València, octubre de 2023
A veces se nos pregunta, a los autores de mi generación, los que empezamos a escribir teatro a finales de los 60 del siglo pasado o a comienzos de los 70 y que ahora nos estamos acercando al final de nuestra vida, al menos de nuestra vida creativa, qué estamos escribiendo o si se verá pronto alguna obra nuestra en un escenario, cosa esta última bastante improbable. Lo de qué estamos escribiendo es una pregunta retórica, fruto de una cortesía que, en la mayor parte de los casos, no responde a un verdadero interés de quien pregunta. Y no todos lo hacen, el preguntar digo, hay algunos, sobre todo los más jóvenes, que apenas saben nada sobre ti, y no parece importarles lo más mínimo lo que hagas o hayas hecho (claro que, objetivamente, también tú has dejado de interesarte por lo que sucede en los escenarios en los últimos tiempos); pues bien, si aquel que pregunta intenta ser más amable y te dice que les envíes ese texto —siempre el último, los treinta o cuarenta que has escrito antes es como si no existieran— y que se lo envíes porque le apetece mucho leerlo, ten por seguro que en el noventa por ciento de los casos no lo leerá jamás. Y con un poco de suerte se olvidará de él, y no tendrá mala conciencia por no haberlo hecho, y tú te avergonzarás y no te atreverás a preguntarle, no sea que lo que ocurre es que sí que lo ha leído y le ha parecido horroroso, pero como siente alguna simpatía por ti, no quiere provocarte un disgusto.
Así es un poco la vida y las expectativas de un autor de edad, que, como yo, no está dentro del negocio. Quiero decir que no está conectado con ninguna productora, ni con ningún colectivo, y cuya escritura —casi siempre desconocida o de la que solo se tiene un conocimiento muy superficial— se considera per se antigua, estéticamente deleznable y temáticamente desfasada, algo así como las batallitas del abuelo. Ese autor, digo, está condenando a la irrelevancia dentro del panorama escénico contemporáneo. De nada sirve exhibir currículum, los muchos premios conseguidos, las múltiples ediciones de sus obras —ah, es que el teatro no es para leer— o los éxitos alcanzados sobre los escenarios. Eso pertenece al pasado, casi a la prehistoria del teatro. Es cuestión de la edad, seguro.
Lo cierto es que un autor de mi generación, ya digo, tiene muy difícil subir una obra suya a un escenario. Me acuerdo de que, cuando yo era un autor joven —entonces aún no se nos llamaba emergentes— es muy probable que pensara de los autores de más edad algo semejante a lo que los autores más jóvenes de ahora piensan de nosotros, los más veteranos. En cualquier caso, los autores de mi generación éramos gente que no veníamos mayoritariamente del teatro. Llegamos al teatro para servirnos de él, para instrumentalizarlo como arma de lucha, ingenuamente política, pero también para enfrentarlo con el teatro comercial del momento, entendido como estética, pero también como sistema de producción. Estoy hablando, obviamente, del teatro independiente.
El teatro independiente era un teatro sumamente ideologizado, pero también un teatro ecléctico. Hubo autores de mi generación que oponían al teatro “naturalista” que imperaba entonces en los escenarios un teatro radicalmente contrario (el teatro del post-absurdo, el teatro de farsa y de parodia, el teatro de provocación). Otros nos acercamos al teatro épico, aunque que de manera muy sui generis, lo cual no excluía que defendiéramos también la utilización de fórmulas más convencionales cuando pretendíamos desarrollar lo que, de forma muy genérica, se denominaba teatro popular, es decir, un teatro que buscaba llegar a un público más amplio, y que concentraba la ruptura más bien en el contenido que en la forma; un teatro que, de una manera sencilla e ingenua, se esforzaba por explicar al público la sociedad en que vivíamos, las contradicciones de clases y la Historia, escrita obviamente con mayúscula.
En cualquier caso, este primer teatro (de nuestra generación, mío) venía mediatizado por estas “tomas de posición” previas a la misma escritura dramática. Además, los autores, en el teatro independiente, escribían para un grupo, del cual eran también directores, actores… y eso también condicionaba. Es un poco lo que ocurre en la actualidad, aunque sin la pobreza de recursos de los colectivos teatrales de entonces (no solo económicos sino también estéticos).
