El teatro no ha muerto…
A finales del siglo XX se puso de moda hablar de la muerte del teatro. Se suponía que el teatro era un arte caduco, incapaz de competir con la potente máquina del cine y con la omnipresente televisión. Se vislumbraban además algunas nuevas tecnologías que desbancarían en breve todas las antiguas formas de comunicación. El teatro era el último resto de una forma de arte basada en el cuerpo y la palabra, en la inmediatez y la presencialidad. Todo lo que ya no valía en ese fin de siglo. Y eso que no habían llegado todavía los smartphones.
En consecuencia, el teatro comenzó a desaparecer de la prensa escrita. De la televisión había desaparecido hacía tiempo. Si en tiempos no tan lejanos los cómicos, tras el estreno de una obra, trasnochaban para leer de madrugada las críticas en los periódicos de la mañana, en los años 90 tenían que esperar quince días para que apareciera –si es que aparecía– una crítica en algún periódico. O peor aún, para que apareciera una crítica de Haro Tecglen.
Cerraban teatros “de toda la vida”, el estado subvencionaba obras rarísimas y los actores no sabían hablar. Todo hacía presagiar el próximo cataclismo, que unos veían inminente y otros le daban algún tiempo todavía.
… que estaba tomando cañas
Pero ya llevamos casi un cuarto del siglo XXI y el teatro no ha muerto. Lo que está a pique de morir es el cine, o al menos la forma de exhibir películas y la manera en que el público recibe ese producto cultural. Por no hablar de la televisión, que ha multiplicado hasta el infinito su oferta para que no la vea nadie, o que la vean solamente los nostálgicos de otros tiempos y los muy maduros. En cambio, el teatro vuelve a dar signos de una vitalidad que parecía perdida para siempre. ¿Qué ha pasado con el teatro?
Un teatro con buena salud
El hecho es que cualquier espectador sin prejuicios puede comprobar que el hoy en día teatro español goza de buena salud. La oferta es extraordinariamente variada: desde el teatro más tradicional hasta la más rabiosa vanguardia, desde el teatro infantil hasta los musicales. Si algo ha cambiado, es la impronta de calidad que suelen tener muchos –si no todos– los espectáculos en la actualidad. Aunque todavía es posible ver obras con escenografía temblorosa que está a pique de caerse cuando se abre una puerta, la mayor parte de los espectáculos que hoy pueden verse tienen una excelente factura, tanto en la interpretación como en la escenografía, la dirección o el diseño de iluminación.
Si algo puede distinguir al teatro actual del de décadas anteriores es la profusión de obras de pequeño formato: son muchas las que se acogen al recurso del monólogo, o cuando más a los dos actores. El teatro se ha hecho una actividad muy cara, y es necesario optimizar gastos, ya que un solo actor en escena lleva detrás una buena cantidad de técnicos, de gestores, de administrativos… Solamente los grandes teatros públicos y algunas compañías heroicas pueden permitirse elencos de más de tres o cuatro actores.
Porque una parte importante de la actividad teatral se debe en la actualidad al teatro público. Da vértigo pensar que no hace tanto tiempo, en 1975, no había en Madrid ningún teatro público –el Español se había incendiado–, y en toda España se podían contar con los dedos de una mano (y aún sobraban dedos). Hoy en día, desaparecidos muchos de los antiguos teatros construidos en numerosas localidades a principios del siglo XX, han vuelto a construirse teatros y auditorios en todas las poblaciones de mediana importancia, pero en esta ocasión son siempre teatros municipales o autonómicos. Y no se trata de locales pequeños, sino de grandes coliseos capaces de albergar a todas las gentes del lugar y de la comarca. ¿Qué falta en todos estos teatros? Pues simplemente una buena programación, pero eso es otro tema.
Madrid y Barcelona siguen siendo los dos centros de producción y difusión del teatro. En Madrid, el hecho de que convivan los principales teatros del Estado, dependientes del INAEM, con los de la Comunidad, el Ayuntamiento, los de iniciativa privada y las salas alternativas, convierte a la capital en el principal centro teatral español. Pero la vitalidad y la tradición del teatro catalán, donde se dan las iniciativas privadas junto a una fuerte inversión pública, hacen de Barcelona una plaza de no menor importancia que Madrid. Sin embargo, junto a Madrid y Barcelona, hay una potente oferta en comunidades como Euskadi y Galicia, que se pueden comparar en cantidad y calidad con las de estas plazas.
Uno de los aspectos más destacados de esta institucionalización del teatro es la profusión de festivales. Tímidamente comenzaron a organizarse a finales del siglo XX, a partir del pionero Festival de Teatro Clásico de Almagro, pero poco a poco han ido aumentando y hoy en día son un rasgo esencial de la difusión teatral en España. Clásicos y modernos, de ámbito internacional o local, los festivales han permitido ampliar la oferta teatral a lugares donde no llegaba el teatro. Gracias a ellos se han podido ver en España autores y directores que han marcado la deriva del teatro en las últimas décadas.
