Hace poco menos de una década, esta misma revista me pidió una colaboración sobre un tema que la Asociación de Autores y Autoras de Teatro quería compartir con varios estudiosos de la dramaturgia española contemporánea: cómo habían entrado nuestros escritores-as en el nuevo siglo. Aproveché la presentación que hice en un coloquio con varios autores para escribir unas notas que me sirvieron para la redacción del artículo solicitado1. Ya el título daba una clave; hablaba de la difícil supervivencia del autor, pero también de un fenómeno que a mí, especialista impenitente de la escena española contemporánea, me parecía sorprendente: la facilidad con que se olvidan, nos olvidamos, de escritores que lo fueron todo en su momento, y que, pocos años después, son simple recuerdo, breve reseña de manual, nota a pie de página de nuestras vidas. Los años que van de aquellas palabras a hoy ratifican de manera aún más notoria esos olvidados. ¡Qué difícil es ver en la cartelera a Nieva, a Gala, Martín Recuerda, Sastre, Alberto Miralles, Ana Diosdado…! Y todos son de ayer, no de anteayer, como decía en mi recordado artículo, como lo eran Benavente, Echegaray, Linares Rivas, Unamuno, Azorín, etc., etc. El teatro es así de terrible; como nuevo Saturno, devora a sus hijos. Y no digo sólo a sus oficiantes, los actores y actrices que interpretaron a aquellos autores. Salvo los que hicieron tanto cine como teatro, la mayoría no se recuerdan, como si no existieran: José Bódalo, José María Rodero, María Jesús Valdés, Adolfo Marsillach, José Luis Alonso Mañes, José Luis Heredia, José Luis Pellicena… Es terrible. Una profesión que tiene muchas bazas en cuanto a imagen, y va y se olvida de ellas. A veces, en coloquios o presencias esporádicas en escuelas de arte dramático, me cuesta poner ejemplos de, entre otros, Guillermo Marín, porque nadie lo conoce. Como no conocen a muchos de los antes citados. Eso puede tener su porqué. Las figuras se sustituyen por figuras, y las de hoy en día, las que están en series, películas u (ocasionalmente) en el teatro, han ocupado el hueco de las anteriores. ¡Qué arte éste el del teatro, y qué efímero parece!
Pero estábamos hablando de autores y de autoras, que han aparecido o en el paso del siglo XX al XXI, o en el mismo XXI. Y de qué hacen para estrenar, qué hacen para escribir, cómo siguen en la lucha por aparecer en las carteleras, faenas todas ellas marcadas por la dificultad. Por una enorme dificultad. De todo cuanto dije en 2015, y que he repasado antes de meterme en esta nueva divagación, permanece sobre todo la dificultad de estrenar. La presencia en los escenarios de autores-as entrados en la tercera década del siglo XXI sigue sin ser fluida; como nunca lo ha sido. Lo que no quiere decir que haya nombres que aparecen temporada tras temporada, aunque sean pocos y con también ciertas dificultades. Podría haber una literatura de esas dificultades, como la hay de los aspirantes a actor y a actriz.
Sé que los de provincias tenemos más complicado estar al día de proyectos o estrenos. Lo tenemos difícil. Sólo gracias a asociaciones como AAT, ADE o la Academia de las Artes Escénicas mantenemos cierta información de lo que se hace. Ver la cartelera de Madrid, atomizada en infinidad de salas troceadas de antiguos grandes escenarios, es entrar en un laberinto de nombres y empresas difíciles de retener. Para hablar del autor de hoy, como ha hecho la Academia2, es imprescindible partir de una ligera información de quién es quién. El libro en cuestión es de un impagable valor, ya que 24 autoras-es exponen sus maneras de entender el teatro y, sobre todo, sus maneras de entender la escritura teatral. Es muy didáctico que los participantes aparezcan por orden cronológico, de forma que el lector va percibiendo desde las experiencias de los de mayor edad a los de menor. Conforme vamos avanzando en capítulos, nos internamos en modos de escribir distintos, unos más cercanos a los cánones más habituales, otros menos; desde tendencias con personalidades cercanas al canon, hasta quienes están más próximas a los nuevos lenguajes. En ese sentido, es un libro apasionante. Que me ahorraría buena parte de mi discurso, si me conformara con lo que dicen, que me contenta, pero lo que hacen es darme herramientas para considerar y especular sobre el tema inicial, de por dónde anda las dramaturgias contemporáneas. Personalmente me sirve todo lo que aportan, todo, porque corrobora algunos planteamientos básicos que hago cada vez que me pongo a pensar en que está pasando en el teatro español del siglo XXI, una de cuyas derivadas es qué está pasando en la escritura dramática del siglo XXI.
