CSIC
Las Puertas del Drama ha vuelto a hacerme, como si del mismísimo Padrino se tratara, una propuesta que no podía rechazar; pero en mi caso por lo mucho que el asunto me importa y hasta me saca de quicio en ocasiones, pues, si no me equivoco, está plagado de confusión y malentendidos. Se trata de plantear como problema el sentido que tenga (o no) escribir teatro hoy, a partir de la sospecha de que nos encontramos “en un final de ciclo histórico” con “un cambio radical del papel del autor teatral en el mundo de la escena”.
Desdeñando la estrategia del suspense, diré de entrada que estoy convencido de que escribir teatro tiene pleno sentido hoy, lo mismo que ayer, y quizás más, pues podría creerse, equivocándonos de plano, que contamos en la actualidad con soportes que aventajan a la escritura para conservar o documentar el teatro. Claro está que no importa tanto declarar mi convencimiento cuanto aducir las razones en que se basa.
Volviendo la vista atrás, caigo en la cuenta de que la cuestión me ha ocupado a lo largo de mi trayectoria de casi medio siglo de pensar el teatro, en particular desde mi tesis doctoral y lo que adelanté en el artículo “Teatro, drama, texto dramático, obra dramática (un deslinde epistemológico)”1 hasta mi última conferencia, dictada en sesión plenaria del XXIV Simposio de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada (SELGyC) en la Universidad Complutense este mismo año, “Literatura y teatro (una provocación)”,2 que es en definitiva de lo que se trata, de la relación, conflictiva o pacífica, que mantienen tales dominios. Entre esos dos extremos, destacaré tres trabajos particularmente pertinentes: “La triple vida del texto dramático”,3 “La crisis del texto en el teatro actual”4 y “La figura del dramaturgo-director en el teatro actual”,5 el primero y el último publicados en esta misma revista.
Mi exposición prescindirá de la parafernalia académica en pro de las ideas desnudas, dichas con la máxima claridad. Para mayores precisiones, se puede acudir a esos lugares, que resumo, reviso, matizo o repito aquí. Empecemos por esa presunta crisis del texto en el teatro actual, causante del problema que este número de la revista nos plantea y al que trataré de responder en parte a continuación. Después abordaré el problema de fondo, más general o teórico, que no es otro que el de la relación entre literatura y teatro tal como se plasma en el concepto mismo de texto u obra de teatro.
EN REALIDAD: CRISIS DEL TEXTO, EFECTO ONODA Y ESPEJISMO “POSDRAMÁTICO”
La citada crisis del texto o la literatura en el teatro actual tiene raíces culturales muy profundas en la crisis histórica del teatro en el canon de los géneros literarios, que empieza a incubarse hace unos dos siglos y parece estallar hoy, en realidad ayer. Si nos remontamos al principio, en la larga y fecundísima tradición clasicista, de la Antigüedad grecolatina al siglo XIX, el teatro se considera el género literario por excelencia, la manifestación más alta, exigente y perfecta de la “poesía”. Y la polémica literaria por antonomasia, de la Poética de Aristóteles a la de Martínez de la Rosa (1827) o el Discurso de Durán (1828) entre nosotros, se centra casi en exclusiva en el teatro.
Es la profunda revolución de valores que perpetra el Romanticismo y cuyas consecuencias llegan hasta hoy (pensemos en el nacionalismo o la posverdad) la que conducirá a la pérdida de la hegemonía del teatro como género literario, en beneficio de la lírica como el modelo sublime de la dicción literaria y de la narrativa como el prototipo de la literatura de ficción. Desde entonces el teatro no ha dejado de perder terreno en el canon de los géneros literarios, en caída libre desde la cima hasta la sima. Al punto de llegar o casi a la exclusión, de la que es un síntoma elocuente lo raro que resultará hoy el premio literario, si lo hay, que cuente con una modalidad de teatro. Su lugar en la tríada tradicional viene siendo ocupado con frecuencia por otros géneros como el ensayo o incluso el periodismo.
