La producción dramática de Miguel Signes comprende un considerable número de textos, escritos a lo largo de toda una vida y bajo el impulso de una vocación irrenunciable que no se ha debilitado en ningún momento pese al reducido horizonte al que se enfrentan en nuestro país quienes se dedican a la escritura teatral; y no solo por las escasísimas posibilidades de contemplar algún día sus obras subidas a un escenario sino también por los limitados canales para su edición y por la ausencia de un público lector lo suficientemente amplio para garantizar la rentabilidad de la misma en las ocasiones en que llega a realizarse.
Esa extensa producción de Signes, iniciada ya en sus años juveniles en el ámbito de los grupos teatrales universitarios y nutrida incansablemente con nuevas aportaciones, presenta una notable variedad tanto en lo referente a los temas abordados como en las técnicas a las que recurre para el tratamiento de los mismos. Y, aunque resulta problemático afrontar la clasificación de ese heterogéneo conjunto, sí señalaré al menos dos componentes que lo dotan de una indudable coherencia y que permiten que adivinar lo que designaríamos como su “rasgo autorial”: la honestidad intelectual y la investigación permanente sobre sus medios expresivos. La primera va ligada a la dimensión ética común a todos sus textos, visible tanto en su compromiso con la realidad cuando aborda temas de la vida cotidiana como en el rigor intelectual y la profusa documentación con los que afronta hechos y personajes del pasado para “leerlos” a la luz de nuestro presente y extraer conclusiones que lo iluminen. El otro componente es la experimentación continua con las posibilidades del lenguaje dramático, la búsqueda de nuevos recursos para la puesta en escena, no para satisfacer un inane prurito formalista sino con el propósito de encontrar el cauce idóneo para extraer del tema elegido toda su potencialidad. Signes tiene muy presente el viejo axioma de los formalistas rusos sobre la estrecha relación entre forma y contenido ya que es en el trabajo sobre los elementos de aquella donde reside la capacidad de la obra artística para profundizar en la superficie de la realidad y ofrecer dimensiones inexploradas de la misma. Por ello puede afirmarse que cada una de sus piezas teatrales se caracteriza por una nueva propuesta formal tras la que no resulta difícil de percibir el esfuerzo por hallar el molde expresivo idóneo que el tema exigía.
Puestos a buscar criterios que permitan proponer una mínima ordenación en la amplia y heterogénea producción de Miguel Signes podríamos echar mano de la distinción en dos periodos establecida por Antonio Tordera (2001) para sus piezas breves, aunque no resulte del todo aplicable a las obras dramáticas extensas1. Distingue Tordera un primer periodo (1966-1986) en el que los textos poseen una clara dimensión documental, que, aunque utiliza técnicas como el collage de clara inspiración cubista y dadaísta, desecha la preeminencia que esos movimientos concedían al azar “para desarrollar una cirugía precisa y precisamente controlada por una intención política transformadora”. Esa técnica le permite poner en cuestión los discursos oficiales sobre los que opera y, consiguientemente, “la propia escritura dramática, la entidad de la autoría y la estabilidad del texto”. Son los mensajes, extraídos de los medios de comunicación del poder, los que “hablan por sí mismos”, aunque manejados hábilmente por el autor, con lo que la trama “la proporciona la realidad histórica de cada momento”. Resulta decisiva también, como apunta Tordera, la recurrencia a un lenguaje cuyos modismos y sintaxis “reflejan la lengua popular o marginada” y sitúan la obra en el territorio del sainete, aunque “afiliándose a la tradición del más comprometido Arniches, y ahondando, a la vez, en el realismo que, en Buero Vallejo o Lauro Olmo conjugan ambición estética, compromiso social y formas populares del teatro”. Estas características que Tordera deduce del análisis de piezas como La oposición, Programa para la paz u Obra nº 2: profesorado universitario podrían aplicarse a una obra extensa como Antonio Ramos, 1963, la más representativa del teatro de ese primer periodo que asumió la misión de denunciar la realidad de franquismo y dar testimonio de las convulsiones que precedieron a la consolidación definitiva de la democracia.
Las obras cortas escritas el segundo periodo, fijado por Tordera entre 1986 y 2000 (su texto está fechado en 2001), se caracterizarían por “un desplazamiento del foco del conflicto dramático y, en consecuencia de la escritura escénica”, la cual ya no es una transcripción manipulada de los hechos “informados”. El supuesto de la objetividad ha entrado en descrédito, y el núcleo dramático se desplazado hacia un cuestionamiento de la percepción misma. El autor —añade Tordera— continúa buscando un espectador activo, pero “ya no reclamando la complicidad de la ironía para leer ‘entre líneas’, sino enfrentándolo con el territorio resbaladizo de aquella ambigüedad que se da en toda percepción”. El compromiso continúa vigente si bien, una vez instaurada, la denuncia política cede el paso a temas de índole más sociológica como la condición de la mujer, el hastío de la felicidad doméstica, la insolidaridad, la inmigración, etc. A ello va unido el protagonismo que adquieren las estrategias empleadas para la puesta en escena que realzan la estructura del texto como artefacto escénico como se observa en las piezas mencionadas por Tordera (Las llaves, 1986; ¿Qué hacer con la historia?, Los vecinos, ambas de 2000) y en otras escritas con posterioridad (Una silla tres euros, 2003; Así somos, 2007; Yo quien soy, 2009).