La escritura dramática del siglo XXI se caracteriza por la multiplicidad de estéticas que maneja. Esto es así, porque, afortunadamente, siguen produciendo los autores nacidos hacia la mitad del XX, y aún antes, junto a los que lo hicieron bastante después. Me interesan fundamentalmente estos últimos, siquiera que sea por las novedades que ofrecen sus dramaturgias y, además, porque los conozco menos que los anteriores. Por eso, es de destacar que unos y otros (Lourdes Ortiz, Laila Ripoll, Victoria Spunzberg…) se apoyen, a veces, en temas sacados de la historia, sobre todo, de la historia reciente. Esto une de alguna manera las diferencias generacionales de todos ellos. Entre esa multiplicidad de estéticas que antes decía, destacaré la influencia de la danza contemporánea en la propia escritura teatral, que se proyecta de diversa manera. Así mismo, la incorporación del llamado ‘teatro digital’ es un hecho que se da principalmente en los autores más jóvenes, que manejan mucho mejor las nuevas tecnologías, lo que conduce normalmente a obras de contenido experimental. Otra tendencia de esta escritura contemporánea es la ‘autoficción’, que recoge una moda que procede de la narrativa, por medio de la cual el propio autor, su entorno familiar y sus circunstancias, forman parte de textos cargados de emotividad. En esta línea hay que destacar la trilogía de Borja Ortiz de Gondra, Los Gondra, una historia vasca (Ed. Punto de Vista, 2022). Aunque sea una característica propia de este nuevo teatro, cuenta con notables precedentes, como puede ser El álbum familiar (1982), de José Luis Alonso de Santos. Estamos hablando de la experiencia personal como base de la inspiración.
La presencia de la mujer como dramaturga no la sitúo entre las características sino como una normalización que ha llegado en los últimos años. De nuevo tenemos precedentes conocidos, como Julia Maura, Mercedes Ballesteros o Carmen Conde en los años cuarenta; Ana Diosdado, María Manuela Reina o Carmen Resino, en los setenta, pero siempre en el terreno de la excepcionalidad. A finales de siglo, esa excepcionalidad se convierte en normal. Y asistimos a una eclosión de dramaturgia femenina, que coincide con la ratificación de la mujer como directora de escena, dos oficios que, como otros hábitos sociales, se resistían a llegar a los escenarios. La enumeración de autoras sería excesiva, aunque sí que podríamos citar, con presencia más habitual en las carteleras, a Paloma Pedrero, Laila Ripoll y Angélica Lidell, sin ánimo alguno de vanas clasificaciones. Recordemos que Ripoll y Lidell permanecen vinculadas a sus propias compañías, lo que facilita de manera directa una producción constante. El tema de la relación con grupos la citaremos más adelante.
Estas peculiaridades enumeradas son propias de las nuevas dramaturgias, las que nacen en el siglo XXI, aunque algunos las sitúan hacia 1990. Esa década es considerada por muchos de las autoras-es como la época de la transformación del mundo teatral, y no sólo a nivel literario sino en cuanto a gestión, producción y distribución de los montajes. Rodolf Sirera sitúa ese cambio a partir de tres hechos que resumo: 1) la mayor importancia que se le da a las tres lenguas del Estado español, además del castellano, que se hace patente en obras en catalán, gallego y euskera; 2) la alternancia de textos para la escena y textos para la televisión; no pocos dramaturgos-as de ese momento tientan con éxito la escritura de guiones, empezando por autores tan reputados como Josep Maria Benet i Jornet; 3) la cada vez más presencia de lo que podríamos llamar el autor de grupo o compañía, generalizado con la entrada del siglo XXI, pero también con notables precedentes como son Luis Matilla, para Tábano; Jerónimo López Mozo para Teatro Estudio Lebrijano y T.U. de Murcia; o Miguel Romero Esteo para Ditirambo. Estamos hablando de una especie de aprendizaje a pie de escenario, que define de manera precisa muchos de los autores-as que escriben para grupos concretos, rostros concretos y salidas al mercado complejas. Un poco más atrás citábamos los casos de Laila Ripoll y Angélica Lidell.