Lo sorprendente es que el propio teatro parezca hoy tan empeñado en desmarcarse de la literatura como esta en desembarazarse de él. Pero hay, me parece, más allá de una hipotética represalia simétrica, una explicación netamente teatral. Y es que durante el siglo XX la puesta en escena conquistó, en una especie de guerra de liberación, su plena autonomía artística frente al reduccionismo literario, es decir, el “textocentrismo” que considera la obra del poeta, el texto escrito, como elemento primero, autónomo y principal del arte teatral, depositario de su contenido esencial, del sentido, la interpretación y el espíritu de la obra; y el espectáculo, por el contrario, como expresión superficial y superflua, dependiente de la obra literaria y subordinada a ella; como algo que se le añade posteriormente y que recubre la desnudez esencial de lo verbal con ropajes sensoriales: apariencia periférica gravada por el lastre de la imperfección y las limitaciones del cuerpo.
Se entiende que para combatirlo hubiera que defender, sin pararse en matices, los principios opuestos del “escenocentrismo”, o sea, considerar la representación, espectáculo o puesta en escena como la realidad primera, principal y autónoma, esto es, ni dependiente ni subordinada ni posterior a la obra literaria; y sostener que no es el texto escrito el que produce o contiene la representación, sino que es el espectáculo teatral el que integra (y no necesariamente) al texto, lo determina y, en cierto sentido, lo produce.
Pero aun aceptando esos principios, no se puede entender que, a estas alturas, muchos dramaturgos afecten desdeñar el carácter literario de sus textos y los presenten como meros guiones para la representación, incluso escritores podridos de literatura como los argentinos Javier Daulte o Rafael Spregelburd, cuando este no puede ser un “escritor” más genuino y aquel va por el enésimo tomo publicado de su Teatro. Me parece que hay mucho de pose. Es verdad que casi todos ellos son también directores. ¿Pero no lo eran acaso Shakespeare o Molière?
¿Y no practicaban la “escritura sobre la escena” que ahora se presenta como novedosa y rupturista muchos dramaturgos del pasado que la cultura sacralizaría como “clásicos” después, con el consiguiente traspaso al depósito de la literatura? ¿Y hará gala el teatro de una estulticia tan clamorosa como para borrar de su impresionante nómina a los autores, de Esquilo, Sófocles y Eurípides a Pirandello, Valle-Inclán o Brecht, por ser ya (qué remedio) literarios? No cabe duda de que buena parte de la oscuridad o el disparate que emborrona nuestro asunto resulta de esa ignorancia enciclopédica de la historia tan propia de nuestro tiempo por no decir de nuestra cultura.
Creo que una vez ganada aquella guerra justa, cuando nadie en su sano juicio niega ya autonomía al arte escénico, la tesis que subyace a mi reflexión se refuerza de hecho: el teatro no tiene ya que optar entre ser literatura o espectáculo; puede reconocerse en la realidad más completa y compleja de ser lo uno y lo otro, plena y ventajosamente. Soy optimista al respecto y entiendo que el siglo XXI será (está siendo ya) el de la reconquista del terreno perdido por la literatura en el teatro; no estoy tan seguro de que también lo sea en el sentido inverso, de recuperación del teatro para la literatura.
Pienso en nombres destacados de la dramaturgia actual en lengua española como Juan Mayorga o Lluïsa Cunillé, Carolina Vivas Ferreira o Enrique Lozano Guerrero, Sergio Blanco o Mariana Percovich, Nara Mansur o Abel González Melo, Rafael Spregelburd o Patricia Suárez, Ana Istarú o Jorge Arroyo, José Luis Ramos Escobar o Adriana Pantoja, Elena Guiochíns o Edgar Chías, Guillermo Calderón o Manuela Infante, Xiomara Moreno o Gustavo Ott, y me pregunto dónde está el conflicto con los textos, con la literatura. Yo no lo veo por ninguna parte.
Si, como vengo diciendo, la escena ganó en el siglo XX su guerra de la independencia del texto (debemos suponer que no para exterminarlo sino para ponerlo en su lugar), ¿qué problema hay para firmar la paz y poner fin a las hostilidades? Creo que la explicación es de nuevo la ignorancia, ahora de la realidad, en particular la que podríamos denominar el “efecto Onoda” (por la película Onoda, 10.000 noches en la jungla, de Arthur Harari,2021). Pues, en efecto, los enemigos del texto entre las gentes de teatro, tan numerosos aún, recuerdan a aquellos soldados japoneses de la Segunda Guerra Mundial que, al quedar aislados, no se enteraron de que esta había terminado y seguían combatiendo por una causa definitivamente perdida para ellos; pero ganada, en cambio, para los artistas de la escena de manera aplastante, por lo que su caso se entiende menos aún.