En las obras extensas, sin embargo, plantea dificultades mantener esa separación cronológica tan radical pues en varias de las escritas durante el primer periodo ya se evidencian planteamientos renovadores que la distancian del teatro social al uso2. Así, La comedia de Charles Darwin , escrita en 1980, comparte plenamente, por su temática y por su elaborada construcción metaficcional, las características que Tordera adjudica al periodo siguiente. O títulos como El bonito juego de los números (1970, y Sólo unas pocas semanas (1975) serían igualmente adscribibles a ese “segundo periodo” por su temática histórica y por su intento de ofrecer una alternativa a las versiones del pasado difundidas por el discurso “oficial” (la expulsión de los moriscos en el siglo XVII y la actuación de los liberales en la España decimonónica). Puede, pues, afirmarse que la problematización de la escritura escénica que Tordera señala en las piezas breves del segundo periodo resulta evidente en casi la totalidad de las obras mayores cuya temática, además, refleja un proceso de intelectualización que le lleva a la reescritura de textos clásicos, al interés por la vida y el pensamiento de algunas grandes figuras del pasado o a la revisión de determinados hechos históricos para leerlos a la luz de nuestro presente y cuestionar las versiones que se han transmitido de los mismos. Esa profundización temática, además del imprescindible caudal de lecturas complementarias, ha implicado para Signes un trabajo de investigación a la búsqueda de las estrategias y los recursos escénicos más idóneos para llevar a la escena los contenidos que pretendía. El resultado es una escritura dramática de enorme versatilidad que ha asimilado las más importantes propuestas que renovaron el arte teatral a lo largo de todo el siglo XX (Brecht, Pirandello, O’Neill, Handke, Stoppard y un largo etcétera); a ello se une un trabajo de experimentación constante cuyo resultado es que cada una de las piezas de Signes suponga una apuesta formal que raramente se repite.
La aportación, sin duda, más definitoria de la mayor parte de esas propuestas renovadoras de la puesta en escena es la reflexividad, concepto que abarca una extensa gama de estrategias y que puede referirse tanto a la mostración en escena del hacerse de la propia obra como a la introducción de reflexiones sobre el proceso creativo o sobre la misma escritura teatral.
Esta dimensión reflexiva no es exclusiva del teatro sino que es común a la literatura y a otros ámbitos de la creación hasta el punto de convertirse en uno de los rasgos definitorios de la modernidad artística. Robert Stam, quien se refiere a la omnipresencia de la reflexividad en la ficción contemporánea (aunque su investigación se centre exclusivamente en el cine), la define como “el proceso mediante el cual los textos ponen en primer plano su propia producción, su autoría, sus influencias intertextuales, sus procesos textuales, o su recepción”; y considera que es un síntoma “del escrutinio metodológico típico del pensamiento contemporáneo, una tendencia a examinar sus propios términos y procesos” (Stam et al. 1999, 228). Conviene, no obstante, introducir una mayor precisión y diferenciar entre los conceptos de “autorreferencia” y “autoconciencia” a los que a menudo se agrupa y confunde bajo términos que incluyen el prefijo meta- (metaliteratura, metateatro, metacine…). Recordemos con Javier Pardo que autorreferencia designa a “una reflexividad general en virtud de la cual una obra de un medio específico hace referencia a, refleja, o reflexiona sobre el propio medio”. Por su parte, la autoconciencia es “una reflexividad específica o al cuadrado en virtud de la cual la obra hace referencia a sí misma y pone al descubierto su condición de tal, su carácter construido, artificial, ficticio en última instancia” (Pardo 2017:410).
A la hora de abordar la importante presencia de estrategias reflexivas en el teatro de Miguel Signes, que constituyen, como he señalado, uno de los componentes más definitorios de su producción, conviene volver de nuevo a Robert Stam y recordar la distinción que establece entre el uso “serio” y el uso “lúdico” de tales estrategias. Así, frente a una reflexividad “seria”, claramente subversiva y que tiene como objetivos el cuestionamiento de la realidad representada, la exhibición de los mecanismos de la puesta en escena o la discusión sobre la idoneidad de los mismos, señala la existencia de una “reflexividad conservadora”, fundamentalmente lúdica que “enfatiza el espectáculo y el artificio, pero en definitiva dentro de una estética ilusionista que tiene poco que ver con procedimientos o propósitos desmitificadores o revolucionarios” (1999: 230). La reflexividad a la que recurren Signes está en el polo opuesto de esa utilización lúdica que convierte su uso en un ejercicio gratuito, sin más pretensiones que el puro divertimento y carente de toda trascendencia. Las emplea, por el contrario, como herramienta para evidenciar el ilusionismo del universo representado sobre el escenario, para provocar el distanciamiento de los espectadores y despertar su sentido crítico o para crear el efecto extrañante que propicie la capacidad de trascender la superficie de la realidad posibilitando el acceso a niveles más profundos de la misma. El repertorio que utiliza es muy variado y remite a los grandes nombres que a lo largo del siglo XX revolucionaron el panorama teatral y cuyas aportaciones Signes demuestra conocer a fondo, como conoce asimismo los textos teóricos que están en el origen de esa revolución o los que contribuyeron a afianzarla.
Aunque la recurrencia a procedimientos reflexivos puede detectarse en la mayor parte de sus obras mayores voy a detenerme en tres de ellas en las que tales estrategias tienen una presencia notable: Un Eduardo más (1986), La comedia de Charles Darwin (1980) y Un personaje llamado Gramsci (2017, aunque todavía inédita). Las tres comparten además su pertenencia a un subgénero como el biográfico que en el teatro contemporáneo ha adquirido una especial relevancia, debida en gran parte a las posibilidades que las mencionadas estrategias brindan para indagar en la vida y en el pensamiento de personajes del pasado. Resulta innegable la atracción de los dramaturgos actuales por esas figuras a las que recurren con el propósito de intentar una lectura desmitificadora o revisionista de las mismas o para utilizar algunos episodios concretos de sus vidas (la biografía escénica ha de ser inevitablemente más sintética y reduccionista que la literaria) como vehículo para una reflexión sobre la realidad presente (Pérez Bowie 2019a y 2019b).
A la hora de abordar esas tres obras ha de tenerse en cuenta una diferencia fundamental que separa la primera de ellas de las otras dos: la base de Un Eduardo más es un texto ficcional, el drama Edward the Second de Christopher Marlowe de cuya trama toma Signes algunos elementos para someterlos a una personal reescritura; en cambio, las obras sobre Darwin y sobre Gramsci se basan en textos de carácter factual escritos por los mismos protagonistas (memorias, diarios, cartas) o por alguno de sus biógrafos. No obstante, la pieza de Marlowe no es la única fuente de Un Eduardo más, pues, aparte de haber ahondado en aspectos de la psicología del personaje y acercarlo al espectador contemporáneo, resulta obvio que su elaboración ha exigido la consulta de numerosos documentos y de textos históricos sobre el monarca inglés y su época.