Y ya que hablamos del Festival de Almagro, es necesario hablar de los clásicos. Nunca se han visto tanto las obras de los clásicos del Siglo de Oro como en nuestro tiempo. La simple existencia de la CNTC es una garantía de que ese inmenso tesoro de nuestra lengua no se quede en las páginas de los libros. Pero, dejando al margen la Compañía, algunos montajes de los clásicos realizados por compañías privadas se cuentan entre lo mejor que ha podido ver un espectador español del siglo XXI.
La importancia del teatro público no ha hecho desaparecer el teatro privado, sino que este ha buscado nuevas formas de explotación que hasta ahora habían permanecido casi inéditas. La más importante es la del musical angloamericano, que se ha impuesto con fuerza en las carteleras de Madrid y Barcelona. Aunque su aparición y desarrollo pertenecen al terreno del negocio más que al del arte teatral –en su inmensa mayoría se trata de “teatro de franquicia”, es decir, la copia exacta del espectáculo estrenado en Broadway o en el West End– no se puede olvidar que a este género comercial pertenecen los espectáculos más vistos en toda la historia del teatro español. Sin embargo, este género no acaba de calar en la creación teatral española, que tiene, no obstante, una gloriosa tradición de teatro musical propio.
La internacionalización, que es uno de los factores que explica la introducción del musical, es uno de los caracteres más notables del teatro del siglo XXI. No se trata solamente de que resulta habitual ver en España espectáculos de los más destacados creadores europeos o americanos, sino de que producciones españolas viajan fuera de nuestras fronteras, alguno de nuestros autores ve constantemente sus obras traducidas y estrenadas fuera de España e incluso algunos trabajan preferentemente en otros países. La relación con Latinoamérica ha sido en este ámbito especialmente fecunda: son muchos los creadores latinoamericanos –sobre todo argentinos– que se han instalado en España y trabajan normalmente en ella.
Con todos estos condicionantes, y a pesar de que el teatro ha dejado de ser el espectáculo de masas que fue a finales del siglo XIX y comienzos del XX, antes de que fuera desplazado de ese lugar por el cinematógrafo y el sport, se puede afirmar que estamos en una época de florecimiento de la actividad teatral, un momento en que el espectador puede disfrutar de una oferta rica, variada y de gran calidad. ¿Estamos ante una de las épocas más gloriosas del teatro español? Como diría Zhou Enlai, es muy pronto para decirlo, pero a nuestro juicio –quizás no muy objetivo, como espectadores del teatro madrileño y relacionados con el mundo teatral– el teatro actual no es peor que el de otras épocas que tienen gran predicamento.
Dramaturgia española en el siglo XXI
Una parte importante del mérito la tiene el buen momento de la dramaturgia actual. En la escena española coinciden al menos tres generaciones de autores que se superponen sin grandes rupturas, sin asesinato del padre ni aplastamiento de las nuevas promociones. Siguen escribiendo y estrenando los autores de la generación de la Transición, los del cambio de siglo y los nuevos dramaturgos. Esto contribuye a la variedad de que hablábamos más arriba. Pero hay algunos elementos comunes que caracterizan a este nuevo teatro. Veamos algunos:
La narratividad
Desde Bertolt Brecht la forma dramática ha perdido su exclusividad en la dramaturgia contemporánea. Hoy en día resulta casi imposible ver una obra en donde no se incorporen técnicas narrativas, desde el monólogo dirigido al público por un actor que ha dejado su personaje para asumir su auténtica función hasta las acotaciones convertidas en parte del texto dialogado. Esto ha permitido que se representen novelas que, hasta el momento, por su complejidad y por sus técnicas, no llegaban a los escenarios. ¿Narraturgia? Es una palabra difícil, pero que quizás refleje mejor que otras esta tendencia de la dramaturgia contemporánea.
Teatro y filosofía
Uno de los seis elementos que Aristóteles asignaba a la tragedia era el pensamiento. Pero el mismo filósofo aclaraba que el elemento fundamental de la tragedia era la acción. Y, de hecho, el teatro español no ha dado grandes obras de pensamiento en toda su larga trayectoria. Ha faltado un Sartre, un Camus o un Bernard Shaw que planteasen en sus obras agudos problemas morales o filosóficos. En todo caso, Calderón en sus mejores momentos. O Unamuno. Pero este, que era un pensador notable, no tuvo suerte en el teatro. Sin embargo, hoy en día se puede asistir al teatro con la noble intención de pensar. Obras que nos obligan a un esfuerzo intelectual a la vez que nos cuentan historias y nos hacen dudar de lo que considerábamos evidente. Y no son obras ni autores minoritarios. Sus estrenos son siempre noticia, los patios de butacas se llenan con mucha antelación y en las taquillas se pone el siempre añorado cartel de “No hay localidades”.