Llama la atención que los dramaturgos-as más jóvenes no se sientan partícipes de generación alguna, mientras que los más veteranos se vinculan a movimientos, como el teatro independiente, cuando no al llamado de ‘jóvenes autores’, denominación con que la mayoría de los estudiosos de la escena del franquismo a la transición los denominábamos como simple y discutible taxonomía. La mayoría de los autores nacidos ya en la década de los sesenta del pasado siglo parecen emancipados de tendencias y movimientos más o menos cercanos a ellos. Lo que da idea de una voluntad creativa propia. Aunque no olvidan por un momento a la esencia de la escritura teatral, no pocos priorizan la redacción de textos desde el escenario frente a la de gabinete. Esto lleva a cierto declive del discurso narrado frente al discurso dicho, aunque en algunos casos lo que supone es una vuelta a una especie de valoración del texto, que aparece como verdadera resurrección del mismo.
Si el autor que escribe para la compañía, o el actor o actriz que elabora sus propios textos para dirigirlos, ha sido una práctica habitual en los últimos años, más recientemente ha llegado a ampliarse este proceso al incluir en ellos la producción. Me refiero al escritor, que no sólo redacta y dirige sus textos, sino que los produce. Esto, que puede parecer excesivo, ha dado, sin embargo, resultados más que positivos. Ahí tenemos a Alfredo Sanzol, Andrés Lima, Miguel del Arco, Álvaro Tato, Pablo Messiez, Juan Mayorga…, por no repetir los conocidísimos casos de Angélica Lidell o Rodrigo García. Hay que admitir que, en la mayoría de las ocasiones, esas experiencias han dado frutos muy positivos. También en este terreno, que podría parecer exclusivo del siglo XXI, existen precedentes. José Luis Alonso de Santos, en los años setenta, escribía y dirigía sus textos, y los llevaba adelante con Teatro Libre, en plena eclosión del independiente; luego, en los ochenta, fue socio fundador del Pentación, empresa que, entre otros, producía sus obras.
Nada nuevo bajo el sol, pero sí muchos matices diferenciales en la dramaturgia que se hace en el siglo XXI. Por ejemplo, sus integrantes no obvian el debate sobre para qué sirve el teatro; o, mejor dicho, si el esfuerzo, la disciplina, el tiempo, el beneficio económico y moral que supone escribir para la escena merece la pena. Es evidente que sí lo es para quienes se mantienen con no poca energía, y cierto reconocimiento; pero para tantísimos otros que continúan sentándose ante el ordenador para plasmar lo que llevan dentro, con una perseverancia que nadie se la reconocerá, para ellos es la pregunta redundante, diaria, pertinaz: ¿sirve para algo escribir para la escena? Porque no sólo es escribir, y conseguir que un grupo de actores y actrices materialicen cuanto inventan; es conectar con el público, o intentar conectar con el público, base indisoluble de la comunicación escénica; es mantener una relación no siempre fácil entre autor y espectador; es aceptar unas singulares reglas del juego; es hacer de tu subjetividad una realidad que se extienda por las plateas de manera natural e intensa; es desterrar de la creación la banalidad con que, con frecuencia, se elaboran productos teatrales convertidos en paquetes de nombres y famas conseguidos al margen del arte. Por eso el teatro se ha peleado siempre con la política, porque dice lo que la norma cuestiona, dice lo difícil, lo profundo, huyendo de lo explícito. Por eso, quienes se creen que tienen la posibilidad de combatir contra tantos molinos de viento, pero buscan una rentabilidad más o menos inmediata, chocan con una realidad distinta.
