A lo largo de la historia de la literatura dramática, muchas veces ha surgido el conflicto entre la libertad creativa del dramaturgo y la voluntad de las autoridades de ponerle coto a esa libertad. Desde las penas de cárcel o de destierro sufridas por los autores del XVIII en diversos países de Europa hasta los tribal esunales de censores de las dictaduras del siglo XX, desde la vigilancia de la Inquisición hacia las posibles tendencias heréticas encerradas en los textos hasta la actual batalla ideológico-cultural sostenida por determinados partidos políticos, la creatividad artística y literaria puesta en escena siempre ha estado bajo escrutinio de un modo o de otro y, a menudo, no solo escrutinio sino presión y coacción.
Igual que son múltiples y variados los ejemplos que podrían plantearse a lo largo de la historia, tampoco son escasos los ejemplos recientes que se pueden aducir. Esta presión contra la libertad de expresión en el ámbito teatral parece darse, si no como una constante histórica, al menos como una tendencia reiterada, por lo que se muestra como algo que requiere, además de denuncia pública, análisis y atención conceptual. ¿Por qué la libertad del creador dramatúrgico o escénico vuelve una y otra vez a ser cuestionada? ¿Qué hace que la libertad de palabra de los personajes en escena sea tan a menudo objeto de censura? ¿Por qué parece que el teatro en concreto recibe más atención de quienes quieren recortar la libertad de expresión que otras formas de literatura y de arte?
Para tratar este tema haría falta una extensión mucho más amplia de la que me va a permitir este artículo, pero, quizá, un buen punto de partida introductorio a la cuestión sería empezar por tratar de clarificar qué entendemos con exactitud cuando hablamos de “libertad de expresión” y de qué manera recae esa noción sobre el hecho teatral.
Sostiene Isaiah Berlin que la teoría política se juega en el terreno de las preguntas que dividen moralmente a la humanidad.1 Aquellas en las que nos situamos en posiciones antagónicas. Y una de las principales preguntas de esa clase depende de la relación entre coacción y libertad. La cuestión de la obediencia, de a quién se debe obedecer y por qué, de la legitimidad de la desobediencia como reacción ante la opresión o el autoritarismo, ha generado a lo largo de la historia respuestas tan profundamente antagónicas que la diversidad de actitudes respecto al tema refleja la existencia de puntos de vista y de pensamiento radicalmente contrapuestos. Nuestra concepción de la libertad tendrá que emanar en gran medida de la toma de posición que adoptemos respecto de esa pregunta. ¿Hemos de obedecer a la autoridad? ¿O por el contrario estamos legitimados para desobedecer? Y si es así, ¿en qué circunstancias? ¿Y cuáles serán las consecuencias que deberemos asumir, según nuestra respuesta a esta cuestión?
De entre los aspectos en los que ese antagonismo entre coacción y libertad se manifiesta en nuestras sociedades, tiene una importancia especialmente destacada para que consideremos una sociedad como libre el modo en que dicho antagonismo se encarna en un concreto terreno que es la libertad de palabra. Este terreno, que abarca tanto lo que se dice como lo que se escribe, (y sobre todo tiene que ver con la libertad para expresar lo que se piensa), ha sido uno de los más importantes campos de batalla en los que se ha disputado la configuración de las sociedades modernas y contemporáneas. Y parte de esa batalla se ha jugado en la expresión de ideas en la calle, en los cafés, en los mercados, en las plazas o en cualquier otro espacio cotidiano de los que componen la ciudad. Otra parte se ha jugado en la asamblea política, en el ejercicio directo de la palabra en el espacio de la deliberación y de la decisión, o en el espacio anexo que supone el texto de teoría política, el tratado filosófico sobre la naturaleza de lo político o el manifiesto político militante. Pero aún hay otra parte más, y de importancia no menor a las anteriores, que se ha jugado en el terreno de la expresión artística, literaria y poética, terreno desde siempre dado a la crítica social y política. Y esta parte ha incluido también como uno de sus lugares naturales los escenarios, probablemente desde el momento mismo del nacimiento del teatro como fenómeno cultural.
