Pocos días antes de que Las Puertas del Drama tuviera la amabilidad de encargarme este artículo, andaba elaborando otro sobre el pensamiento teatral de Guillermo Heras, tristemente fallecido hace algo más de un año. Por ello, resultó inevitable que me viniera a la cabeza uno de los ejes que marcó su pensamiento: la existencia de un “divorcio” o “ruptura” entre el teatro y la sociedad española. “Si existe a lo largo del tiempo un problema realmente grave en relación a la práctica teatral” —advierte en uno de sus textos— “ha sido en esos momentos en que se ha producido una clara ruptura entre teatro y sociedad”1.
Creo que podemos suponer, sin temor a equivocarnos, que la abrumadora mayoría de los ciudadanos españoles que se sienten vinculados de una u otra forma al teatro —desde los profesionales, hasta a los aficionados más asiduos— estarán de acuerdo en que nos encontramos en uno de esos momentos; y, sobre todo, en que no se vislumbra síntoma alguno de que tal “divorcio” (o “ruptura”) se vaya a ver corregido por el desarrollo “natural” de las cosas. Será imprescindible aplicar soluciones de manera activa si se quiere conseguir esa “corrección”.
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Ocioso es decir —o quizá no— que ese divorcio no siempre se ha producido, incluso si miramos sólo las últimas décadas. Conviene advertir a este respecto que, aunque el tema ha suscitado un volumen pasablemente amplio de reflexiones, muchas de ellas muy pertinentes y valiosas, seguramente está aún pendiente la realización un estudio “ad hoc”, en profundidad y con detalle, sobre las relaciones que han mantenido el teatro y la sociedad española desde la transición democrática.
Por supuesto, no hay voluntad alguna de abordar tal empresa aquí, pero quizá no sea inútil recordar algunos hitos producidos desde entonces que demuestran que esas relaciones han conocido situaciones muy dispares.
Mencionemos algunas, aunque sea de manera excesivamente esquemática y sesgada por razones de espacio. Por ejemplo, el teatro concitó una extraordinaria y hasta masiva atención por parte de los ciudadanos españoles en el último periodo del franquismo y durante la transición democrática, y tuvo una notable influencia en el devenir de aquellos acontecimientos. Llegados los primeros años de la democracia, se produjo una “deserción” de buena parte de aquellos espectadores (se dijo entonces que el público teatral se había reducido en un tercio) que se vio progresivamente sustituida en los años siguientes por una nueva hornada de aficionados atraídos poco a poco por la marcada diversificación de la oferta teatral. Además, en este proceso de recuperación tuvo no poca incidencia el reforzamiento del entramado institucional del teatro español mediante la creación o refuerzo de organismos públicos de gestión, así como de centros de producción y exhibición de titularidad asimismo pública. Poco después, este proceso recibió un fuerte impulso en los años 90 como consecuencia del extraordinario proceso de descentralización teatral que fue alentado por el Plan de Recuperación de Espacios Escénicos de Titularidad Pública y diversos planes de construcción de Auditorios Públicos de nueva planta, que permitieron el acceso habitual al teatro de poblaciones que hasta entonces no habían disfrutado de una oferta más o menos estable. Se registró a partir de entonces un progresivo languidecimiento de la situación que quiso ser revertido en los primeros años del presente siglo mediante la elaboración de un Plan Nacional del Teatro por parte de las asociaciones profesionales del sector; un proyecto que finalmente resultó tan largo como infructuoso. Desde entonces, el rasgo más sobresaliente de las relaciones entre el teatro y la sociedad española ha sido un deterioro de la situación en el que han tenido no poca relevancia las gravísimas consecuencias del pandemia del COVID-19 sobre la asistencia a los espectáculos en directo y el casi nulo interés de las instituciones públicas por potenciar las actividades teatrales.
Insistamos en lo ya antes advertido: el párrafo precedente no pretende ser en ningún caso un resumen, siquiera apresurado, de las relaciones que han mantenido el teatro y la sociedad española en las últimas décadas. Seguro que en él faltarán hitos y que algunos de los evocados exigirían matices o correcciones para resultar plenamente válidos.