Desairado papel el de estos presuntos enterradores de los textos, a los que podría decirse aquello de “los muertos que vos matáis / gozan de buena salud”, tantas veces atribuido al Tenorio y en realidad (parece) dicho popular que traduce en rotundos octosílabos un alejandrino de Le menteur de Corneille, versión, a su vez, de La verdad sospechosa de Ruiz de Alarcón. En Occidente llevan las obras dramáticas en uso unos dos mil quinientos años. ¿Cuántos llegarán a contar los actuales enemigos del texto, de la literatura teatral?
El sobrevalorado libro de Lehmann Teatro posdramático (1999) pone de manifiesto la reciente, aunque no tanto, fobia a los textos. No solo porque los expulsa expresamente de ese concepto, válido solo para los espectáculos, sino porque lo identifica recurrentemente con el teatro “nuevo”. Tratándose de un concepto vago donde los haya, solo comprensible en sentido figurado, hipérbole u oxímoron mediante, de un auténtico cajón de sastre, no es de extrañar que haya alcanzado un éxito arrollador, sobre todo (ya que imposible en la teoría genuina) en la práctica teatral, incluso con consecuencias positivas o dinamizadoras, siempre dentro del barullo y la confusión característicos.
¿Pero por qué invoco el teatro posdramático si se supone que los textos quedan fuera de él? Pues porque no quedan fuera precisamente en esa esfera práctica en la que hace furor y estragos el concepto. De hecho, seguramente al invocarlo pensamos hoy más en textos de ciertos dramaturgos como Heiner Müller que en espectáculos de algunos directores como Kantor, Grüber o Wilson. Examinemos entonces la presunta novedad.
Resulta obvio que, por más que se empeñe Lehmann, no todo lo nuevo en teatro es posdramático; ni tampoco solo lo nuevo: muchas de sus supuestas manifestaciones, si no todas, son continuación de, o vuelta a, las vanguardias históricas o el teatro sin más. Pienso en la narración escénica, por ejemplo, que no está después sino antes del drama y en su origen. Así que si nunca es exacto llamarlo posdramático, sí lo sería en muchos casos, paradójicamente, llamarlo “predramático”.
En cuanto a la novedad de un teatro sin texto (literario, previo) basta pensar en la commedia dell’arte. Mucho menos sostenible aún me parece la novedad, frente a los apodados tradicionales, de los autores, que suelen ser también directores, que parten del hecho escénico como prioritario y si llegan a publicar un texto es a posteriori y prácticamente como recordatorio o documento de aquel. Ya no es que utilicen cualquier texto (teatral o no) para llevarlo a la escena, sino que hablan de “escrituras escénicas”, frente a las literarias, habrá que suponer.
Vamos a ver. ¿En cuál de los dos tipos encajan mejor Shakespeare o muchos de nuestros clásicos del Siglo de Oro, incluso Goethe o Schiller, por no hablar de los griegos? ¿Son menos hombres de teatro que Kantor o Wilson, que Barba o Lepage? No lo creo, sino que practicaron esas mismas escrituras escénicas que hoy parecen tan nuevas. Si Molière, por ejemplo, no es un creador plenamente teatral, que venga Dios y lo vea.
Lo que sí resulta de todo esto en la actualidad es quizás una tipología relativamente nueva de los textos de teatro, que permite oponer una amplia y variada mayoría que son más o menos dramáticos, o sea, teatrales, a una más homogénea minoría que seguramente no lo son, se presentan como posdramáticos y paradójicamente resultan más puramente literarios que aquellos, pues, al no querer ser dramáticos, se ven abocados a ser narrativos, poéticos, ensayísticos, etc. Pero dista mucho de estar claro, mejor dicho, es una falacia que lo viejo y lo nuevo coincidan, así, automática y respectivamente, con uno y otro tipo de texto y de teatro. ¿Es Beckett más tradicional, más viejo que Müller?