Las relaciones entre el ámbito teatral y la libertad de expresión de ideas, entre la representación dramática y el pensamiento crítico, han sido tan profundas y complejas que no puede entenderse adecuadamente uno de ambos aspectos sin acabar aludiendo con detalle al otro. El teatro ha tenido carácter de crítica social al menos desde la tragedia y la comedia griegas. Y ha sido un espacio privilegiado para la difusión de esa visión crítica de lo social porque se trata de un terreno público, en el sentido de su capacidad para transmitirse públicamente al conjunto de la comunidad, y que al tiempo no está constreñido por la normativización de lo público del mismo modo en que lo está una calle o una asamblea. De hecho, en la escena un dramaturgo puede situar como parte de su ficción dramática cualquiera de los hechos sociales que no pueden tener cabida en una calle o en una asamblea, y por ello puede convertirlos en objeto de reflexión con menos limitaciones que las que se pueden encontrar en otro tipo de espacios. Y para hacerlo solo necesita libertad creativa, es decir, una proyección sobre su actividad literaria del derecho a la libertad de expresión. El teatro es, así, una herramienta insustituible para el debate social siempre que en su puesta en ejercicio se mantenga –por la ausencia de censura o por la capacidad para sortearla– la libertad de palabra.
A nivel social, uno de los mayores problemas que implica esta libertad de palabra es que tendemos a darla por sobreentendida. Basta que las coerciones contra ella no sean manifiestas para que las ignoremos. Basta que no haya, a nivel institucional, un comité de censura oficial para que nos creamos que los censores son cosa del pasado. Basta que no veamos entrar fuerzas de represión armadas en los teatros con la intención de detener las representaciones para que pensemos que las puestas en escena incómodas para las autoridades no están siendo impedidas. Pero el carácter punitivo de la coerción contra la libertad creativa hace tiempo que no actúa en el nivel de lo manifiesto. Al contrario: con el paso de los siglos ha alcanzado cotas de sutileza tan perfeccionadas que cada vez requiere mayor esfuerzo por nuestra parte para su desenmascaramiento. Por eso, una mirada crítica sobre el proceso de generación de la idea misma de la “libertad de expresión” es vital para que dicha libertad pueda aspirar a mantenerse intacta.
Si nos preguntamos de dónde procede nuestra libertad de expresión contemporánea y, para contestar, nos limitamos a remontarnos a la primera ley moderna en la que fue aprobada como tal, nuestra respuesta será parcial, incompleta y muy poco clarificadora. Para que la primera ley de defensa de la libertad de expresión fuese aprobada tuvo que darse antes un nacimiento de la conciencia de ese derecho a la expresión. Y para que ese concepto fuese defendido con tanto empeño por una comunidad como para que terminase por encarnarse en una ley, la clara consciencia de su importancia, de su papel clave en la construcción de una sociedad de carácter abierto, tuvo que ir incrementándose de manera paulatina a lo largo de un periodo muy amplio. Su origen conceptual, por tanto, se remonta mucho más allá de las meras raíces inmediatas de nuestra sociedad moderna y posmoderna.