Sin embargo, sí tiene la vocación de ilustrar tres aspectos relevantes que, a nuestro juicio, han de tenerse en cuenta a la hora de analizar esas relaciones: que estas no siguen una trayectoria regular y constante, sino que, incluso, en el paso de apenas 50 años, pueden registrar avances, retrocesos, discontinuidades y rupturas de notable calado; que estos hitos pueden ser de muy diversa naturaleza: internos o externos al sector, de arriba (iniciativas institucionales) a abajo (diversificación de la oferta) o viceversa…; que tanto el teatro como la sociedad pueden experimentar cambios muy relevantes en ese lapso relativamente corto de tiempo, puesto que ni el teatro de los años 70 o 80 es el mismo que el actual —esto lo saben muy bien quienes están más relacionados con el sector, por lo que resulta ocioso abundar en ello—, ni su público o la sociedad española han permanecido inmutables desde entonces.
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Una forma básica y hasta convencional de evaluar la relación del teatro con la sociedad es acudir a los datos estadísticos. Bien es verdad, como señala un viejo principio, que hay mentiras, putas mentiras y luego están las estadísticas. Y también lo es, en un tono asimismo irónico, pero seguramente más técnico, que las encuestas tienen el grave problema de que en ellas los encuestados tienden a responder exactamente a lo que se les pregunta y no otra cosa; y que “el peligro principal de las encuestas reside en el hecho de que producen cifras, independientemente de cuál sea la pertinencia de las preguntas planteadas”2.
Del primer axioma, extraigamos como mínimo la idea de que las estadísticas, cuando están bien diseñadas y gestionadas, nos dan una señal muy útil e interesante de cómo es tal o cual fenómeno social, pero nunca nos pueden proporcionar —ni lo pretenden sus gestores, si se trata de gente seria— un retrato plenamente completo y objetivo de ese fenómeno. Y, del segundo, que el diseño de los cuestionarios, a pesar de su aparente neutralidad y objetividad, responde siempre a una perspectiva previa de lo que es ese fenómeno, por lo que determinan siempre el retrato, generalmente sesgado para bien o para mal, que ofrecen de él.
Añádase a lo anterior, como ocurre con las escasas estadísticas teatrales que se hacen en España, el efecto perturbador que causa el frecuente hecho de que en ellas algunas preguntas cambian, en mucho o en poco, entre unas “oleadas” y otras, lo que dificulta analizar de manera fiable la evolución de los datos. Porque —y aquí va un tercer axioma— en las estadísticas importa frecuentemente menos la fotografía instantánea que suministran en un momento dado, que la evolución que manifiestan a lo largo del tiempo.
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Imágen de gráfico 1
Hechas las advertencias, por otro lado bien sabidas, veamos algunos datos. De acuerdo con la Encuesta de Hábitos y Prácticas Culturales del Ministerio de Cultura y Deporte, en el año 2022 asistieron al menos una vez al teatro cerca de 3,3 millones de ciudadanos, lo que representa algo más del 8% de la población total del país3
No obstante, esta cifra no puede considerarse plenamente representativa de la asistencia “normal” al teatro, por cuanto que es más que probable que se halle todavía afectada por la fuerte renuencia de buena parte de la población a participar en eventos públicos tras la pandemia del COVID, sobre todo en lugares cerrados4. Según los datos disponibles sobre localidades vendidas en los teatros españoles, estas cayeron un 75% en el año de la pandemia respecto de los ejercicios anteriores, pero han experimentado fuertes crecimientos del 64% y 30% en 2021 y 2022, respectivamente5, por lo que bien podemos suponer que el proceso de “recuperación”, se complete finalmente o no, quizá no haya terminado. De hecho, si este se completara, es decir, si se volviera a la situación previa a la pandemia, la asistencia al menos una vez al año al teatro sería una práctica realizada por cerca de 10 millones de españoles, es decir, casi el 25% de la población, según datos de 20196.
Para los propósitos de este artículo, no iremos más lejos en el análisis de los datos, pero sería poco riguroso no hacer dos advertencias. La primera es que no resulta en absoluto seguro que la progresiva superación social y económica de la pandemia tenga que conducir, de manera “obligatoria y natural”, a una recuperación de los niveles de asistencia previos a ella. Un ejemplo reciente: tras la crisis económica de 2007-2008, la venta de localidades en los teatros españoles cayó en casi 5,5 millones hasta 2013. Y la “normalización” de la situación en los años siguientes sólo permitió “recuperar” cerca de 1,3 millones de localidades vendidas hasta 2019, con una curva de evolución que, además, parecía un “encefalograma plano” desde 2014.