A partir de la década de los 80 del siglo pasado, se produce un cambio en profundidad. Algunos autores vamos asumiendo, cada vez más decididamente, la condición de ser únicamente autores dramáticos, no ligados ya forzosamente a un grupo, es decir solo dramaturgos. Los 80 son años especialmente significativos porque en ellos se están produciendo cambios en profundidad que afectan al sistema de producción, a la relación entre lo que es público y privado, a la intervención de las instituciones en el teatro… La aceptación del teatro como bien cultural, implicará la concesión de ayudas a la producción y la distribución de espectáculos; la creación de centros públicos de producción, un poco siguiendo el modelo francés, pero con un nivel de intervención de la administración mucho más grande; la recuperación y modernización de teatros y la creación de una red de salas de titularidad pública, etc. Y todo ello es posible, en gran medida, porque una parte de los nuevos gestores e ideólogos provienen del teatro independiente.
Son años en los cuales los dramaturgos, los dramaturgos de mi generación, todavía ven una posibilidad de desarrollar una escritura mínimamente coherente, que suba a los escenarios con alguna regularidad, por pequeña que sea. Porque subir a los escenarios no es solo necesario para alimentar el ego del autor; es necesario para testar la efectividad de la propuesta, y contraponerla a la respuesta del público. El teatro solo está completo cuando el texto, es decir, la propuesta del autor, a través de la interpretación del director y de los actores, entra en contacto con el público, y la reacción de este retroalimenta todos y cada uno de los elementos de ese proceso. Si este contacto no se produce con regularidad, el texto, el autor, irá cada vez alejándose más y más del público, de la realidad…
Entrada la década de los 90 es cuando esos nuevos y significativos cambios, que se habían iniciado en la anterior, conformarán definitivamente la práctica teatral. Por un lado, los centros públicos de producción ya se han consolidado y se han pagado las deudas pendientes con las generaciones anteriores (sin convicción, sin voluntad de normalizar la presencia en los escenarios de una dramaturgia contemporánea, todo hay que decirlo), y los directores de los centros dramáticos se orientarán hacia grandes montajes clásicos y de repertorio universal, y cada vez habrá más “nuevos autores” extranjeros, más “descubrimientos”, más modas (y más directores vedetes, también). De otra, aparecerá, avanzada la década, una generación de autores más jóvenes, que no han vivido ya la época del teatro independiente, una generación fascinada por los talleres de escritura dramática y por las investigaciones formales. Una generación, muchas de las obras de la cual tienen tendencia a huir de cualquier concreción espacial y temporal, de cualquier signo realista, de cualquier referente social o político. Un teatro donde casi nunca se habla de la historia reciente, ni de los problemas que está viviendo el país y la sociedad contemporánea (avance de posiciones políticas ultraconservadoras, enfrentamientos sociales y culturales, etc.) Un teatro, en fin, que toca problemas de comunicación, o de identidad personal, o incluso de la misma escritura, a menudo bajo formas de comedia, y que presenta, en general, fórmulas de ruptura muy interesantes pero que pronto acaban resultando reiterativas. Una parte muy importante de estos nuevos autores unirá su escritura, como pasaba en la época del teatro independiente, lo hemos dicho, a un grupo (como autores, directores, actores), lo cual comporta una importante revitalización de los colectivos teatrales, y esta dramaturgia, nueva o renovada, acabará teniendo una presencia en los escenarios mayor y más constante que la de los autores de más edad.
O, dicho de otra manera, los autores de mi generación, como señalábamos al principio, no serán ya casi nunca montados por estos grupos emergentes o por las nuevas compañías privadas. Posiblemente porque no interesan (no interesamos) suficientemente a un público como para resultar rentables (que, en el caso de los teatros públicos, equivale a asegurar un mínimo porcentaje de ocupación de las salas). Con lo cual estos autores se quedarán mayoritariamente fuera de los circuitos. Pero no solo porque no estrenan. Sino también porque no escriben, o escriben poco, o más sencillamente se enfrentan a grandes problemas a la hora de escribir. También, está claro, cuentan otros factores —el lingüístico, el geográfico, el político— que, en el fondo, no son sino caras de la misma moneda.