Quizá un buen punto de partida para el análisis –uno entre muchos posibles– sea atender al papel del decir público en la construcción social de la política democrática en la Grecia antigua. Contemporáneamente concebimos nuestra manera de ser seres dotados de libertad como algo vinculado con nuestra forma de organizar nuestra convivencia social. Somos libres, nos decimos, porque vivimos en una sociedad libre. Y de algún modo tendemos a pensar en esa sociedad como algo libre por la manera en que en ella se gestiona nuestro vínculo con la toma de decisiones. Esta concepción de la libertad política la hemos heredado en gran medida de la cultura griega. En especial de ese sistema político griego que fue denominado “democracia” y que solemos considerar el antepasado de nuestra propia democracia actual. Este modo de entender la libertad política se muestra, por tanto, deudor de la concepción griega de la libertad, tal y como sostiene Thomas A. Szlezák.2 No es casual, de este modo, que empleemos para denominar este actual sistema de gobierno la misma palabra que emplearon los antiguos griegos para hablar de una de sus formas de organización política. “Democracia”, es decir, “el poder del pueblo”. Un nombre algo grandilocuente que no termina de hacer justicia ni a aquel sistema de gobierno antiguo ni a este contemporáneo en el que nos encuadramos hoy, pero que de algún modo mantiene su capacidad expresiva intacta para representar cierta aspiración utópica a la equidad. Para los griegos, como es sabido, el nombre de un sistema de gobierno dependía, principalmente, de cuánta parte de la base social (casi habría que decir “poblacional”) estaba involucrada en la toma de decisiones de la comunidad. Si esas decisiones dependían de una única voluntad puesta en ejercicio, habría que hablar de una monarquía o una tiranía. Si era un grupo reducido el que tomaba las decisiones, entonces se trataba de una aristocracia o una oligarquía. Y si, por el contrario, la toma de decisiones involucraba a una gran parte de los integrantes de la ciudad, entonces era una democracia. El pueblo, el démos, era el que ostentaba el poder, por mucho que nunca se tratase de la totalidad del pueblo. Y por esta forma de concepción de la base poblacional involucrada en la deliberación pública práctica es por lo que nosotros hoy reclamamos para nuestra propia dinámica política el mismo nombre.
En realidad, la democracia ateniense, o cualquiera de las otras democracias que brevemente existieron en la Grecia antigua, poco o nada tenían que ver con las actuales democracias parlamentarias. Aquellas democracias suponían una participación directa y constante del ciudadano en la política de la ciudad, mientras que las nuestras presuponen, más bien, una delegación de esa participación. Pero algunos elementos comunes sí que podemos encontrar entre ambas, y uno de los más destacados es la relación que ambas presuponen con cierta forma de libertad en el decir, sin la cual no pueden llevarse a cabo.
Cuando Szlezák, a propósito de la relación entre la concepción contemporánea de la democracia y la concepción antigua, (y de la necesaria presencia en ambas de una libertad en el decir), se pregunta si podemos considerar que la democracia actual es algo que debemos a la cultura griega, su respuesta es más bien un “no”.3 La palabra “democracia” es, para él, equívoca. El surgimiento de las estructuras democráticas y predemocráticas en la modernidad no fue un renacimiento programático de las estructuras de gobierno atenienses. Las diferencias entre ambos sistemas políticos son tales que no podemos apenas considerarlos emparentados. Nuestra deuda con la democracia griega es, por tanto, más de concepto que de programa.
De hecho, si atendemos a la reflexión sobre la relación entre ambos mundos políticos, el antiguo y el moderno, que realizaron los pensadores de la modernidad, vamos a encontrar con más frecuencia planteamientos tendentes a clarificar sus diferencias que sus proximidades. Un muy buen ejemplo lo supone el texto La libertad de los antiguos frente a la libertad de los modernos de Benjamin Constant. Este texto de Constant procede de una conferencia que pronunció el 20 de febrero de 1819 en el Ateneo de París. Su objetivo era valorar el aporte a la libertad personal que habría supuesto la aparición del gobierno representativo. Y, para poder realizar esa valoración, Constant se embarca en la tarea de comparar lo que él llama “la libertad de los antiguos” con “la libertad de los modernos”. Este análisis ha tenido una repercusión enorme tanto en el ámbito político-social como en el filosófico o incluso en el económico. Y en el curso de su exposición, Constant separa la “libertad política” o “colectiva” de la “libertad individual”, aventurando, además, la tesis de que la libertad política es la que corresponde a la época antigua y la libertad individual la que corresponde a la época moderna. Es decir, que la libertad política es la que defendería un griego antiguo o un ciudadano de la república romana cuando reclamase estar defendiendo la libertad, mientras que si lleva a cabo la misma reclamación de ser un “defensor de libertades” un europeo o americano moderno (esto es, un integrante de las sociedades actuales que Constant considera directamente emparentadas con la Ilustración), a lo que está aludiendo es a la defensa de la libertad individual. Ambas formas de libertad, además, se opondrían mutuamente, por lo que afirmar la libertad política implicaría negar la individual y viceversa. La defensa de una pone coto a la otra, y la de la otra establece barreras para la una. Esta manera de concebir la relación entre ambas formas de libertad será una de las bases políticas del “liberalismo”, asentado en gran medida en la manera en la que Constant define la libertad moderna.