La segunda es que, como han demostrado procesos anteriores de comparable naturaleza, hablar en estos casos de “recuperación” es particularmente inexacto, porque el fenómeno no consiste en que “vuelven” exactamente los mismos espectadores “que se habían ido”. Por diversos factores que no nos extenderemos ahora en enunciar, algunos de ellos no vuelven nunca y se ven “reemplazados” por otros espectadores nuevos que antes no asistían, con el serio riesgo (sobre todo en prácticas culturales no cuentan con un fuerte ni creciente arraigo social) de que el número de los segundos sea significativamente menor que el de los primeros…
Por otro lado, hemos de admitir que asistir a un determinado tipo de espectáculos culturales al menos una vez al año no refleja una fidelidad precisamente ilusionante. De hecho, yendo un poco lejos en la interpretación de los datos, podemos asumir la hipótesis de que en 2019, antes de la pandemia, iban al teatro al menos una vez al trimestre casi 3,9 millones de ciudadanos, mientras que en 2022 lo hacían sólo algo más de 1,6 millones, con una media de frecuencia de 1,9 veces por trimestre en ambos casos (es decir, la mitad de los espectadores totales fue casi ocho veces al año en 2022, en tanto que en 2019 sólo lo hacía era un tercio; esto sugiere que, como parece lógico, se han “perdido” tras la pandemia, sobre todo, los espectadores menos asiduos).
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Aunque son suficientes para los propósitos de este artículo, estos datos han de ser tomados con precaución. La encuesta del Ministerio de Cultura recoge el número de los espectadores que han ido al teatro “en los últimos tres meses” o “en un trimestre”, según rezan los epígrafes de dos tablas que dan las mismas cifras. Pero, aunque la impresión que esto genera es que se trata de las cifras de asistencia “por trimestre”, nada impediría que un ciudadano asistiera sólo una vez al año y que lo hubiera hecho únicamente en el último trimestre, contestando positivamente en ambos casos, puesto que es exactamente lo que se le pregunta.
En otras palabras, habría que ver la pregunta exacta (y saber cómo la interpreta realmente el encuestado) para poder determinar con plena seguridad si los que declaran ir al teatro 1,9 veces “en un trimestre” o “en el último trimestre” quieren decir que hacen lo mismo “todos los trimestres del año”.
Añadamos, además, que las respuestas no son el registro objetivo de un comportamiento (ir al teatro), sino lo que los encuestados afirman o recuerdan de él, lo que muy bien podría ser cierto y exacto, pero también sesgado e inexacto, porque la memoria es flaca.
Por último, digamos que encuestas de años atrás, con cifras totales de audiencia más elevadas, sugerían que los espectadores que iban al teatro lo hacían unas 3 o 4 veces al año. O sea, que si fueran fiables todas las cifras y se pudieran comparar entre sí (lo que es mucho suponer), cabría sostener que el número de espectadores, aunque sigue siendo considerable, va descendiendo primordialmente entre los que acuden a él con menos frecuencia, lo que parece tener su lógica.
Nuevamente, admitamos que no son datos como para entusiasmarse, pero sería inaceptable afirmar que son irrelevantes. A expensas de análisis más detallados (para los cuales, por otro lado, quizá no haya datos suficientes), se puede sostener que, aunque la audiencia del teatro español no haya recuperado los niveles previos a la pandemia, aunque muestra desde hace tiempo una tendencia al estancamiento —si es que no un descenso lento, pero progresivo— y aunque no refleja un nivel de frecuencia en la asistencia particularmente arraigado, se sigue situando en niveles socialmente elevados, pues se hallan sostenidos por varios millones de ciudadanos.
En todo caso, todas esas cifras que llevan la palabra “millones” por apellido —y que seguramente sorprenderán a mucho mortal que sostiene que “al teatro ya no va nadie”, cosa que se lleva diciendo tópica y erróneamente desde hace muchas décadas— nos dicen que la asistencia a los espectáculos es un hábito o comportamiento cultural muy extendido, lo cual es un factor francamente relevante a la hora de evaluar sus relaciones con la sociedad. Pero no es suficiente7.
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Los profesionales y aficionados al teatro —al menos, los que consideran que se trata de una práctica cultural y artística que va y debe ir siempre más allá del mero entretenimiento— aspiran a que la asistencia a sus espectáculos sea bastante más que un hábito social más o menos arraigado. Como lleva repitiendo desde hace años acerca de los medios de comunicación uno de los periodistas y editores más importantes de España, la audiencia sin influencia es estéril y la influencia sin audiencia es impotente8.
