusión consoladora o impuesta de que en nuestras cosas hay un orden. Abandonar tal estado es descubrir que nuestras cosas son algunos objetos tangibles —incluyo aquí los seres humanos con los que podemos llegar a convivir, aunque sea tan solo en lo ni siquiera procesado de los cruces fortuitos o las coincidencias—, y muchos más objetos imaginales que afectan y vivifican la hondura recóndita de nuestra biografía y su relato.
SEGUNDO
Y tuve que hacer un largo y doloroso duelo para ir desvinculándome del amor autorreferencial hacia aquellas construcciones de conocimiento erigidas bajo una única voz, con capacidad de apelar a un logos universal que excluía a las mujeres y las enterraba vivas bajo una supuesta universalidad.
Cristina Guirao: Transgresoras. Una historia cultural de las mujeres
Nuestra biografía se entrama en la memoria selectiva por domesticación. Pero la memoria sobrepasa la vida vivida en el inevitablemente breve tiempo que existiremos o en esos lugares limitados que ocuparemos: la pueblan también acontecimientos y protagonistas fundacionales que quizás solo aparecen en nuestras experiencias estéticas o podrían convertirse en su detonante. Nuestra biografía es ensayo, un proceso creativo, un conocimiento sin otro asidero que el hilo que guía hacia la pérdida de certezas. Por mucho que esto desasosiegue a la razón instrumental, obstinada en someter la vida a una metodología controlable, la experiencia que podríamos llamar, por darle ubicación, “de los umbrales” es un destello inapresable que desentierra emociones y pensamientos enterrados sin nombre, y que invita a cuantos presentimientos emancipados contengan nuestro rostro sin máscara: luz sin ocaso en el centro de la eterna noche que crea escenario para su luz en vela, que nos enciende en las tinieblas levantadoras de muros de oscuridad.
(La plaza, por ejemplo, puede no ser más que un cruce de calles que, en el centro, se ensancha un poco. Tal centro exige, sin opción, que haya encuentros amoldándose al trazado. Acabará la acción —el encuentro— dándole una entidad comunitaria que permitirá decir “la plaza” como señal para que un mundo, en su continuidad, comience. Esa plaza es, ahora, escenario teatral: su aparición es progresiva igual que la llegada de las estaciones en las que se definen las labores humanas que las acompañan. Del esperar compartido en el deseo, y de los ritmos en la construcción constitutiva que lo emplazan, brota el compromiso cívico, la experiencia escenificable en la escritura de los cuerpos habitando ese espacio vacío atravesado por un algo que deja marcas interpretables mientras que es observado con conciencia, parafraseando la sentencia bien conocida de Peter Brook.
Las mujeres y los hombres del paréntesis anterior son ayudados, sin obligaciones externas, por otros que no subirán al escenario de la plaza para presentar -la representación, paradójicamente, se queda fuera- “las comedias”; se dice siempre en plural, algo que me hace recordar a Georges Didi-Huberman:
Esta es mi idea de comunidad: lo que existen son pueblos y no “el pueblo”. Por eso hay que ponerlo todo en plural […] El plural permite escapar, desde la perspectiva filosófica, de la identidad. “Identidad” implica que, de lo que sea, solo hay uno. En cambio, tenemos comunidades, pueblos, fraternidades —y no una fraternidad universal, algo que no existe—. Insisto, hay que ponerlo todo en plural2.
Colaborarán con responsabilidad, clavando tablas, arreglando la ropa de comediante o prestando cosas que el escenario eleva a la categoría de fetiche, es decir, de hechizo. También se colabora acompañando con mirada curiosa o con rechazo, si es que el caso se diera. Y será en la intersección de tantas diferencias unidas donde el Teatro ponga al descubierto lo que falta, lo ausente. Inquietante y desestabilizadora anagnórisis cívica, son innecesarios los ejemplos demostrativos de su capacidad de duda crítica y de hacer preguntas prohibidas que se responden solas.
Intérpretes y públicos unidos en la experiencia individual, en el aplauso a la luz de la luna, en el día siguiente que guarda ya un recuerdo. Ese recuerdo es un talismán: estuve allí, sé que esto ocurrió y me ocurrió, ¿cómo no me había dado cuenta antes?, ¿cómo no he querido saber nada de esto antes? Quiero, puedo, es el legado que me dejaron las figuras ausentes y que dejo señalando la ausencia).