No es mi intención tratar aquí uno de los más graves problemas que esta tesis de Constant tiene, a mi modo de ver, que es el flagrante anacronismo que comete cada vez que atribuye a las sociedades antiguas la negación del espacio de libertad del individuo (espacio que aquellas sociedades no podían negar porque la noción moderna del individuo aún no se había formulado y era, por tanto, imposible de concebir por entonces, aunque fuera para negarla). Por lo que me interesa atender al testimonio de Constant en el curso de esta reflexión es por lo que supone respecto de las formas de la libertad vinculadas de un modo u otro con la palabra y el lenguaje, con el decir y la expresión.
Constant sostiene en esta obra una noción compleja de libertad individual, llena de rasgos diferenciados e independientes entre sí que ofrecen una panorámica de lo que se entiende en su tiempo por “ser libre”.
Se trata del derecho de cada uno a no estar sometido sino a las leyes, a no poder ser detenido, ni encerrado, ni ejecutado, ni maltratado en modo alguno, por efecto de la voluntad arbitraria de uno o varios individuos. Es el derecho de cada uno de expresar su opinión, de escoger su empresa y llevarla a cabo; de disponer de su propiedad, de abusar de ella incluso; de ir y venir, sin necesidad de obtener permiso ni dar cuenta de sus motivos o sus gestiones. Es para cada uno el derecho de reunirse con otros individuos, ya sea para debatir sobre sus propios intereses, para profesar el culto que sus asociados y él previeran o simplemente para ocupar sus días o sus horas del modo que más se ajuste a sus inclinaciones, a sus caprichos. Por último, es el derecho de cada uno a influir en la administración de gobierno, ya sea mediante el nombramiento de todos o de algunos funcionarios, o mediante representantes, peticiones y demandas que la autoridad está más o menos obligada a tomar en consideración.4
Como puede apreciarse, el texto de Constant contempla muchos elementos netamente distintos e independientes entre sí como parte de esa noción de libertad. Poco o nada tiene que ver la libre elección de empresa con la ausencia de arbitrariedad en las leyes, o la libertad de propiedad privada con la de participar en la elección de los representantes políticos. Cada uno de estos aspectos de la libertad puede darse por separado o coincidir en un mismo sistema de gobierno. Pero hay algunos de ellos que parecen relacionarse entre sí más íntimamente. El derecho de cada uno a expresar su opinión, que aparece mencionado al principio, parece necesario para que pueda darse, también, el derecho a formular demandas y peticiones de orden político, que aparece al final. Dicho de otra forma, no se puede concebir derecho de reclamación sin libertad de expresión. Y lo mismo pasará con la libertad para debatir los propios intereses, que de algún modo da cuerpo a la libertad de reunión y que también requiere de la libertad de expresión.
De esta mutua imbricación de algunas de las libertades ya habían sido conscientes los principales integrantes de la Ilustración europea durante el siglo XVIII. Voltaire y Diderot son dos muy buenos ejemplos de a qué me refiero. Ambos consagran su vida intelectual a la consecución de los fines de la Ilustración (arrojar luz, luchar contra el oscurantismo, defender la libertad mediante la razón, el conocimiento y la educación) pero en ese proceso consideran siempre como primer paso el que atañe a la libertad de expresión. Si Voltaire se enzarza en disputas con el absolutismo francés de su tiempo es partiendo de una concepción de la palabra libre como punto de partida necesario de la transformación político-social; si Diderot se embarca –y embarca a muchos otros– en el gran proyecto ilustrado de la Enciclopedia es con la pretensión de que la recopilación de los saberes y su puesta a disposición de quienes quieran acceder a ellos de manera pública sea el punto de arranque de un espacio público para la discusión y el debate. Y ninguno de ambos entiende que con la libertad de expresión baste. Al contrario: ambos entienden que ese primer paso es necesario para que puedan darse todos los siguientes, pero que el camino no habrá sido recorrido hasta que el debate público libre genere y sostenga el surgimiento del resto de libertades sociales.