UN EDUARDO MÁS
La obra tiene como punto de partida uno de los primeros dramas del teatro histórico isabelino publicado en 1592, aunque, como se puede comprobar, no se trata de una adaptación ni de una reelaboración del texto originario; habría que emplear para definirla el término de “reescritura” pues Signes ha tomado ese texto para desarrollar una acción teatral de la que se vale, como apunta Jaime Siles, “para desenmascarar los distintos usos y formas del poder” y que “incide más que en el ser humano como sujeto de la historia, en el poder como elemento negativo y en su discurso como componente perturbador”(Siles 2003: 11). Pero, a la vez, el autor lleva a cabo una reflexión a fondo sobre las posibilidades del propio lenguaje escénico y pone en evidencia la permeabilidad de la frontera que, sobre las tablas, separa la ficción y la realidad. A este respecto, Signes reconoce haberse inspirado en Rosencrantz and Guildenstern Are Dead (1966) y en el ejercicio metateatral que en esa pieza lleva a cabo Tom Stoppard a partir de dos personajes secundarios de Hamlet (Signes 2003:19).
La historia está construida a partir de la mirada subjetiva del protagonista, el rey con Eduardo II de Inglaterra, quien vive sus últimos días prisionero, por orden de su esposa Isabel, amancebada con el traidor Mortimer, en el castillo de Killingworth. Las siete escenas que componen la obra son una sucesión de flashes que remiten a los recuerdos y a las alucinaciones de Eduardo y nos presentan, en ausencia total de rigor cronológico, una serie de momentos de su vida. La acción se inicia con el intento del prisionero de imaginar la conversación entre su amante Gaveston y otro caballero, junto con el que se dirige a Londres después de que Eduardo, recién coronado rey, le levantara la pena de destierro que le había impuesto el fallecido Eduardo I. Esa conversación imaginada se reconstruye sobre escena con la voz de Eduardo, quien interpreta a Gaveston y, a la vez, (a través del magnetófono que manipula un soldado) a su acompañante. Por otra parte, rey prisionero mantiene un diálogo igualmente imaginario con el soldado que lo vigila a quien concibe como un enviado de sus enemigos para forzarlo a la abdicación. El monólogo del Eduardo situado al final de esta primera escena contiene una referencia explícita a la carencia de nexos causales y temporales con que opera su memoria y que justifica el desorden con que esos fragmentos biográficos llegan al espectador:
¡Necesito comunicarme! El silencio y la soledad me aterran. No consigo ordenar mis pensamientos yo solo más allá de unos pocos minutos. Después las ideas no fluyen a su ritmo natural, dan saltos bruscos, y, de una, paso a recordar hechos sin conexión entre sí ni con ella. Tengo a veces la sensación de estar analizando correctamente un hecho pasado, aunque lo que haga sea en el fondo pura descripción, y de repente mi mente se llena contra mi voluntad con otro hecho del presente más acuciante. No tengo sosiego para ordenar las cosas; no sé lo que quiero pensar (p.37).
Se van sucediendo, así, las diversas escenas en las que asistimos (escena II) al momento en que Eduardo y Gaveston juegan a representar el episodio bíblico de David y Betsabé, el primero encarnado por el rey y la segunda por su amante mientras un soldado actúa sucesivamente como narrador y como Urías. En la escena siguiente (la III) Eduardo, aún príncipe, conversa con el Preceptor quien trata de reconciliarlo con el Rey al que Eduardo reprocha haberlo encarcelado para apartarlo de Gaveston; el Preceptor le recrimina haber reproducido el pecado del rey David al seducir a la mujer de uno de sus vasallos tras enviar a este a combatir contra los escoceses.
La escena IV es de una especial complejidad. Por una parte, asistimos a las reflexiones que el protagonista se plantea sobre la insuficiencia la sus palabras para recrear el pasado y que caben ser leídas como un metadiscurso referido al propio lenguaje teatral:
Tengo en la cabeza, confundidos en la memoria mis sentimientos, las creencias e ilusiones de mi juventud, pero no soy capaz de darles cuerpo y describirlas (…) Las palabras que pongo en mi boca llegan a mis oídos faltas de vida, hueras, pesadas, falsas. Es como el orador al que le fallase el conocimiento del asunto sobre el que versaba su discurso y tuviera que mover su cuerpo, gesticular y manejar la modulación y la variedad de su voz sin saber para qué. (p. 61).
Es, a la vez, una escena de considerable complejidad temporal pues a lo largo de ella se suceden sin transición el diálogo de Eduardo con los dos obispos que lo visitan en la celda (para intentar convencerlo de que abdique de la corona nombrando regente a su esposa Isabel) y la rememoración por parte de Eduardo de cómo, quince años atrás, vengó la muerte de Gaveston. Esos recuerdos dan paso a una representación en segundo grado en la que se caricaturiza la batalla de Boroughbridge (en la que llevó a cabo esa venganza) con las sombras de dos jinetes en caballos de cartón tras una tela mientras se oyen en off sus voces. La representación de la batalla viene precedida de la arenga de Eduardo a sus partidarios, única ocasión en que Signes introduce un fragmento del texto de Marlowe.