Invirtiendo el orden de la frase y aplicándola al arte escénico: un teatro de calidad y comprometido es socialmente impotente si no cuenta apenas con espectadores que lo contemplen; y un teatro que concita la asistencia de muchos espectadores es estéril si no tiene influencia alguna sobre las ideas, actitudes y comportamientos de esos ciudadanos.
Por supuesto, son muy diversas las formas a través de las cuales el teatro —o cualquier otra práctica artística— puede ejercer influencia sobre la sociedad. Simplifiquemos señalando que algunas de las más notorias son la escenificación de conflictos actuales o hasta ese momento “callados”; el tratamiento nuevo de conflictos ya conocidos; el refuerzo o recuerdo de ideas y valores fundamentales; la apertura, cuestionamiento y/o amplificación de los modos de sensibilidad, emoción o placer estético… o, muy frecuentemente, una mezcla de todas esas y otras vías.
No obstante, subrayemos que estas diversas formas de influencia social, compartidas en distintos grados y maneras por todas las prácticas artísticas, se llevan a cabo de forma específica en cada una de ellas; y, sobre todo, que algunas de las especificidades más propias del teatro hacen que este tenga un potencialidad extremadamente elevada de generar impacto social9. Ante todo, porque no sólo es un arte que “stricto sensu” tiene lugar únicamente en vivo, en directo y de manera colectiva, sino porque, además, confronta un mismo tiempo y espacio a seres humanos que acuerdan hacer como si fuera real un fingimiento y asumen que tal acuerdo sobre ese fingimiento tendrá efectos reales: yo sé que ese Arturo Ui que veo sobre la escena es en realidad un actor que finge ser Arturo Ui, y él lo sabe, pero durante dos horas haré como si fuera realmente Arturo Ui; yo sé que ese espectador que me ve sabe que sólo finjo ser Arturo Ui, y sabe que yo lo sé, pero soy consciente de que durante dos horas hará como si yo fuera Arturo Ui; y los dos sabemos que lo que pase en esas dos horas, aunque sea un fingimiento doble, tendrá después efectos reales sobre nuestras ideas, actitudes y comportamientos sociales. Lo sabemos, lo aceptamos y hasta lo deseamos.
El efecto real de este doble fingimiento, basado en la representación viva de hechos ocurridos o imaginados; el hecho de que el proceso de recepción de esa representación se desarrolle siempre de manera colectiva; la capacidad del teatro para adaptarse a la evolución del contexto político o social, o a diferentes públicos (dos representaciones de un mismo espectáculo, en un mismo teatro o en teatros distintos, pueden ser muy diferentes en su desarrollo y consecuencias sin dejar por ello de ser representaciones ese mismo espectáculo)… y, por resumir, eso que con singular acierto ha descrito Alain Badiou como el isomorfismo entre teatro y política10 hacen del primero una práctica teatral con una gran potencialidad de impacto social, muy poco controlable y, por todo ello, peligrosa. ¿Peligrosa sólo para algunos? No, peligrosa para todo poder institucionalizado. De ahí que, como subraya asimismo Badiou, su capacidad de escándalo social y político se haya puesto más que de manifiesto de manera persistente y repetida a lo largo de su historia.11
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Creo que estaremos de acuerdo en que esta elevada capacidad de influencia social del teatro no es manifiesta actualmente entre nosotros, ni de lejos, con la misma intensidad que en épocas no tan lejanas. En todo caso, un análisis que hay que dejar a los historiadores y que excede una vez más el alcance de este artículo podría indicar —señalémoslo al menos como hipótesis fundada— que esa pérdida de influencia no se ha registrado de manera continua, como les gusta pensar a quienes desearían redactar cuanto antes el acta de defunción social del teatro, sino “picos” y “valles”. Lo cual es muy importante, porque sería indicativo de que, igual que estamos ahora en una etapa “valle”, muy bien podríamos alcanzar, en un futuro no muy lejano y bajo las condiciones adecuadas, una etapa “pico”.