El cuerpo
Pero la dramaturgia actual no se ha hecho exclusivamente intelectual: si se valora el pensamiento, no ha dejado de tenerse en cuenta que tanto el pensamiento como la acción se transmiten a través del actor. Y a veces, solamente a través del cuerpo del actor. El teatro gestual, la danza contemporánea, el teatro-danza y otras disciplinas que viven en los límites nos han acostumbrado a valorar el movimiento, la pura acción corporal como una forma especial de dramaturgia. Y esto se ha transmitido al teatro de texto, no suplantándolo, sino enriqueciéndolo. El cuerpo, a menudo el cuerpo desnudo del actor y la actriz, se ha convertido casi en una de las marcas de la dramaturgia contemporánea.
El compromiso
Ya han pasado los tiempos en que todas las obras teatrales tenían que tener “mensaje”, y este mensaje debía estar marcado por el compromiso con la libertad, la clase obrera o los pueblos oprimidos por el imperialismo americano. Pero eso no quiere decir que el compromiso social y político haya desaparecido de la escena española. Aunque ya no es la tendencia dominante, nunca ha dejado de haber obras que denuncien la injusticia y la corrupción, a lo que ha venido a sumarse la reivindicación de la memoria histórica.
Una de las formas que ha adquirido el teatro del compromiso es una corriente ya antigua, pero que no había tenido demasiado desarrollo en nuestro país, el teatro-documento. La traslación a la escena de interrogatorios judiciales, de desastres medioambientales, o de casos de agresión sexual, ha dado alguno de los mayores éxitos al teatro español de las últimas décadas. Porque a la vieja corriente militante se ha venido a sumar la irrupción de obras en que se representa una de las mayores lacras de la sociedad española –quizás de toda la sociedad global–, la opresión que sufre la mitad del género humano, las mujeres, a manos de la otra mitad. El feminismo de todo tipo ha irrumpido con fuerza en el teatro, y no solamente a causa de las nuevas escritoras, sino como expresión de una conciencia social ampliamente extendida.
La dramaturgia femenina
El teatro ha sido, a lo largo de toda su historia, un asunto de hombres. No podemos olvidar que las grandes protagonistas del teatro griego, Antígona, Electra, Medea…, estaban a cargo de varones, o que Julieta y Lady Macbeth son papeles escritos para que los llevara a escena un niño al que todavía no le negreara el bigote. Hasta nuestros días se han mantenido tradiciones teatrales en Japón, China e India, por las que los papeles femeninos deben ser representados por hombres especializados en ellos. A partir del Renacimiento, gracias a las actrices italianas, las mujeres empezaron a hacer papeles femeninos, pero la escritura dramática, sin estarles prohibida, seguía siendo un terreno casi vedado. Y lo siguió siendo durante mucho tiempo. Todavía a principios del siglo XX una gran escritora, como María de la O Lejárraga, tenía que ocultarse bajo el nombre de su marido, Gregorio Martínez Sierra.
Pues bien, una de las mayores novedades que ha aportado el siglo XXI ha sido el de la incorporación de las mujeres a todos los aspectos de la vida teatral. Son muy numerosas las directoras, las gestoras e incluso las dedicadas a los oficios técnicos. Y, por supuesto, las escritoras. Esta ampliación del elenco femenino del campo dramatúrgico ha supuesto además la ruptura de ciertos tópicos aplicados a la obra escrita por mujeres. Si las obras de autoras del siglo XIX y XX destacaban por su sensibilidad exquisita, por su instinto maternal, por su limitación al ámbito doméstico, las escritoras actuales han colonizados todos los temas, todos los campos de la dramaturgia, desde la vanguardia más radical hasta el teatro-documento. Y todo con un nivel de calidad altísimo.
La metateatralidad
Pero si algo define la actual dramaturgia española es la autorreferencia. No se trata solamente de la autoficción, que ha tenido un cierto desarrollo en los últimos años y que puede que se mantenga aún un cierto tiempo, sino la constante referencia al propio teatro. Obras que tratan del mundo del teatro, de la precariedad, de la desaparición de antiguas pautas tenidas por inmutables, de la profesión teatral… Junto con obras que reescriben obras anteriores con plena conciencia de su teatralidad de segundo nivel. El teatro convertido en su propio referente.
Dos consideraciones finales
Quien ve mucho teatro tiene ocasión de presenciar muy buenos espectáculos, pero también tiene que soportar obras mediocres o tragarse auténticos bodrios. Hemos preferido hablar de los primeros y relegar al olvido los otros.
El agudo lector se habrá dado cuenta de que en todo este artículo no hemos citado ni un solo nombre de los dramaturgos españoles actuales. No es ninguna casualidad.