La escena V posee también un grado similar de complejidad tanto por la confusión de presente y pasado como por su desarrollo sobre las tablas, que exige la presencia de un gran número de maniquíes (manejados por los tramoyistas y cuyas voces oímos en grabaciones magnetofónicas) en sustitución de los miembros del parlamento; el Rey se dirige a ellos prometiéndoles poner fin a los años de molicie vividos junto a Gaveston y actuar duramente frente a las incursiones de los escoceses. Las intervenciones de uno de los centinelas establecen un contrapunto retrotrayéndolo al presente y recordándole que su tiempo ya ha pasado y que la Historia no se repite. Se suceden otros momentos pretéritos: La humillación al obispo Walter cuando Eduardo lo priva de su condición y de sus cargos a favor de Gaveston y lo envía a prisión; inmediatamente, y tras un breve oscuro, asistimos al momento en que, cinco años más tarde, un carcelero le comunica que el Rey ha decidido liberarlo y restituirle sus privilegios. La escena VI abunda también en bruscas mutaciones espaciales y temporales: La reina Isabel, mientras se prepara para bañarse, cuenta a su doncella, un sueño que ha tenido; luego, Eduardo, en una alucinación, la ve aparecer desnuda en su celda y rememora para ella el ataque de sus enemigos contra Gaveston; sigue un diálogo con su carcelero donde este se muestra cruel con el prisionero; y otro diálogo de Isabel y la doncella en aquella se lamenta de que Eduardo prefiera la compañía de Gaveston a la suya y se muestra dispuesta a acabar con este.
El comienzo de la escena VII se retrotrae a la juventud de Eduardo, quien dialoga con el Preceptor comentándole sus buenos propósitos para el futuro reinado. Cuando ven entrar a Isabel y a Mortimer se ocultan y escuchan los planes de ambos para destronar a Eduardo. El obispo Winchester irrumpe en escena (esta es ahora la corte) mientras los altavoces del teatro anuncian la abdicación de Eduardo (El texto que se reproduce a través de la megafonía es un fragmento de Ricardo II de Shakespeare en el que el rey renuncia a la corona de Inglaterra). El obispo transmite a la Reina y a Mortimer la decisión de Eduardo de presentar en el parlamento su renuncia al trono a favor de su hijo. Luego intenta interceder para que se le perdone la vida pero Isabel se niega y se dispone junto con Mortimer a preparar la coronación. La muerte del monarca se sugiere con “un grito desgarrador de alguien a quien torturan”, que se escucha al producirse el oscuro, y con un coro de voces que anuncian “¡El rey Eduardo ha muerto! ¡Viva el rey Eduardo!”.
En el Epílogo, situado siete años después, dos soldados (uno de ellos el que fue carcelero de Eduardo) y dos campesinos comentan en torno a una hoguera los rumores que corren sobre el modo en que murió el Rey (aunque el carcelero se resiste a confirmar nada), sobre los presuntos milagros que está obrando y sobre la decapitación de Mortimer ordenada por el hijo y sucesor de Eduardo.
Nos hallamos, obviamente, ante un premeditado despliegue de estrategias metateatrales destinadas a potenciar la complejidad del aparato enunciativo y poner de manifiesto la condición de “constructo” de la historia que se presenta a los espectadores. Los recursos destinados a lograr que estos no se dejen atrapar por el efecto ilusionante de la escena (y sean conscientes de que lo que ven sobre el escenario no está sucediendo “realmente” sino que es producto de un artificio) son numerosos: alteración deliberada de la linealidad temporal, superposición sin nexo alguno de acciones que transcurren en espacios muy lejanos entre sí, recurrencia a la mirada subjetiva difuminando la frontera entre “realmente” sucedido y lo que es producto de la imaginación o las alucinaciones del personaje, introducción de un segundo nivel de representación, utilización de elementos anacrónicos (magnetófonos), sustitución en determinados momentos de actores por maniquíes en determinados momentos, etc. Se trataría de la manifestación de metateatralidad que hemos denominado “autoconciencia” en la medida en que la obra hace referencia a sí misma al poner al descubierto su condición de representación, de artificio y, consiguientemente, su ficcionalidad con el objetivo de provocar en los espectadores el distanciamiento y la reflexión subsiguiente.
Faltaría, en cambio, un factor presente en las otras dos piezas en las que me voy a detener a continuación, el cual y nos permitirá calificarlas no sólo de autoconscientes sino también de autorreferenciales: la existencia de un metadiscurso que se produce en un nivel paralelo a la ficción introduciendo una reflexión explícita sobre el propio el propio proceso de puesta en escena en particular y sobre el teatro en general. En Un Eduardo más ese discurso solo aparece de manera implícita, apuntado en el interior de la ficción y vinculado a uno de los personajes de la misma, como hemos visto en los dos fragmentos citados de las escenas I y IV.
LA COMEDIA DE CHARLES DARWIN
En este caso nos encontramos con un tratamiento escénico de la biografía de mayor complejidad ya que la “narración” de la vida de Darwin se presenta como un proceso en construcción, en una representación en segundo grado; sobre las tablas se desarrollan, por una parte escenas de la acción marco, que gira en torno al intento de Norman (un maestro rural, quien, a la vez, trabaja para Darwin como copista de sus escritos), el cual se encuentra inmerso en el proyecto de llevar el personaje del científico al teatro en una obra en donde se especula sobre sus teorías y la repercusión que pueden tener las mismas en la sociedad victoriana. Tales escenas se suceden en simultaneidad con las de la obra enmarcada, que conocemos de manera fragmentaria a través de las lecturas y ensayos que los actores hacen del texto que está escribiendo Norman. El desarrollo de la acción tiene, además, otra complejidad añadida en cuanto que se sustenta solo sobre cinco personajes (Norman, La Mujer, Actor A, Actor B y Actor C) que doblan sus papeles actuando simultáneamente en la obra marco (Norman, su esposa, Garret –actor y empresario– y otros dos actores encargados de llevar el texto a escena) y la obra enmarcada (Darwin, su esposa Enma, sus hijos Francis y Henrietta más algún otro personaje episódico).
Tras una primera escena, a mi entender prescindible, en la que Norman y su esposa comentan la rotura de un cristal causada en su domicilio por los obreros que están derribando un edificio próximo, en la escena II, se nos informa, a través del diálogo entre Norman y su esposa, sobre el trabajo de copista que aquel ejerce para Darwin y de su proyecto de escribir una tragedia sobre el científico en la que se contrasten sus ideas con las de Rousseau:
Rousseau defendía el “regreso” a la naturaleza argumentando que la civilización ha sido un mal para el hombre, y Charles abrirá de par en par las puertas del progreso [ya que] con el evolucionismo se arrojará mucha luz sobre el origen del hombre y su historia. (p. 135).