Al tratar de la escena del siglo XXI, sin dejar de mirar por el retrovisor autores que siguen en una espléndida actividad pero que proceden de décadas anteriores, parece necesario sacar a colación el término teatro ‘posdramático’. De alguna manera, es lo que hacen creadores caracterizados por basarse en elementos diferentes de los del teatro habitual (con textos de planteamiento, nudo y desenlace), racional aparición de los acontecimientos, personajes dramáticos con entidad propia, concepto tradicional de la escenografía, etc. El teatro posdramático intenta alejarse de fórmulas preconcebidas y, por tanto, convencionales, procurando “armonías desarticuladas” con luz, sonido, escultura, música, danza, drama, imagen y una puesta en escena de raíz tecnológica. La estructura dramática se basa en una peculiar utilización del espacio escénico y la valoración de objetos cargados de gran fuerza expresiva, dentro de un sentido abiertamente ritual del espectáculo, con textos e imágenes superpuestas, reiteradas, ofrecidas con una cierta agresividad. La palabra se emplea como simple relator de enunciados no siempre cargados de contenidos lógicos; de hecho, muchos de los espectáculos no tienen texto en el sentido dramático del término, o son simples sonidos indescifrables, de ahí que no se suela partir de un discurso previamente escrito, pues es casi imposible fijarlo como texto dramático, al “estar escrito” también con gestos, movimientos, gags, acciones mímicas y manipulación de objetos. Como antes se dijo, utiliza de manera expresa elementos coreográficos, o expresiones plásticas cercanas a ellos, en una coherente relación entre danza y música marcada por el ritmo, que puede ser el propio de la calle, adaptando movimientos y posturas de la vida cotidiana. Por eso, especial protagonismo tienen las artes visuales, y no sólo en la composición pictórica de las imágenes artísticas, sino en el uso de materiales audiovisuales, como el cine y posteriormente el video en forma de videoinstalación. De alguna manera el teatro de calle, en su interés de desprenderse de la palabra como elemento axial, y en su intento de hacer partícipe a los espectadores, viene a ser una forma de posdramaticidad no sólo contemporánea, sino que se pierde en el tiempo de los autos, misterios y procesiones.
En menos de veinticinco años ha cambiado la conducta de la escena. No digo que sea peor o mejor. Es distinta. El teatro del siglo XX, con sus virtudes y defectos, jugaba a la pervivencia, a la obra que, cuando alcanzaba el éxito (en el sentido de recepción), pasaba al acervo popular. Se convertía en algo más que teatro. Crecía en salas de grandes ciudades productoras de estos eventos, para desarrollarse en giras que multiplicaban la posibilidad de ser vista por públicos muy distintos. El siglo XXI reduce las perspectivas de exhibición al reducir el número de butacas y, lo que es más significativo, la permanencia de las producciones. Esa reducción ha pasado a provincias, en donde, con suerte, una obra de renombre, con fama en el medio, permanece máximo dos días en cartel; lo normal es uno y en fin de semana, ya que las figuras que las protagonizan suelen tener otros trabajos en la capital. Además que, tampoco hay tanto público para más en esos lugares. Se dan con un canto en los dientes si llenan la sesión única.
Todo ha cambiado y no a mejor. Lo que hace a los agoreros pronosticar el fin del teatro como se entendía hasta el siglo XX, por distintos conceptos en los que la realidad virtual, la inteligencia artificial y otras zarandajas que se aducen terminen por enterrar al viejo arte de la escena. Como si todo fuera a ser grandes eventos, grandes festivales, grandes pantallas. La pregunta es: en ese batiburrillo de pronósticos, ¿qué papel le espera al autor-a dramático? Ahí está, luchando por inventar nuevos procedimientos, nuevas formas de elaborar los productos, en las que la tecnología ponga reclamos sorprendentes al espectador, procurando defender la letra impresa o la letra interpretada. De esa manera, aportan grandes dosis de entusiasmo, como hacen las dos docenas de dramaturgos y dramaturgas que entonan sus cantos (nunca de sirena) en el libro citado Escribir para la escena, hoy. Canto al que me gustaría unirme desde la solidaridad, la consideración y el respeto.