De este modo, Voltaire considera que el primer ladrillo del edificio de la libertad, la base sobre la que debe asentarse la aparición de la gran multiplicidad de las libertades, es una clase concreta de libertad que ejerce de pieza indispensable para el establecimiento de cualquier otra: la libertad de expresión. Solo si la expresión de ideas es libre puede abrirse el espacio público colectivo para el debate que permite a una comunidad testar las propuestas (políticas, filosóficas, técnicas o económicas) que han de aspirar a servir de suelo firme a un incremento de la libertad en general. Y solo si ese debate se abre a toda la comunidad el resultado responderá a los intereses de todos –Rousseau dirá “a la voluntad general”– y no a los de una élite que mantenga secuestrado el poder político al mantener secuestrada la discusión. Solo si el debate se abre al pueblo entero, incluido el pueblo llano, el pueblo será susceptible de ser considerado “ciudadano”.5
Esto es aún más manifiesto en la visión griega de ese debate público. En la Grecia antigua formaba parte de la noción misma de ciudadanía una concepción estricta de la libertad de expresión de ideas que nosotros hoy vincularíamos con el hecho de tener voz social. En la época se llamaba a esta característica de la ciudadanía parresía, lo que significa literalmente sinceridad, franqueza, veracidad en el decir o transparencia en el hablar, pero que tiene que ver con la capacidad, el derecho inalienable, de tomar la palabra para decir lo que de verdad uno piensa. No se es un verdadero ciudadano si se ve uno obligado a permanecer callado. El ciudadano es aquel que tiene la posibilidad de emplear su voz para expresar y exponer su punto de vista, su opinión, sus propios intereses o incluso sus quejas. Por ello, es ciudadano el que es convocado a la asamblea de la ciudad y puede, cuando la asamblea esté reunida, intervenir en ella. Pero también es indispensable para ser ciudadano (y por tanto libre en un sentido pleno) tener la capacidad de hablar en los espacios públicos y poder ser escuchado, es decir, tener voz. Si la ciudad puede hacer oídos sordos a lo que tenemos que decir, entonces no seremos libres.
No existe, pues, libertad política sin el derecho a intervenir en el debate. Sobre la relación entre la libertad, la política democrática, la igualdad de todos sus integrantes y la exigencia del acceso a la palabra, podemos encontrar un texto muy interesante en Foucault, que en uno de sus seminarios dice lo siguiente:
Sobre esta palabra, parrêsía, se encuentra un texto célebre de Polibio en el que habla de los aqueos y dice que el régimen de los aqueos se caracterizaba por tres cosas que son la demokratía, la isêgoría y la parrêsía: la democracia, es decir, la participación de todos, en fin de todos los que constituyen el demos, en el ejercicio del poder; la isêgoría, es decir, una cierta igualdad en la distribución de las cargas; y la parrêsía es la posibilidad, parece que para todos, de acceder a la palabra, el derecho a la palabra para todos, la palabra determinante en el campo político, la palabra en tanto que es un acto de afirmación de sí mismo y de su opinión dentro del campo político.6
La libertad de expresión que supone el derecho del ciudadano a la palabra es, de este modo, una de las tres patas de la política a la que Polibio alude y que Foucault analiza. Las otras dos patas son la capacidad para la participación en el ámbito de la decisión y la igualdad no solo de derechos, sino sobre todo de asunción del peso de las responsabilidades. El derecho de reclamación que mencionaba Constant está, de este modo, incluido en la noción griega del ciudadano en la presencia de la voz social, tanto como lo está el derecho a la expresión de las propias ideas. Recordemos que Constant consideraba cumplido ese derecho de reclamación si la autoridad estaba de algún modo forzada a tener en cuenta la queja que se expresaba mediante ese derecho. Sin embargo, Voltaire y Diderot no verían cumplimiento suficiente de la libertad en una expresión tan vaga de la necesidad de respuesta de la autoridad a la expresión de las reclamaciones por parte del pueblo. Y por ello estos últimos, en tanto que pensadores contestatarios, expresaron sus reclamaciones por medios que no pudieran quedar desactivadas por la autoridad mediante un mero acuse de recibo. Y el más contundente de esos medios es la literatura.