No obstante, Norman tiene dudas sobre si las tesis de Darwin están ya consolidadas o todavía pueden sufrir modificaciones e, igualmente, se siente inseguro sobre la aceptación que pueda tener la obra entre los empresarios teatrales y entre el público.
En la escena III el matrimonio recibe la visita de Garnett, el director de la compañía que quiere estrenar la obra; lo acompaña uno de los actores. Norman les informa sobre las teorías de Darwin y sobre la tragedia que está escribiendo en la que traza un paralelismo entre las figuras de aquel con la de Prometeo. En la escena IV continúan hablando sobre la obra y comienzan a leer una parte de ella en la que los dioses Cratos y Efestos clavan en una roca a Prometeo; La Mujer está en desacuerdo con lenguaje de tragedia griega en que se expresan los personajes y le parece forzado el paralelismo que pretende establecer entre Darwin y Prometeo. Se muestra partidaria de llevar a escena “la realidad cotidiana, sin afectaciones” y alude al éxito que está teniendo en París La dama de las camelias. La lectura continúa aunque deriva en seguida hacia una discusión sobre las teorías de Darwin, sobre la gestación de las mismas y sus posibles consecuencias. Garnett, quien en su juventud conoció al científico, aporta datos que Norman se dispone a incluir. Se discute sobre el título “Chales Darwin o La tragedia del hombre” que al empresario no le convence.
La escena VI introduce un elemento que rompe con el ambiente naturalista en que se venía desarrollando la acción: una parodia de ceremonia religiosa en que los cuatro actores masculinos vestidos con ornamentos sagrados entonan el himno “Lucis Creator Optime” que canta el primer día de la Creación. El oficiante, subido en un púlpito, va leyendo fragmentos del Génesis y luego recita una especie de letanía en la que se condenan varias manifestaciones de la modernidad (los ferrocarriles, las reuniones científicas, etc.). La intención de dicho inserto responde, sin duda, al intento de reflejar el rechazo que las teorías darwinistas encontraron en los ámbitos eclesiásticos. Sin transición (una acotación indica “se procurará dar la sensación de que la lectura no fue interrumpida”) se reanuda la lectura de la obra que se estaba llevando a cabo en la escena precedente y en la que se intercalan los comentarios que Norman y los actores hacen al hilo de la misma.
En la escena VII, el escenario, que hasta este momento aparecía desnudo, está abarrotado de muebles simulando el interior de la casa de Darwin. Se ensaya ahora, con vestuario y decorados, uno de los momentos de la obra en el que Norman interpreta al protagonista y La Mujer, sucesivamente, a su esposa Emma y a su hija Henrietta. Darwin conversa con un visitante (Guielgud —un agente de bolsa que intenta convencerlo para que invierta en una línea de ferrocarriles— interpretado por el Actor C) y luego con Emma a quien expresa su inquietud sobre un próximo congreso en Oxford donde ha de exponer sus ideas. Luego pide a Henriette que le ayude a pasar a limpio unos escritos. Llega un paquete del editor John Murray que iba destinado a Norman con unas pruebas de la obra que este está escribiendo y que ha enviado por error a casa de Darwin. Las comienzan a leer y las comentan sorprendidos.
En la escena VIII Signes amplifica la dimensión metateatral de la representación recurriendo a un inesperado salto temporal mediante el que sitúa en época contemporánea al protagonista de la acción marco (Norman), quien se ve en un escenario vacío e inmerso entre un grupo de actores que están preparando el estreno de una obra anónima del siglo XIX. Norman, caracterizado como Darwin al igual que en la escena anterior, se siente desorientado. El presunto director del grupo (interpretado por el Actor B) le informa sobre la comedia que están preparando y, ante su incredulidad, Norman confiesa ser el autor de esa obra. Mantienen una amplia conversación con evidentes ecos pirandellianos que adquiere caracteres de metadiscurso en cuanto en ella hay varias referencias a la propia obra que se está ensayando (a las rectificaciones que, por sugerencia de Garnett, hubo de introducir Norman, al descontento de éste con los cambios que propone el director actual, a las reflexiones de ambos sobre el interés que puede tener una obra basada en el conflicto vivido por Darwin cuando el espectador ya conoce que sus ideas han sido plenamente aceptadas) y al teatro en general. La escena concluye con la orden del director a un tramoyista invisible para que levante el telón y comienza la siguiente escena (la IX) con ambos personajes ubicados en un espacio con idéntica decoración al de la escena VII. Mantienen un breve diálogo en que Norman critica el afán de no dejar ningún cabo suelto en una obra y que prefiere “no cerrar las cosas demasiado”. Su interlocutor le anuncia que le va a presentar a la actriz que hará el papel de Henrietta.
En la escena X Norman y La Mujer (caracterizados como Darwin y su hija Henrietta) se encuentran ensayando el texto pero son interrumpidos continuamente por el director de escena que les da instrucciones y los corrige. Norman, por su parte, también aporta sugerencias. Padre e hija comentan la obra de Norman que, aún incompleta, ha llegado a sus manos por error, la impropiedad de algunos datos y los aciertos en otras cuestiones. Darwin sugiere devolver el manuscrito a Norman. El Actor A entra protestando, porque si se elimina el final de la escena 10 se queda sin papel. En ese momento se produce un apagón y los actores han de abandonar el escenario valiéndose de cerillas.