No se quiere sugerir con esto que no se esté produciendo en España un teatro socialmente comprometido en estos momentos. Muy al contrario12. Pero sí que, con el debido respeto y admiración, se trata de un teatro acotado en su audiencia a un público básicamente cómplice; focalizado prioritariamente en su temática a los conflictos de tipo identitario propios del pensamiento “woke”; y muy repetidamente orientado, desde el punto de vista estético, hacia formas híbridas o “neo” (teatro postdramático, autoficción, teatro aplicado, etc.).
En todo caso, no cabe minusvalorar la relevancia y necesidad de este teatro con el cansino tópico de que “se dirige a convencidos” en contenido y estilo. Como antes se ha señalado, el refuerzo de mensajes y valores es fundamental para la función social del teatro; y, además, la mera representación/escenificación de esos conflictos, en las adecuadas condiciones artísticas, añade un “plus” esencial de sensibilidad y conocimiento de sus raíces, desarrollos y consecuencias. Sin embargo, parodiando a ciertas corrientes lingüísticas, admitamos al mismo tiempo que, en esas circunstancias, el tema (la información fundamentalmente ya conocida) del discurso teatral se impone largamente sobre el rema (la información nueva)13. Dicho de otro modo, para cualquier proyecto social del teatro español, es esencial mantener e impulsar ese tipo de trabajos teatrales, pero también diversificar y exceder ampliamente sus fronteras en materia de contenidos, estéticas y audiencias.
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Una vieja leyenda urbana asegura que, cuando los ejecutivos estadounidenses fueron a Japón, tras la II Guerra Mundial, para aprender sus muy exitosas teorías de gestión de la calidad con el fin de prevenir fallos y defectos en los procesos industriales, los expertos nipones les espetaron: “el problema básico es que, cuando hay un problema, lo primero que buscan ustedes es el culpable, mientras que lo primero que buscamos nosotros es la solución”.
No es exagerado asegurar que, entre nosotros, los “sospechosos habituales” de culpabilidad en materia teatral son las instituciones públicas. Pero advirtamos también que, en el caso del teatro, la apelación a que la culpa la tiene el empedrado público no sólo es fruto de ese socorrido y ya gastado tópico, sino que tiene una base real: en nuestro sistema teatral, la presencia pública es extraordinariamente relevante en la producción (sea por la vía de las unidades públicas de producción teatral, sea por la vía de las limitadas y cuestionables subvenciones) y aplastantemente mayoritaria en la exhibición (según datos de 2023, más del 70% de los recintos escénicos existentes en España son de titularidad pública, porcentaje que supera el 80% si eliminamos los datos de Madrid y Cataluña14). Por lo que se refiere a los otros dos segmentos del proceso, la distribución —francamente exigua, por decir lo menos— está fundamentalmente en manos privadas; y la generación de públicos, prácticamente en manos de la Divina Providencia.
Así pues, el asunto principal no es que las administraciones públicas sean las espontáneas, pasivas y consabidas “culpables” de la reducida influencia del teatro en la sociedad española, como lo son habitualmente de la lluvia y el granizo, sino que, por su extraordinario peso en la particular estructura actual del sistema teatral español, es imposible pensar en una recuperación de esa influencia si esas mismas administraciones no modifican de manera radical sus criterios de política teatral en materia de funcionamiento de sus unidades de producción, diseño de las ayudas públicas y programación/actividad de los recintos escénicos de los que son propietarias a lo largo y ancho de la geografía española. No es que sean las “culpables”, asunto que podemos dejar gustosamente a los políticos (si es que se produjera el milagro de que a estos les interesara el teatro, sean del signo que sean), sino que son el elemento principal e ineludible de la solución.
Y, en todo caso, aunque resulte poco útil —de acuerdo con los empresarios japoneses— declararlas como “culpables”, puede serlo mucho más apuntar a la responsabilidad que tienen la gestación y mantenimiento del problema.