En cuanto a los textos posdramáticos (valga el oxímoron), celebremos su existencia y las provocaciones de verdad que atesoren. Valoremos su calidad, en la medida que la tengan, ni más ni menos. Pero no comulguemos con la trampa que hace pasar un texto narrativo o lírico o ensayístico como novedad anti dramática. Parece claro, en cambio, que un texto narrativo es un texto narrativo, aunque lo escriba Heiner Müller. Por ejemplo, Camino de Wolokolamsk (1985): cinco textos narrativos escritos en verso; no cinco monólogos; cinco textos, sin marca alguna que haga pensar que deben ser puestos en escena, ni siquiera vocalizados. Para escenificarlos, les falta lo mismo que a cualquier narración, escrita por quien sea: la dramaturgia. ¿Que Müller quiere que ese sea “trabajo para los ensayos” y subrayar así la autonomía artística de la puesta en escena? Perfecto, pero estos textos son narrativos. Y sus posibles representaciones serán dramas más o menos narrativos, o narraciones orales más o menos dramáticas.
Lo mismo cabe decir de textos que se presentan como poemas o ensayos, pero que habría que suponer (¿por qué?) que son teatrales sin ser dramáticos. Para que la falacia salte a la vista, bastaría considerar el texto resultante (reescrito a posteriori) de las representaciones efectivas de esas obras de Müller o de Angélica Liddell o de Rodrigo García, todos directores también, por cierto. Se podría constatar que en esa reescritura pierden casi toda su rareza y se ven tan dramáticos como los tradicionales. Se esfuma así su supuesta novedad radical: esa terca ilusión de todas las vanguardias.
EN TEORÍA: EL TEXTO COMO OBRA, COMO PARTITURA Y COMO DOCUMENTO
Estoy convencido de que lo dicho hasta aquí se verá con más claridad si alzamos la mirada desde los hechos hasta la pura teoría. Estaremos así mejor pertrechados para enfrentarnos a la cuestión que nos ocupa, la relación entre teatro y literatura, incluso en sus manifestaciones más actuales. Si no para resolverla, que quizás, al menos para arrojar luz sobre ella sin caer en las trampas de la confusión y la oscuridad añadidas de oficio. Presumo que la mayoría se fía más de los hechos reales que de los puros conceptos; yo, como teórico recalcitrante, creo que son los conceptos los que nos permiten comprender y transformar la realidad. Nada menos.
Cuestión previa, aunque obvia a mi juicio, sería justificar la inclusión de los textos (así, en plural) en el teatro desde una concepción escenocéntrica como la que asumo. Precisamente porque el teatro es efímero, necesita de los textos como documentos, de muy distinta naturaleza, capaces de conservar parcialmente el acontecimiento que es y, en su caso, de revivirlo, parcialmente también. Y el teatro es efímero por ser un espectáculo o arte de “actuación” (en vivo y en directo), radicalmente distinto a los que podemos llamar de “escritura”, como el cine, que cristalizan, se fijan o se vacían en diferentes objetos inertes, textos u obras como la película, el libro, el cuadro, la escultura, etc.6
Esta diferencia resulta decisiva para desmontar la falaz equiparación del texto de teatro con el guion cinematográfico. Si este es un pre-texto en sentido literal, que se diluye en el verdadero y definitivo texto, la película, el de teatro es el documento final de la experiencia viva, del “convivio” (Dubatti) en que consiste. Así que en términos generales y abstractos, o sea, teóricos, a la pregunta inicial de si tiene sentido escribir el teatro, habría que responder: sí, el que acabamos de apuntar.
Centrándonos ya en el tipo de texto que nos concierne, mi primera contribución teórica al respecto fue la distinción conceptual entre “Texto dramático” y “Obra dramática”, que solo adquiere pleno sentido dentro del sistema teórico que bauticé como “dramatología”. Resumo muy brevemente los presupuestos imprescindibles para entender la citada distinción. Se trata, en lo fundamental, de las definiciones precisas de “teatro” y de “drama”, dentro de esa teoría de la que me hago responsable.