En la escena XI, con el mismo decorado, asistimos a un diálogo entre los dos hijos de Darwin (Henrietta interpretada por La Mujer y Francis por el Actor A). Hablan de una de las pocas cartas que su padre conservó: una dirigida a su esposa Emma y que Henrietta procede a leer. En ella Emma recomienda a su esposo que sea más prudente, que no debe dar totalmente por seguras sus teorías y que debe seguir esforzándose en encontrar la verdad; le sugiere que es peligroso abandonar por completo la idea de la revelación y le aconseja que recurra a la oración. La carta incluye unas palabras que Darwin anotó al margen dirigidas a su esposa —“Cuando esté muerto, sabrás que muchas veces besé estas palabras y lloré sobre ellas”— y que lee Henrietta antes de producirse el “oscuro final”.
Vemos, pues, como en este caso la reflexividad alcanza el la condición de autorreferencialidad antes mencionada, pues nos encontramos con un metadiscurso paralelo que reflexiona simultáneamente sobre el proceso de construcción de una ficción escénica y sobre el propio medio teatral; un metadiscurso explícito y externo al ámbito de la ficción pues es proferido por personajes ajenos a la historia que “se cuenta” y situados en un marco ficcional previo (ficción marco) pero responsables de la “narración” de dicha historia (ficción enmarcada). Puede suceder, y La comedia de Charles Darwin es un ejemplo claro de ello, que la ficción enmarcada eclipse a la ficción marco y que esta sea un pretexto para desarrollar una reflexión sobre el proceso de construcción de aquella (y de paso sobre la revolución que desencadenaron las tesis darwinianas). Así, en este caso, al espectador solo le es dado presenciar unas breves escenas de la biografía de Darwin donde se recogen momentos no especialmente relevantes de la misma mientras la ficción marco alberga extensos diálogos en los que se abordan cuestiones como la idoneidad del título, la conveniencia de renunciar lenguaje arcaico (que el autor había elegido al principio imitando a los trágicos griego) para llevar a escena “la realidad cotidiana, sin afectaciones” (se menciona al respecto el reciente éxito alcanzado por Alejando Dumas con el estreno en París de La dama de las camelias) o se critica la idea de establecer un paralelismo entre las figuras de Darwin y Prometeo que Norman planteaba. Ese metadiscurso adquiere una nueva dimensión en las escenas VIII, IX y X en las que Norman aparece inopinadamente en medio de un grupo de actores actuales que pretenden montar su obra, lo que da pie a contrastar la concepción moderna de la puesta en escena con los superados planteamientos delrealismo decimonónico3.
Hay que referirse también a cómo la reflexividad propiciada por ese metadiscurso va acompañada en ocasiones por la utilización de elementos paródicos con evidente efecto distanciador, como sucede en el caso de la caricatura que, en la primera mitad de la escena V, se hace de una función religiosa en donde los miembros del estamento eclesiástico lanzan su anatema contra las teorías evolucionistas.
UN PERSONAJE LLAMADO GRAMSCI
Esta obra, escrita en 2017 y aún inédita, supone un nuevo intento de Miguel Signes por abordar desde el escenario la vida de un personaje histórico, acercándose a ella, al igual que en las otras dos biografías precedentes, desde unas estrategias “problematizadoras” que incluyen una reflexión sobre la metodología y los mecanismos más idóneos para su puesta en escena. En el caso de Un Eduardo más ese metadiscurso, como veíamos, está implícito en algunos de los parlamentos de los personajes de la ficción aunque la complejidad del aparato enunciativo se encarga de poner de manifiesto la condición de “constructo” de la historia que se presenta a los espectadores y provocar en ellos el distanciamiento y la reflexión subsiguiente. Mientras que, por el contrario, en La comedia de Charles Darwin el metadiscurso es explícito y proferido personajes externos a la ficción o, mejor dicho, situados en un marco ficcional previo, en cuanto son los responsables de llevar esa obra a la escena. La que ahora nos ocupa supone un grado mayor de reflexividad pues el peso de ese metadiscurso resulta mucho más evidente que en la pieza sobre Darwin dado desborda incluso el ámbito de la ficción marco exigiendo para su desarrollo algunas escenas exclusivas y algunas precisiones en las didascalias que figuran al frente de varias escenas.
La ficción marco gira en torno a un grupo de seis jóvenes (Ricardo, Alberto, José, Pilar, Rosa y Aurora) que proyectan llevar a escena una pieza biográfica sobre el ideólogo comunista italiano Antonio Gramsci (1897-1937) escrita por un autor llamado José Romero Marcos4. La acción transcurre en época actual, 2017 (fecha de la escritura de la obra), mientras que la acción enmarcada recoge diversos momentos de la vida del personaje entre los años 1917 y 1937, más un epílogo situado en 1941. La alusión que acabo de hacer al eclipsamiento de esta acción enmarcada se debe a que gran parte de esta la conocemos a través de las lecturas previas a los ensayos que el grupo de jóvenes hace de la obra, lecturas entre las que se intercalan continuamente sus comentarios no solo sobre el texto que van a representar sino sobre las peripecias biográficas y las ideas de su protagonista así como sobre el contexto histórico.
Aunque los actores se cubran el rostro de máscaras de los respectivos personajes cuando los interpretan en las lecturas y en los ensayos, ello no mitiga la quiebra de la “ilusión ficcional” pues la ficción enmarcada pues, como he señalado, no la presenciamos nunca sobre un escenario sino solo a través de las lecturas (con continuas interrupciones) de ella que hacen los actores. El papel de Gramsci es interpretado al alimón por Ricardo y por Alberto mientras que Pilar interpreta a Tatiana (la cuñada) y Aurora a Giulia (la esposa) y); los otros dos actores se hacen cargo de sendos personajes de aparición fugaz: Rosa presta su voz a Teresina (la hermana) y a Clara Passarge (dueña de una casa donde Gramsci se hospedó y en la que fue detenido) y José a Carlo (el hermano), a Piero Sraffa (miembro de PCI) y a un funcionario de prisiones.
Las escenas I (Casa de Aurora) y II (Cafetería) están centradas en las conversaciones en las que Ricardo informa a Aurora sobre el proyecto de montar una obra sobre Gramsci y le proporciona toda la información que ella requiere sobre el personaje. A la vez, se intercambian datos sobre sus respectivas vidas, pues acaban de conocerse.