Lo obvio no siempre coincide con lo importante. Lo importante determina y va desestimando lo que le quite lugar. En la penumbra, en los claroscuros de la oficialidad importante, transcurre lo imprescindible obstinándose en que nadie deje de ser imprescindible. El Teatro se encarga y se hace cargo de que así sea; lleva haciéndolo sin descanso desde aquel instante, no mensurable, en el que un ser humano levanta cabeza y brazos terrenales al cielo y siente vértigo ante la inmensidad. Se requiere un duelo severo, sin concesiones para atravesar la pérdida de absolutos impuestos, de fantasmagorías vampíricas que confundimos con seres vivos; se requiere una voluntad firme para decir no a la desigualdad, para desasirnos de teorías —es decir, de miradas— complacientes que nos llegaron con páginas simbólicas arrancadas y con ángulos de visión simbólicos cegados.
El Teatro lleva protegiendo páginas y visiones desde sus orígenes, quienes lo temen lo clasifican en la estantería del divertimento o la propaganda. Y ahora es Jules Cashford quien dice en esta plaza, a la luz de la luna:
Partiendo del esquema lunar del mito del héroe, cabe recordar que el viejo modo debe ser sacrificado antes de que pueda surgir el nuevo. Podríamos “sacrificar” nuestra razón manteniéndola temporalmente en suspenso (suspendiendo nuestra incredulidad), de forma que el sentimiento y la imaginación emergieran sin comentarios, sin ser categorizados según maneras de pensar preexistentes. […] Solo el lenguaje poético es lo bastante fluido y flexible para permitir que surjan nuevas ideas en la consciencia, apelando al sentimiento y a la intuición tanto como al pensamiento y a la razón. Esto implica recurrir a una sensibilidad que podría llamarse lunar, puesto que es capaz de descansar en la ambivalencia y sostener los contrarios hasta que a su debido tiempo se presente una resolución3.
Siendo la poesía la lengua materna del Teatro, también el lugar de este es el afuera de la ciudad; la sueña, propicia un orden social de primus inter pares semejante, como nos enseñó María Zambrano, al orden conciliador de la música.
El Teatro -y al nombrarlo no hay la mínima abstracción, la mínima generalización conceptual- nos observa y nos escucha; la dirección no solo es de público a escena, esto no siempre lo remarcamos ni analizamos con la intensidad que significa. Lo han sabido y puesto en práctica comunidades, lejanas en el espacio y en el tiempo, donde lo sagrado pervivía en el afuera de lo canónico, como es el caso excepcional de las beguinas -o beatas, o santas vivas, dependiendo del momento y el territorio- para quienes la actuación teatral comunitaria, con el público de ellas mismas y de la imaginación, era un modo disciplinado y exigente de unión, una práctica en el camino de conocimiento interior, una etapa iniciática en la busca de esa catarsis que permitiera saber además de conocer, limpiando la existencia de adherencias e ídolos del mercado, de la tribu y la caverna. La rama que les corresponde, en el árbol genealógico de la historia no escrita de las mujeres y, con ello, de la historia de un camino de construcción social distinto al oficial impuesto, es una lección de paz.
Esa misma lección poliniza la vida en cuanto “ocurre el Teatro”. Su sabiduría es tanta, su eficacia sin réditos es tan extrema, y su paciente tesón es tanto que trabaja sin pegas ni excusas allá donde se lo convoque.
TERCERO
Las niñas que no van a la escuela no aprenderán a decir “quiero y lo merezco”, nadie va a enseñarles qué debe sentir el alma para poder decirlo. Serán mujeres a las que el dolor se les subirá a la espalda como esas plantas parásitas que acaban secando los manzanos. Serán mujeres que se tapan la boca para que nadie escuche su risa, le tendrán mucho miedo a la alegría. Y bajarán los ojos cuando se posen sobre ellas otros ojos, le tendrán miedo, mucho miedo, a los ojos que miran. Como no tienen más horizonte que sus pies, ni otra propiedad que el silencio cantan canciones que los demás confunden con el zumbido de los insectos. Canciones que se llevarán las mariposas mensajeras en sus alas y las abejas. Canciones que entran en la composición de la miel y de la justicia.