A la queja del literato la autoridad siempre se vio forzada a reaccionar de manera palpable. A menudo, de hecho, la reacción de los gobernantes fue tan palpable que consistió en los más burdos y toscos actos de persecución de las ideas: el encarcelamiento de los escritores, la prohibición de sus obras, la clausura de los teatros, la quema de los libros y muchas otras formas de represión y censura. Voltaire, sin ir más lejos, pasará más tiempo en la cárcel o en el destierro que en paz en su patria. Entrecruzados con la publicación de sus libros y el estreno de sus tragedias encontramos toda clase de acontecimientos biográficos relacionados con esa represión. Y si eso no supuso motivo suficiente para detener su actividad literaria y filosófica es por el modo en el que Voltaire, como la Ilustración en pleno, entendía las relaciones entre los diferentes tipos de libertad.
La mera participación política –sea directa o indirecta a través del voto– y el reparto de las cargas derivadas de la comunidad no producen una comunidad política plena que pueda considerarse “ciudadana”. Es imprescindible añadir la voz de sus integrantes. Si se pierde la voz, uno queda excluido de la comunidad. Y esta voz no está destinada a expresarse solo en el terreno privado, sino en el debate público, en la asamblea que toma las decisiones políticas de la comunidad, e incluso en el Ágora, en el espacio público pleno en el que a través del diálogo entre las distintas voces de la comunidad se forjan los estados de opinión que tanto determinan el modo en que estas discusiones acabarán convirtiéndose en decisiones. Quizá quien mejor ha expresado esta pérdida, esta exclusión que sufre aquel al que se le arrebata la voz, sea Eurípides en Las fenicias. Allí, en el pasaje que se abre a partir del verso 387, encontramos el siguiente diálogo:
Yocasta.- Te preguntaré primero esto: ¿qué es el destierro? ¿Es un mal grave?
Polinices.- El mayor, y tan grave en realidad, que las palabras no pueden expresarlo.
Yocasta.- ¿Cómo así? ¿Qué clase de mal es?
Polinices.- El mayor de todos: no poder hablar con libertad.
Yocasta.- De esclavo es lo que acabas de decir, si no se puede expresar lo que se siente.
Polinices.- Es necesario sufrir las impertinencias de los poderosos.
Yocasta.- Amargo es compartir la insensatez ajena.
Polinices.- Y por nuestro bien, y contra lo que dicta la naturaleza, es preciso hacerse esclavos.7
La respuesta del personaje de Polinices a la cuestión de en qué consiste el destierro, de qué tipo de mal es, alude de manera directa a la libertad de palabra entendida como presencia social de la voz propia. “No poder hablar con libertad” traduce aquí la expresión griega ouk echei parresían, es decir, “no tener parresía”, no tener libertad para expresarse, no tener posibilidad de hablar con franqueza, no poder tomar la palabra y ser escuchado. Dice Foucault sobre este pasaje de Eurípides que “el derecho a la palabra está, también ahí, ligado al hecho de que se sea ciudadano en su ciudad”.8 El expatriado, el desterrado, el inmigrante, no son parte de la comunidad aunque se encuentren dentro de la comunidad. Y eso se hace patente porque no tienen voz para la comunidad. El esclavo carece de libertad para hacer uso de su voz, y por ese mismo motivo se encuentra “sometido a la necedad del amo”.9 Sin voz propia uno cae en las garras de la arbitrariedad de la voz de las autoridades. Sin voz propia uno no puede participar en la discusión que dirige su propio destino y solo le cabe cruzar los dedos para que esas otras voces que determinarán su destino sean capaces de no ser estúpidas ni crueles. “Amargo es compartir la insensatez ajena”. Qué mayor dolor, dirá Foucault, que encontrarse en la situación del esclavo, del excluido, que se ve sometido a la arbitrariedad –quizá a la locura– de los otros, aunque podría, si hubiera tenido voz, haber aportado su propia racionalidad para que sea tenida en cuenta a la hora de regir su destino.