La escena III se desarrolla en un teatro vacío; los actores leen fragmentos de la obra y discuten sobre diversos aspectos de la misma (la faceta de la figura de Gramsci que interesa resaltar, la conveniencia de introducir acotaciones explicativas, la excesiva extensión de los mismos, etc.). Después, Ricardo dialoga con Aurora (esta ha asistido a la lectura el patio de butacas), quien le comenta sus impresiones y él le proporciona nuevos datos sobre la personalidad de Gramsci.
En la escena IV se desarrollan sin interrupciones dos sucesivos diálogos de Gramsci (con Piero Sraffa, miembro del PCI y otro con su cuñada Tatiana) que proporcionan abundantes datos sobre el biografiado (infancia en Cerdeña, exilio en Moscú) y sobre su esposa Giulia, hija de rusos exiliados. La escena V retorna a la acción marco para introducir un diálogo entre Ricardo y Aurora donde aquel le proporciona nuevos datos sobre las relaciones amorosas de Gramsci. Dialogan también sobre la interpretación que Ricardo hará del personaje siguiendo el método Stanislavski.
La acción de las escenas VI y VII vuelve a desarrollarse integramente en el ámbito de la ficción enmarcada al estar constituida por sendos ensayos de la obra. En la VI asistimos a una conversación entre Gramsci y Tatiana en una trattoria de Roma donde él manifiesta a su cuñada su preocupación por Giulia y por sus hijos (el segundo acaba de nacer), que se encuentran en Rusia; se incluyen referencias a la actividad política de Gramsci y al acoso que sufre por parte de la policía de Mussolini. La escena VII transcurre en dos escenarios sucesivos: uno, la dependencia de la cárcel Regina Coeli de Roma donde Tatiana dialoga con un funcionario que se niega a darle información sobre Gramsci; el otro, la casa de Clara Passarge, donde estuvo hospedado Gramsci antes de su detención. Clara informa a Tatiana sobre ese hecho y le entrega dos cartas que aquel ha enviado desde su destierro en Ustica.
En la escena VIII se interfieren nuevamente los ámbitos de la ficción enmarcada y la ficción marco. Se ensaya la entrevista de Tatiana con su cuñado, ahora preso en la cárcel San Vittore de Milán, quien le habla de los cuadernos que está escribiendo y de la imposibilidad de cartearse directamente con su esposa. La ficción marco irrumpe en dos ocasiones cuando el actor que interpreta a Gramsci (Ricardo) y que permanecía invisible para el público se asoma para al preguntar al director de escena si se le oye bien o sobre la posibilidad de incluir en su diálogo una determinada anécdota. La escena IX vuelve a desarrollarse totalmente en el ámbito de la ficción marco: en el camerino del teatro, Ricardo se desmaquilla y habla con Aurora a la que proporciona datos sobre la infancia del personaje, sobre el deteriorado estado de salud con que compareció ante el tribunal o precisiones sobre su aspecto físico, que esta le demanda. Se menciona de nuevo el método Stanislavski a propósito de las diferencias físicas que Aurora observa entre Ricardo y su personaje.
La escena X trata de un hecho clave —la comparecencia de Gramsci ante el Tribunal Especial para la Defensa del Estado— que Signes ha preferido abordar de modo indirecto a través de la narración que Carlo (el hermano) hace a Teresina (la hermana) respondiendo a las preguntas de esta. La acción se sitúa en la casa familiar de Ghilarza y es interpretada por José y Rosa, con las correspondientes máscaras y “sentados uno junto a otro, no enfrentados”.
La escena XI vuelve a la ficción marco en donde José, Ricardo, Alberto y Aurora se enfrentan a los problemas económicos que impiden llevar adelante el estreno de la pieza y discuten posibles soluciones. Aurora se presta a colaborar con ellos e, incluso, a aportar sus ahorros. Luego, cuando ella queda sola con Ricardo y este le facilita nuevos datos sobre el personaje, especialmente sobre las numerosas cartas que escribió desde la cárcel. En la escena XII, en una nueva reunión, los cuatro hablan sobre las posibilidades de llevar adelante la obra: El dueño del teatro les dejará ensayar, Pilar colaborará económicamente y Aurora intervendrá también como actriz. Se procede a ensayar la escena final: Frunze, ciudad de Kirghistán, 1941, en donde Giulia, con sus dos hijos, y Tatiana se encuentran refugiados huyendo de las tropas nazis. En el diálogo entre las dos hermanas (Aurora interpreta a Giulia y Ricardo lee el papel de Tatiana) comentan la muerte de Gramsci al poco de salir de la cárcel. Giulia se reprocha no haber estado a su lado y agradece a su hermana todo lo que hizo por él y su contribución a salvar los textos y las cartas que escribió desde la cárcel.
Como vemos, se trata de un nuevo intento de Signes por poner en escena, siempre con una afán experimentalista en busca de nuevas propuestas formales, una biografía escénica, género ya de por sí problemático. El planteamiento metateatral es de un radicalismo mayor que en la pieza sobre Darwin ya que, como puede verse en el resumen que acabo de ofrecer, la ficción enmarcada se presenta un tanto desvanecida ante el peso que adquiere la ficción marco. Esta no es solo “la historia” de unos jóvenes que preparan poner en escena una obra sobre el pensador italiano sino que en su desarrollo se expone una abundante información sobre la trayectoria vital y la ideología del protagonista. Esa información no procede tanto de las escenas que se ensayan (destinadas a la representación) sino de los diálogos que mantienen los jóvenes, de las lecturas que hacen de diversos textos de Gramsci y de las consiguientes discusiones que suscitan. Pero aún hay más: llevado, sin duda, por un exceso de didactismo Signes ha introducido un personaje (el de Aurora) que parece asumir, salvando las distancias, el papel del “confidente” del teatro tradicional. Aurora, quien está iniciando una relación sentimental con Ricardo, se interesa por el trabajo del grupo (al que terminará por incorporarse) e, ignorante de la figura de Gramsci, requiere a su compañero toda clase de datos sobre ella, tarea que él lleva a cabo en varios momentos de la obra en escenas que están dedicadas exclusivamente e esa información (la I, la II, parte de la III, la V y la IX).