Y es que, permítaseme personalizar, en mi ámbito lingüístico, en el ámbito del teatro en catalán —también hay que hablar de esto— tampoco acabarían rodándonos las cosas demasiadas bien a muchos de nosotros, sobre todo a los que nos encontrábamos en la periferia. Durante los años 70, y comienzos del 80, existía la voluntad de consolidar el ámbito lingüístico catalán (y consolidarlo también en el teatro). Así, los autores que no proveníamos de Catalunya, pero nos expresábamos en la misma lengua, subíamos, con una cierta normalidad, a sus escenarios. Cuando los teatros públicos aparecieron, se mantuvo, en sus inicios, más bien o más mal, esa voluntad de comunicación (y yo recuerdo haber estrenado, con cierta normalidad en el teatro público y haber entrado en la programación de compañías privadas en Catalunya). Pero esta situación no duró mucho. Por un lado, las estrategias de la política, los pactos entre las diferentes fuerzas para acceder a o para conservar el poder, trajo consigo el abandono progresivo de temas que pudiesen resultar conflictivos. Que pudieran hacer menguar los apoyos institucionales, en función de la fuerza política en cada momento dominante. Todo esto, se unió al peso que iba adquiriendo la producción pública, la autonomía que iban ganando los directores de esos centros, los gustos personales de cada uno. Y también, el renacimiento de la producción privada, una producción privada de nuevo cuño, que apostaba decididamente (y con mucha lógica) por otros tipos de teatro y, paralelamente, la aparición de nuevas generaciones de dramaturgos y dramaturgas con planteamientos estéticos diferentes, a veces opuestos; todo esto, todo lo que hemos acabado de enumerar, cortó una parte importante de los canales de comunicación que hasta aquel momento habían existido entre el teatro de Catalunya y del País Valenciano, que, por mi opción lingüística a la hora de escribir, era mi territorio preferente de actuación. Madrid, ni que decirlo tiene, me quedaba muy lejano. Y aunque una parte importante de mi teatro ha sido traducido al castellano, nunca, excepto en el caso de El veneno del teatro, parece haber suscitado demasiado interés.
Así las cosas, no es de extrañar que, ante las dificultades cada vez mayores para llegar a estrenar, ello unido al hecho de no pertenecer ni mantener conexión especial con ningún colectivo o centro de producción, público o privado, orienté mi vida profesional hacia otro territorio, la escritura de guiones para televisión, oficio que en aquellos años —estoy hablando de la segunda mitad de la década de los noventa— había echado a andar, primero tímidamente, pero que pronto alcanzaría una importante velocidad de crucero. No es como ahora, en que la profesión de guionista se ha normalizado y la demanda, al igual que la oferta, son abundantes; en aquel período liminar de la ficción televisiva hacía falta guionistas, y muchos autores de teatro de mi generación fuimos requeridos para resolver esa carencia y acabamos escribiendo con regularidad para la pequeña pantalla. En especial para géneros, como las series diarias, en las que impera una acusada teatralidad y en cuyos capítulos la parte dialógica es fundamental para el mantenimiento de las tramas.
Instalado, pues, en este para mí nuevo territorio, y alejado de la realidad teatral del País Valenciano, de la que cada vez me sentía más desconectado, mi única relación con la escena acabó reduciéndose, en los veinte años siguientes, a versiones y traducciones, generalmente de encargo, y a desarrollar, juntamente con mi hermano Josep Lluís, obras que sabíamos irrepresentables, en unos casos por el número de personajes, en otros por la temática abiertamente política, que, eso sí, ganaban premios y eran publicadas con regularidad, pero que nunca o casi nunca lograron subir a la escena.
En el año 2015 ocurrieron tres hechos que tuvieron especial trascendencia en mi trayectoria profesional posterior. El más importante fue, sin duda, el inesperado fallecimiento, después de una breve enfermedad, de mi hermano Josep Lluís, con quien tantos y tan gratificantes proyectos había desarrollado, aunque la mayor parte de ellos, como ya he dicho antes, no subieron nunca a la escena. Luego, el final de mi participación como guionista en series de televisión de largo recorrido, trabajo, el de guionista, al que daría el cierre definitivamente pocos años después. Se iniciaba, así, un período en el que disponía de más tiempo para reconsiderar si me quedaba aún algún futuro como dramaturgo, pese a las negras perspectivas que contemplaba en los años anteriores. El punto de inflexión para mí fue, sin duda, el montaje por una productora privada de Trío, una comedia en la que, significativamente, contaba la historia de dos actores que quieren montar mi obra El veneno del teatro, pero que su autor, yo, no les daba permiso porque odiaba la obra, ya que se sentía, dado el número de montajes alcanzado, como si no hubiera escrito otra en su vida. Una producción privada, insisto. Y aquí sí que podría decir que se produjo, al menos por lo que se refiere a mi ciudad, un cierto cambio de tendencia. En mi ciudad, Valencia, porque en lo que se refiere a los escenarios de Madrid y Barcelona yo estaba ya, como autor, definitivamente descartado. Autor de edad, periférico, que escribe en otra lengua distinta de la oficial, aunque la mayor parte de sus textos estén traducidos y publicados (me repito: ¿quién lee ya hoy teatro?), o lo que es lo mismo, autor irrelevante, al que lo único que se le suelen pedir hoy, en Madrid o Barcelona, son artículos para revistas especializadas.