Por obvias razones de espacio —porque el tema da para mucho—, limitémonos sólo a mencionar varios motivos: hacer una programación exigua, cuestionables o nula de los recintos escénicos de los que son propietarias no sólo constituye un muy censurable (des)uso de los equipamientos públicos, sino que envía a la ciudadanía el claro mensaje de que esos espacios y lo que pueda suceder en ellos no es importante; en alarde de espectacular miopía social y económica, el teatro no ha formado prácticamente parte de ninguno de los programas públicos diseñados para superar las dos últimas grandes crisis económicas; la estulticia de buena parte de los responsables de las políticas públicas les lleva a sostener que las actividades propiamente digitales deben tener no sólo preponderancia respecto de las que no lo son, sino desplazarlas de manera absoluta, como si esos desplazamientos absolutos hubieran ocurrido alguna vez en la historia y/o como si no fuera posible la digitalización, al menos parcial, de cualquier actividad cultural; por añadidura, en la base de esta imposible y absurda pretensión de desplazamiento, está la ignorancia de que toda actividad cultural, y por supuesto el teatro, tiene especificidades de impacto social que son propias y, por tanto, no sustituibles por las demás; y dejemos simplemente sobre la mesa la más inquietante: la sospecha de que, en la trastienda, la relegación que hacen del teatro tiene bastante que ver con el recelo que siempre despierta entre los poderes públicos una actividad artística muy difícilmente controlable.
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En todo caso, conviene subrayar de inmediato que, cuando piove, la culpa no es sólo del porco Governo. Y sumarse de inmediato a las repetidas observaciones que diversos expertos de nuestro teatro —no sólo ellos, pero muy repetida y claramente Juan Antonio Hormigón15 y Guillermo Heras16— han hecho respecto del fenómeno habitual de que el foco puesto en la responsabilidad de las instituciones públicas tiende a dejar en muy segundo plano las de los propios profesionales de nuestro teatro.
Nos remitimos a esas observaciones —de intencionalidad obviamente aurtocrítica— con el objetivo, nuevamente, no de buscar “culpables”, sino soluciones. Porque parte de estas se encuentran en los profesionales del sector; y se hallan más allá de su denodado y meritorio esfuerzo por mantener su actividad teatral contra viento y marea, en el marco de circunstancias particularmente adversas, pues han de llegar hasta el planteamiento de soluciones de alcance sectorial, apoyadas asimismo por sus asociaciones representativas. Y no faltan.
Una de ellas, sin duda la más prometedora y eficaz, sería la elaboración y puesta en práctica de un Plan de Residencias Teatrales.
La Asociación de Directores de Escena de España (ADE), con la colaboración de la Fundación AISGE, ya ha avanzado, elaborado y difundido las bases de esta alternativa17, que se resumen en el principio de “ninguna compañía sin teatro, ningún teatro sin compañía”; y se sustenta en que puede estimarse que en España hay en estos momentos alrededor de 1,5 compañías profesionales activas por cada espacio escénico de propiedad pública18.
Así pues, la residencia teatral surge como alternativa viable y efectiva solucionar una necesidad (dar el uso razonable que requieren estas infraestructuras públicas) y aprovechar una oportunidad (conseguir así una sustancial recuperación de la influencia social del teatro).
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Una última reflexión. Hablamos con excesiva naturalidad del divorcio actual entre teatro y sociedad. Y quizá no terminamos de ser conscientes de que tal enunciado, aun siendo cierto y útil para referirse al problema, contiene una importante contradicción interna.
El teatro es, sobre todo, un arte esencial y eminentemente social y, por tanto, una parte inseparable de la actividad social en sí misma. En tal caso, ¿es posible, imaginable o concebible, al menos conceptualmente, que una sociedad se divorcie de una parte de sí misma? ¿no estaríamos, más bien, ante el proceso irracional de que una sociedad decidiera amputarse una parte esencial de sí misma?
Las especificidades del teatro a las que antes nos hemos referido hacen de él un elemento esencial e insustituible del activo cultural de una sociedad. Si esta se “divorcia” de él, está cometiendo, ante todo, un acto de amputación. Porque ningún sistema social sano puede prescindir o despreciar una práctica cultural que le proporciona una forma insustituible de placer estético, conocimiento y, por tanto, libertad.
Y esto, que es válido para cualquier planteamiento de modelo de sociedad, es aún de mayor aplicación —en razón de esas especificidades— para cualquier pensamiento que se reclame de progresista. En este último caso, no se trata de una amputación, sino lisa y llanamente de un suicidio.
Notas
- Heras, G. (1996). El lugar del teatro en la sociedad del futuro. En ADE Teatro nº 48-49. pág. 51-55.
- Donnat, O. y Octobre, S. (coord.) (2001). Les publics des équipements culturels, méthodes et résultats d’enquêtes : Travaux du séminaire «Pratiques culturelles et publics de la culture 1999-2000». Ministère de la Culture et de la Communication. pág. 50.