Lo primero es la opción por definir el teatro como espectáculo. Para justificarla basta considerar que puede haber y hay teatro no basado en texto anterior alguno. Por tanto no puede ser este el principio, lo primordial, a la hora de definirlo. Enseguida, para delimitarlo en el amplio ámbito de los espectáculos, propongo dos criterios: la situación comunicativa y la convención representativa que le son propias.
La situación puede resumirse en los cuatro elementos necesarios y suficientes para que se produzca el teatro: dos tipos de sujetos, actores y público, presentes en un espacio y durante un tiempo compartidos. La convención teatral responde con exactitud a esta formulación lapidaria de Jorge Luis Borges: “La profesión de actor consiste en fingir que se es otro ante una audiencia que finge creerle”. Tal convención se traduce en el desdoblamiento de los cuatro elementos representantes o reales (actores, público, espacio y tiempo) en otros representados o ficticios. La situación comunicativa la comparte el teatro con todos los espectáculos de actuación; la convención, el desdoblamiento en los planos de la realidad y la ficción es, en cambio, distintiva del teatro.
Pues bien, este doble plano es el fundamento de mi definición del “drama” como la relación que contraen entre sí; esto es, los elementos representados o ficticios (lo que podemos llamar fábula, argumento o contenido) configurados por o para una puesta en escena, es decir, para ser asumidos por los elementos representantes o reales. Puede resultar clarificador expresarlo en una fórmula matemática: D=F/E (Drama igual a Fábula partido por Escenificación). Es fácil advertir que el drama es así algo común al texto y al espectáculo, a la vez que un concepto relativo a otros dos, el mundo ficticio y la puesta en escena.
Siendo consecuente (sin importar lo raro que eso resulte hoy) con la definición de drama y por tanto congruente con ella, se pueden definir ya clara y concisamente los dos conceptos que nos importan así: la transcripción lingüística de un drama, el Texto dramático; y la codificación literaria de un drama (pero con característicos defectos de dramaticidad y posibles excesos de literariedad), la Obra dramática.
La distinción me parece bien fundada y útil desde el punto de vista teórico, en particular para clarificar el asunto de fondo que nos ocupa, la relación entre literatura y teatro. Pero reconozco que afronta dificultades serias para imponerse o ser compartida más allá del sistema de la dramatología o, sin más, del estricto y exigente marco de cualquier teoría genuina.
En efecto, si lo que llamo Obra es el objeto particular y concreto, el libro que leemos, y no plantea ninguna dificultad, lo que llamo Texto, en cambio, es un objeto tan general y abstracto que parece salido de los sueños de razón de Borges, como el mapa que coincide con el territorio o la memoria sin límites de “Funes el memorioso”, y se resiste por tanto incluso a la imaginación. Basta pensar que en él ni falta ni sobra nada de lo dramáticamente pertinente en un espectáculo teatral, a diferencia de lo que ocurre en la Obra, con sus defectos y excesos al documentar un drama. Por eso, frente a ella, un objeto empírico, el Texto se perfila como algo infinito, interminable, imposible, pura abstracción, es decir, un objeto precioso para la teoría, pero en rigor fuera de la realidad; aunque no inútil: como ideal de la Obra, sirve para medir su dramaticidad o, si se quiere, su teatralidad.
Para sortear ese exceso de abstracción propuse un segundo modelo teórico, no del todo independiente de este, como se verá. Parto en él de una concepción lo más concreta posible del texto dramático: como la obra literaria editada bajo el rótulo genérico de “teatro”, pero también como el libreto, que puede no publicarse nunca, con el que trabaja una compañía para ponerlo en escena, y además como el texto, no previo sino posterior a la representación, en el que se fija esta en ocasiones. Robert Lepage, por ejemplo, acostumbra a fijar o escribir sus espectáculos a posteriori, incluso varias veces, como testimonio de distintos estadios de los mismos.
Estas tres manifestaciones del texto dramático encarnan tres aspectos, usos o formas de leerlo, o sea, tres dimensiones del mismo que vale la pena distinguir conceptualmente: el texto como obra, el texto como partitura y el texto como documento.
Considerar el texto dramático como teatro plantea la dificultad de que, por ser escrito, no puede encontrar lugar alguno en el espectáculo. Debe, por consiguiente, situarse antes o después del mismo. Pensemos la posibilidad, plausible aunque insólita, de atribuir al texto una posición posterior. Se trata en definitiva de concebirlo ahora, no como una partitura que el espectáculo ejecuta, sino como la transcripción lingüística a posteriori de uno de los componentes del espectáculo teatral, el que denominamos drama, o sea, como documento de este.