Marifé Santiago-Bolaños: Reflexiones a la orilla del tiempo. Algunos tés imprescindibles
Os presento a aquellas adolescentes que llegan del país global de la desigualdad y la infamia. Algunas no saben una palabra de español o de libertad. Se encuentran en la casa común sin prejuicios que son (que deberían ser siempre) los centros educativos, donde tratarán de salvarlas del estigma de refugiadas o de migrantes. Como ofrenda a la sanguinaria historia sacrificial ahí está su temblor de exiliadas; lo son, están, como dice María Zambrano, para mostrarse a la mirada de los demás incomodándolos. Esa es la única experiencia que conciben.
El Teatro va a convertirse en su casa de la confianza. No había planes, no había estrategia ni pronóstico, sus vidas eran un permanente “esto”, muchas traían grabado en el corazón un rechazo absoluto. Pero descubren que en el Teatro no caben fronteras que clasifiquen la piel geográfica o las lágrimas, y si llegase el llanto o la inquietud el Teatro los convertirá en potencia de dulzura.
Evito confundir la explicación sesgándome hacia lo terapéutico clínico, donde el valor del drama es incuestionable. Otro es, sin embargo, el plano de enfoque que desarrollo en este ensayo, me interesa reforzarlo pues en el espíritu que respira en el hecho teatral, sin excepciones, está el ser transformador y, por tanto, sanar heridas y propiciar caricias que son pensamientos y emociones. Al teatro vamos a ver y a vernos (en las culturas del sol amaneciente, se dice “a oír”), en el sentido más profundo que podamos abarcar con la acción; y lo que vemos más allá de los ojos -y oímos más allá del sonido-, en la sorpresa absoluta, estaba dentro del caparazón de nuestro personaje público. Es como si la experiencia depusiera “nuestros zuecos y nuestros coturnos” sociales y, sin juicios, observara nuestra naturaleza menesterosa y vulnerable. Aquellas -estas, esas- adolescentes cuya máxima petición anímica era que no se las viera ni se las escuchara, se descubren espléndidas yendo al Teatro, admiradas de esa fracción de sus vidas en la que la atención se reconoce rebelde. Suben ellas también a escena, y se muestran a la mirada sin vigilancia, en un diálogo de igual a igual con quienes las miran sabiendo que, en el pacto, están también siendo, filosóficamente, miradas y mirados.
Una de esas adolescentes comprende, de inmediato, qué pasa y qué nos pasa “en el Teatro”. En su territorio biográfico originario, está severamente castigado. Pero entra en el sin temor de la oportunidad dejando en la taquilla, al tiempo que toma entre sus manos la entrada, un pasado avasallador con las mujeres. En la voz que dice en escena escucha su voz, en el movimiento que dibuja mapas de vida en la escena ve su propio viaje, en la complicidad y en la experiencia sin protección ideológica siente que una falacia asfixiante había querido pasar por realidad palpable. En el Teatro asiste a una severísima lección de paz. Lo es porque el Teatro no juzga, lo que es óbice para pensar, sentir y crear en comunidad soñadora un mundo equitativo, justo, respetuoso, cortés, amable. ¿Nos pondremos, definitivamente, alguna vez en camino? Cuando leemos teatro, cuando hacemos teatro, cuando en el sentido más laxo e incluyente “vamos al Teatro” -es un “sitio”, un lugar, un centro irradiador de vida-, se enciende el fuego nunca extinto de la esperanza que no es otra cosa que el aprendizaje de lo imposible.
No cometamos la ingenuidad de creer que nosotras somos personas vacunadas contra la exclusión, la extranjería, el exilio. Las manifestaciones de la violencia y sus secuelas son sutiles. Lo llevamos aprendiendo, en el Teatro, toda nuestra vida.
Se abre el telón: lo extraordinario estaba allí. Cuando se cierra, sabemos que formamos parte de la creación de lo extraordinario, aminorando ese allá donde nunca parece llegar la luz del Sol que nos alumbra…
(En Maragatería, agosto de 2024)
Notas
- DUFOURMANTELLE, Anne: Elogio del riesgo, México, Nocturna Editora/Paradiso Editores, traducción de Simone Hazan, segunda reimpresión en español, noviembre de 2020, p. 181.
- Entrevista a Georges Didi-Huberman, en MASSÓ, Jordi y LESMES, Daniel: “La imaginación teórica de Didi-Huberman”, Revista Minerva, IV época, 42, 2024, Círculo de Bellas Artes, p. 45.
- CASHFORD, Jules: La luna. Símbolo de transformación, Girona, Atalanta, Traducción de Francisco López Martín, 2018, pp. 544-545.