- Ministerio de Cultura y Deporte (2022). Encuesta de Hábitos y Prácticas Culturales en España. https://www.cultura.gob.es/dam/jcr:0c54d7c3-abe2-43ae-9f9d-0fe17dd225d2/encuesta-de-habitos-y-practicas-culturales-2021-2022.pdf.
- De acuerdo con los resultados de una encuesta incluidos en un informe del European Grouping of Societies of Authors and Composers (GESAC) encargado a la consultora EY, el 21% de los ciudadanos europeos declaraba en 2021 que tardarían años en volver a sentirse cómodos respecto de la posibilidad de asistir a espectáculos públicos; y un 6% respondía que jamás volvería a ellos (EY (2021). Rebuilding Europe. The cultural and creative economy before and after the COVID-19 crisis. EY).
- Fundación SGAE (2023). Anuario SGAE de las Artes Escénicas, Musicales y Audiovisuales 2023. https://anuariossgae.com/anuario2023/frames.html
- Ministerio de Cultura y Deporte (2019). Encuesta de Hábitos y Prácticas Culturales en España. https://www.cultura.gob.es/dam/jcr:fe7a20bc-a18d-4d1c-9376-77dc684b5dd8/encuesta-de-habitos-y-practicas-culturales-2018-2019.pdf
- Aunque sí para apuntalar, junto con otros factores tanto o seguramente más importantes, la necesidad y obligación de su consideración y gestión institucional como servicio público. Ver, por ejemplo, Fernández Torres, A. (2015). El teatro como servicio público ¿Consideración, aceptación o reconocimiento?. En Las Puertas del Drama. nº 45.
- Redacción (2016). Pedro J. Ramírez: «El objetivo de ‘El Español’ de entrar en rentabilidad está al alcance de la mano». En El Mundo.
- Ver, por ejemplo, Hormigón, J. A. (2007). Fundamento y sentido de una política teatral. En ADE Teatro. nº 118. Pág. 56-64; o Comisión de Estudio de las Asociaciones Profesionales del Sector Teatral (2007). Plan General del Teatro. Gescénic. pág. 17-20.
- Badiou, A. (2016). Rapsodia para el teatro. Adriana Hidalgo Editora.
- Sobran ejemplos y referencias, pero se puede consultar Blackadder, N. (2003) Performing Opposition. Modern Theater and the Scandalized Audience. Bloomsbury Publishing. O recordar, así a vuelapluma, el encarcelamiento de Aristófanes por Cleón tras un estreno en las fiestas Dionisíacas; o los insultos de Plauto ante el desfile mortuorio de un emperador romano; o el escándalo de la Iglesia medieval ante los sermones jocosos interpretados por clérigos; o la visita de Molière a un campo de batalla para rogar a Luis XIV la autorización de El tartufo; o la prohibición en el Siglo de Oro español a que actuasen en las ciudades las compañías sin título; o la clausura de todos los teatros durante el periodo puritano en Inglaterra; o, en clave más española, las manifestaciones por la Electra de Galdós, las prohibiciones de El retablo del flautista de Jordi Teixidor por Tábano o del Marat/Sade de Peter Weiss dirigido por Adolfo Marsillach, el rasgado político de vestiduras por Alejandro y Ana: lo que España no pudo ver del banquete de la boda de la hija del presidente de Juan Mayorga y Juan Cavestany por Animalario…
- Ver, por ejemplo, Martínez Valderas, J; Saura-Clares: Luque, Diana I. (2023). Teatro y artes escénicas en el ámbito hispánico. Siglo XXI. Cátedra. O, más recientemente, en formato de reportaje, Vidales, R. (2024). Anatomía del teatro en español: la inmensidad de una lengua cabe en un escenario. En El País.
- Grijelmo, A. (2014). La información del silencio. Penguin Random House. pág. 201-212.
- Ministerio de Cultura (2024). Bases de Datos de los Recursos de las Artes Escénicas. estadisticas.mecd.gob.es
- Ver, por ejemplo, Hormigón. J. A. (1984). Luces y sombras del presente teatral. En El Público. nº 6. pág. 3-5.
- Ver, por ejemplo, Heras. G. (2005). ¿Ciudadanos o consumidores?. En Las Puertas del Drama. nº 23. pág. 4-8.
- Asociación de Directores de Escena de España (2022). Por la residencia teatral. ADE.
- Fernández Torres, A. (2021). Residencia teatral: una reflexión desde la perspectiva económica. En ADE Teatro. nº 186.