Así concebido, y aunque en rigor se trate de un objeto teórico, el texto dramático no deja de tener manifestaciones reales, siempre incompletas y todavía poco generalizadas. Antes puse el ejemplo de Lepage, pero se pueden poner otros muchos. El dramaturgo-actor argentino Eduardo Pavlovski cuenta así en el prólogo de su obra Potestad cómo se escribió el texto: “Una amiga lo grabó [durante una función] en Montreal y lo pasó a máquina. El texto publicado hoy es el de esa noche”. Por otro lado, cada vez es menos raro publicar los textos resultantes de una particular puesta en escena (versiones, adaptaciones, etc.), que conviven en muchos casos con los originales literarios correspondientes.
El espacio conceptual que queda vacío tras esta definición del texto dramático es el que legítimamente debe ocupar la obra literaria que un autor escribe con la finalidad (inmediata o remota, deliberada o no) de que origine un espectáculo teatral o a la que la institución literaria reconoce tal finalidad, o sea, a la que la tradición clasifica como perteneciente al género dramático. En términos prácticos es este, sí, el objeto (libro) que podemos situar antes y en el origen del espectáculo teatral; pero no siempre: su posición puede estar vacía, o puede también estar ocupada por otro material (periodístico, judicial, histórico, novelesco, etc.) que no llegue a adquirir forma dramática sino después y a través de su puesta en escena, es decir, de la dramaturgia resultante de ella.
La no coincidencia entre el texto-documento y el texto-obra puede verificarse de forma práctica, por ejemplo, en no pocas ediciones que ofrecen entre corchetes fragmentos que se suprimieron en la representación. Una lectura que ignore los corchetes, lee el texto-obra; otra que ignore o salte todo lo contenido entre corchetes, se aproxima más a la lectura del texto-documento. Lo mismo puede decirse de la relación entre el texto filológico de una obra clásica y el de su adaptación para un espectáculo determinado.
La diferente posición con respecto al teatro permite distinguir ambos conceptos: el texto-documento remite siempre a un espectáculo del que deriva, mientras que el texto-obra puede estimular, leído como partitura, varios espectáculos, diferentes entre sí, a cada uno de los cuales corresponderá un texto-documento diferente.
Otros espacios de no coincidencia se derivan de la codificación literaria de la obra, especialmente cuando rebasa el ámbito del diálogo para afectar también a las acotaciones, como, por ejemplo, algunas de Valle-Inclán, incluso escritas en verso, cuya literariedad no puede, en el texto-documento correspondiente a cualquier representación, sino desaparecer o pasar, de la forma que sea, al diálogo.
En términos generales, el texto como obra excede los límites del texto como documento cuando contiene descripciones de componentes no dramáticos del espectáculo y no coincide por defecto con aquel cuando no da cuenta exhaustivamente de las pertinencias dramáticas de cualquiera de los espectáculos que puede suscitar.
La inmensa mayoría de las obras dramáticas del repertorio, por no decir todas, responden a uno y otro caso: difieren por exceso y por defecto de los textos que documentarían las distintas puestas en escena a que pueden dar lugar. Solo idealmente puede concebirse la coincidencia de un texto-obra con un texto-documento. Un escritor puede aspirar al título de dramaturgo en la medida en que sus obras se aproximen al ideal representado por el texto como documento teatral.
El texto-obra presenta un cierto grado de autonomía con respecto al teatro. Puede ser leído como literatura, en definitiva, y ser sometido a consideraciones estilísticas, ideológicas, etc., independientes de su relación con el fenómeno teatral. Pero esa autonomía, que podría justificarse teóricamente por su anterioridad al espectáculo, no puede ser sino relativa. Y es que, de forma virtual, un espectáculo teatral imaginado precede siempre a la creación de la obra. Se trata de una observación generalmente aceptada, pero de la que no parecen extraerse todas las consecuencias.