Así, la diferencia entre quien tiene voz y quien no tiene voz dentro de una comunidad trasciende los límites de lo jurídico, va más allá de la mera cuestión de la ciudadanía legal, y llega a insertarse en el ámbito de la definición de lo humano de una comunidad humana. La voz es la base última de la pertenencia al grupo. El silenciado dentro del grupo es situado fuera del grupo gracias al silencio. Y esto está especialmente vigente en una sociedad como la nuestra, en la que las transformaciones digitales aparentan haber multiplicado la voz de todo el que desee tenerla, pero en realidad han contribuido cada vez más a que no exista ninguna voz capaz de alcanzar los oídos de la comunidad, silenciadas todas a la vez a través del ruido ensordecedor de las redes, los medios y la sobresaturación de todos los canales comunicativos.
En este contexto, el teatro ofrece un espacio interesante por su capacidad para rescatar voces silenciadas. El teatro permite recuperar memoria, replantear debates hoy olvidados, devolver la vida a los muertos y concederles voz. El teatro permite acceder a un espacio para la palabra de quien va a decir lo diferente, incluso lo opuesto, de lo que el público espera escuchar. El teatro permite, además, la expresión de los puntos de vista más variados de manera no dogmática. A cualquier expresión de ideas que encuentre su voz en un personaje, otro personaje podrá contraponer una voz distinta, refugio de ideas distintas, sin que por ello se produzca el ruido que impida la escucha de la comunidad hacia esas voces. La escena teatral se muestra, así, como lo más parecido que tenemos a la forma de instauración antigua del diálogo en el Ágora. Un lugar para la voz pública en el que se determina la pertenencia a la comunidad por la exposición de la palabra que refleja la racionalidad de cada voz que se salva del silencio. Por ese motivo, si hacemos un repaso por los casos contemporáneos de puesta en cuestión de la libertad de expresión en la escena, encontraremos como sustrato común que siempre se ha puesto en ejercicio un intento de silenciar una obra que de un modo u otro rescataba una voz que había sido o estaba siendo excluida. Una voz inconveniente o incómoda para un discurso ideológico de un tipo u otro. Una voz de quien ya fue silenciado o de quien la autoridad correspondiente aspira a que sea silenciado ahora. Y por ese preciso motivo la escena teatral no puede abandonar su papel como foro de exposición de ideas para el debate diverso y plural. Porque de lo contrario dejaremos la puerta abierta a la instauración de una comunidad sin ciudadanía, en la que solo algunas voces puedan aspirar a ser expresadas y recibir escucha. Y eso no puede recibir el nombre, ni en un sentido antiguo ni en uno contemporáneo, de democracia.
Notas
- Berlin, I. “Dos conceptos de libertad”, en Sobre la libertad y la igualdad. Página indómita, Barcelona, 2022: 21.
- Szlezák, Th. A. Lo que Europa debe a los griegos. Ediciones Antígona, Madrid: 190.
- Ibid., 191.
- Constant, B. La libertad de los antiguos frente a la de los modernos. Página indómita, Barcelona, 2020: 24-25.
- Por ese motivo la Enciclopedia nace con la clara vocación de recoger no solo los saberes de las clases altas sino también los saberes del pueblo. El pueblo llano es vital para que el diálogo sobre el saber sea coextensivo con la comunidad.
- Foucault, M. La parrêsía. Biblioteca Nueva, Madrid, 2017: 125-126.
- Eurípides, Las fenicias, 387 y ss.
- Foucault, M. Op. cit., 127-128.
- Idem.