Sin embargo, sorprendentemente, ya digo, en Valencia, mi ciudad, había ido cambiando la tendencia. Lentamente, sin grandes estridencias. Y este cambio de tendencia también influyó notablemente en la recuperación de mi interés por la escritura teatral. Fruto de ello fueron varias obras y una de ellas, Dinamarca, de 2019, desarrollada en solitario a partir de una idea que no pude llevar a la práctica con mi hermano Josep Lluís, ganó, tras su estreno —esta vez sí, en una producción pública— el Max al mejor texto.
Han sido pues, en los nueve años que van desde el citado 2015 hasta finales de 2023, en que escribo este artículo, en los que he logrado completar una lista, si se quiere modesta, de producciones y estrenos como no hubiera podido ni imaginar en los veinte años precedentes. Doce montajes de los que solo uno corresponde a una traducción o adaptación. Y, el resto, son obras originales, dos de ellas proyectos colectivos en los que hemos participado diversos autores. Y solo tres han sido producidos y estrenados por las instituciones. El resto lo han sido por productoras privadas o grupos teatrales estables, aunque algunos de esos montajes hayan sido de pequeño formato. ¿Un éxito? No es como para echar las campanas al vuelo, desde luego. Pero, por lo menos, no me he sentido relegado a la inactividad, o al olvido definitivo. Pero no me hago demasiadas ilusiones. A esta época de relativa abundancia, sucederá, más pronto que tarde, de nuevo el erial.
Antes hablaba de la generación que siguió a la nuestra. Esta segunda generación está siendo ya remplazada por una nueva, muy activa, pero de proyección limitada por la evolución que ha ido sufriendo la escena en los últimos años. No es este el lugar ni el momento para analizarla a fondo, pero sí que podemos señalar que una de las características de la mayor parte de los montajes que se producen, salvo contadas excepciones, es la progresiva reducción del tiempo de permanencia en los escenarios, en especial en los escenarios de los teatros públicos. Ya no hacemos temporadas, como decía un crítico, solo bolos, incluso en capitales importantes. Si esto es así incluso en el caso de autores acreditados, qué no ocurrirá cuando lo que se proponen son montajes de textos de autores o de autoras jóvenes. Las instituciones participan, frecuentemente de modo indiscriminado, en las producciones de estos novísimos autores (si no es el viejo café para todos se le parece mucho), producciones a las que luego se les concederá un período de exhibición cada vez más corto. Y en los circuitos de exhibición de la comunidad correspondiente, se les contratará también menos, porque el responsable político de turno exigirá a los programadores una rentabilidad, por lo menos en número de espectadores, —que no de ingresos, porque las localidades, en muchas de estas salas, tienen un precio claramente simbólico—; una rentabilidad que no siempre consiguen alcanzar con textos y propuestas escénicas todavía poco sólidas y frecuentemente poco atractivas para el público. O que no vienen respaldadas por repartos en los que destaquen caras conocidas de la televisión.
Frente a este panorama, los teatros privados, en especial las salas ligadas a las productoras más importantes, afinan bastante más sus programaciones y obtienen mucha mejor respuesta de público. Pero, claro, acceder a estas salas —o a estas productoras— es algo muy difícil para muchos de los autores que, como yo, se mantienen al margen del negocio, o son considerados poco atractivos para un público mayoritario. Los teatros públicos, si llevan alguno de sus textos a escena, es antes “porque toca” (sí, la producción pública tiene mucho de escalafón) que por verdadero interés o convencimiento de quienes están al frente de aquellos y programan.
¿Qué nos queda, pues, a los dramaturgos que comenzamos alzando nuestra voz en tiempos ya remotos? Indudablemente —y es lo primero— seguir escribiendo mientras podamos. Y seguir siendo fieles a nuestra visión del mundo y a nuestros principios, tanto éticos como estéticos. Aunque estos, tanto los unos como los otros, puedan ser considerados coyunturalmente como anticuados: tratar de ajustarse a lo que está “de moda” en cada momento, no siempre suele dar buen resultado. Y seguir intentando publicar, siempre que sea posible, aun aceptando que serán muy pocos los que nos lean porque —como hemos dicho varias veces— hoy ya nadie lee teatro. Ni siquiera la mayor parte de quienes se dedican a representarlo. Y aunque no consigamos ser leídos o estrenados ahora, esforcémonos en pensar, aunque cueste, que la historia hace a veces justicia, aunque generalmente de manera tardía, y es posible que seamos leídos o representados —casi siempre de modo desafortunado— en el futuro. Pero seremos representados (¡por fin!). Y, sobre todo, procuremos no cultivar frustraciones ni rencores. A fin de cuentas, nadie nos obligó a escoger este oficio. Y ser generosos, e interesarnos por el trabajo de los autores y las autoras más jóvenes: no seremos mejores autores con ello, pero sí mejores personas. Y ver cuanto teatro se pueda. Y sonreír.