Las posibilidades y las limitaciones, no solo teóricas sino también históricas, de la puesta en escena preceden y determinan también la escritura de la obra. Se puede precisar ahora su posición en estos términos: temporalmente anterior al espectáculo teatral efectivo (como partitura), pero lógicamente posterior a un espectáculo virtual (como documento). Es difícil resistir la tentación de afirmar que, desde el punto de vista teórico, la relación lógica de consecuencia resulta más poderosa y productiva que la temporal de precedencia.
Es entonces el espectáculo teatral el que modaliza o configura no solo el texto-documento, lo que resulta evidente, sino también el texto-obra. Cuanto hemos dicho se refuerza en los casos en que no se considera acabada la redacción de la obra hasta después del estreno y se incorporan a ella las eventuales correcciones que imponga la puesta en escena.
El texto-obra es, en definitiva, un objeto real (cada una de las obras literarias reconocidas o reconocibles como “dramáticas”) que no requiere tanto una definición que lo constituya cuanto una interpretación que lo relacione adecuadamente con las categorías teatrales. La consideración que sirvió de punto de partida, como texto literario capaz de estimular y orientar la producción de espectáculos teatrales, puede completarse ahora con la que se acaba de proponer: descripción literaria de una representación imaginada. Cabe así definir el texto-obra como la codificación literaria de las pertinencias dramáticas de un espectáculo teatral imaginado o virtual, capaz de originar como partitura la producción de espectáculos teatrales efectivos.
En conclusión, todo espectáculo contiene o produce un drama, la transcripción lingüística (exhaustiva y exclusiva) del cual constituye un texto-documento, y cuya descripción literariamente codificada, no necesariamente exhaustiva (con vacíos que la representación efectiva debe llenar) ni exclusiva (con indicaciones que se refieren a componentes no dramáticos del espectáculo) da lugar a un texto-obra. Leer la obra como documento de un espectáculo virtual, o sea, leer la literatura como teatro, es leer el texto-partitura, síntesis de los dos aspectos anteriores.
Los tres aspectos del texto dramático son, en realidad, literarios y teatrales a la vez, pero es cierto que el de obra acentúa lo literario mientras que los de documento y partitura, anverso y reverso de lo mismo, ponen en primer plano lo teatral. Ello autoriza a ver, simplificando, en la dicotomía obra / texto la doble cara, literaria y teatral, del drama, por volver al principio. En realidad, esa doble cara se traduce en dos (o tres) maneras de usarlo o de leerlo: como teatro (antes o después del espectáculo, como partitura o documento de él) y como literatura (independiente del teatro solo en parte o en apariencia).
CONCLUSIÓN
El teatro, precisamente porque es efímero, debe documentarse. Hoy contamos con muchos medios para hacerlo, incluida la grabación videográfica, válida solo como documento (no como sustitutiva) de la experiencia teatral. Pues bien, siendo el documento más antiguo y en cierto modo el más humilde desde el punto de vista tecnológico (solo aparentemente, pues no creo que haya una tecnología más avanzada que la escritura, cuestionada ya por Platón), el texto escrito es también el más completo, el más eficaz, el que mejor conserva eso que hemos llamado “drama”, el que mejor permite revivirlo una y otra vez, siempre igual a sí mismo y cada vez distinto, siempre abierto a un número inagotable de interpretaciones efectivas. Que me digan qué otro documento teatral conserva más cantidad de drama (o sea, de teatro) y lo predetermina menos. La obra dramática no es un documento más; es el primero en importancia y el último del que se pueda privar al teatro; o lo que es lo mismo, la más completa, útil e imprescindible partitura teatral.
¿Tiene sentido, en fin, escribir teatro hoy? A la luz de lo dicho, tiene todo el sentido del mundo, me parece. Hoy como siempre.
Notas
- Revista de Literatura, LIII, 106, 1991, pp. 371-390.
- 2023, en prensa.
- Las Puertas del Drama, nº 46, 2015, 14 págs.
- En Teatro experimental iberoamericano: España, México, Brasil, Colombia, Argentina, Chile. Madrid: Ediciones del Orto – Ediciones Clásicas, 2018, pp. 213-227.
- Las Puertas del Drama, nº 55, 2021, 13 págs.
- Cf. mi Actuación y escritura (Teatro y cine). México: Paso de Gato, 2010.