A ella ha de añadirse la proporcionada por las acotaciones que encabezan varias escenas (y destinadas, obviamente, a desaparecer durante la representación) que se refieren a la situación de Gramsci en el momento de la acción que se va a representar: Elección como diputado por Venecia en 1924, Asesinato de Mateotti, primer y único discurso ante en Parlamento en mayo de 1925 (IV), Detención por el gobierno fascista en 1926 (VI), Estancia en la cárcel romana de Regina Coeli en y destierro posterior en Ustica en 1926 (VII), Prisión en San Vittore de Milán en 1927 (VIII), Juicio en Roma ante el Tribunal Especial para la Defensa del Estado en mayo-junio de 1928 (X). En esta última escena, como apunté más arriba, Signes ha optado por una sencilla y económica solución al evitar la representación directa del mencionado juicio y sustituirla por el relato que el hermano Carlo hace a su hermana Teresina. Recurso inteligente pues evita el melodramatismo introduciendo un cierto “enfriamiento” muy acorde con los procedimientos distanciadores que ha puesto en juego durante toda la obra.
PARA CONCLUIR
Mediante la revisión de estas tres piezas dramáticas de Miguel Signes he pretendido poner de relieve la persistencia en su teatro de los dos componentes que mencioné al comienzo de estas páginas al referirme a la existencia de un “rasgo autorial” que define toda su extensa producción. Y, aunque para mi propósito podría haber elegido otras obras, he optado por centrarme en estas tres por la uniformidad que les proporciona su pertenencia a un subgénero, el de la biografía escénica, de considerable atractivo para muchos dramaturgos actuales, cultivadores de un teatro de altura intelectual y para quienes el acercamiento a figuras históricas supone un cauce idóneo para la revisión del pasado y para la subsiguiente reflexión a la que los hechos presentados en escena nos pueden inducir sobre nuestro conflictivo presente. He de aclarar que las utilizadas en este trabajo no son las únicas piezas biográficas en la producción de Signes; en ella se encuentran otras como La rara distancia (1991) sobre el compositor valenciano Vicente Martín y Soler, que murió exiliado en la Rusia de Catalina la Grande; o Delicadas, sensibles, lúcidas (2012, aún inédita) sobre Isabelle de Charrière y Anne Laboussiere, dos defensoras de los derechos de la mujer que desempeñaron un destacado papel en la Revolución Francesa.
En todos los casos, los personajes históricos elegidos por Signes como protagonistas poseen unas características que los convierten en idóneos para desarrollar un teatro “de ideas”, con un mensaje capaz de suscitar la inquietud del espectador en vez de provocar su adhesión inconsciente arrastrado por la fascinación de la trama que se le presenta desde el escenario. En tal sentido, las piezas en las que me he basado responden plenamente a la dimensión ética que señalaba como una de las constantes del teatro de Miguel Signes. La otra, su vocación experimentalista que le lleva a una investigación permanente sobre los recursos formales en busca del cauce más idóneo para los contenidos que pretende desarrollar, resulta igualmente visible en estas tres obras; en cada una de ellas (como en la mayor parte de su producción) se evidencia un intenso trabajo de investigación formal que acaba traduciéndose en tres propuestas escénicas muy distintas entre sí pero que comparten el intento de experimentar con las posibilidades expresivas del medio y buscan un espectador cómplice, dispuesto a renunciar a la “confortabilidad” que proporciona el teatro comercial al uso.
Bibliografía citada
Pardo García, Pedro Javier (2017). “La reflexividad teatral del escenario a la pantalla”, Tropelías nº 2 (extraordinario), p. 409-436.
Pérez Bowie, José Antonio (2019a) “La biografía teatral durante la Transición española. Algunos títulos significativos”. Las Puertas del Drama, nº 51. (Disponible en https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=6866021).
___ (2019b) “Sobre el teatro biográfico y su relación con el biopic. Una propuesta de tipología”, en G. Laín Corona y R. Santiago Nogales (eds.). Teatro, (auto)biografía y autoficción 2000-2018. Homenaje al profesor José Romera Castillo, Madrid: Visor, 2019, págs. 311-334.
Signes Mengual, Miguel (1983). La comedia de Charles Darwin (junto con Antonio Ramos, 1963). Salamanca: Diputación, pp. 127-207).
___ (2002). “El autor y la obra”. Prólogo a la edición de La rara distancia, Valencia: Institució Alfons El Magnànim, pp. 7-10.
___ (2003). Un Eduardo más Valencia: Universitat.
___ (2017). Un personaje llamado Gramsci (texto inédito; original facilitado por el autor).
Siles, Jaime (2003). “Miguel Signes y Un Eduardo más”, prólogo a M. Signes: Eduardo más Valencia: Universitat, pp. 9-17.
Stam, Robert, Burgoyne, Robert y Flitterman-Lewis, Sandy (1999). Nuevos conceptos de teoría del cine. Estructuralismo, semiótica, narratología, psicoanálisis, intertextualidad, Barcelona: Paidós.
Tordera, Antonio (2001). “Informe sobre la escritura teatral de Miguel Signes”, Art Teatral, nº 15, pp. 120-122.
Notas
- El trabajo de Antonio Tordera está concebido como una introducción a seis piezas breves de Miguel Signes que fueron publicadas en la revista valenciana Art Teatral en 2001; tres de ellas corresponden al primer periodo (La oposición, Programa para la paz y Obra nº 2: profesorado universitario) y las otras tres al segundo (Las llaves, ¿Qué hacer con la historia? y Los vecinos).
- El propio Signes se ha encargado de señalarlo: “A partir de 1972, la preocupación política (aunque siempre permanecerá en lo que escriba) deja de ser la nota predominante de mi escritura teatral y se aleja paulatinamente del planteamiento ‘testimonial’. La inquietud formal que siguió acompañando en esa década pensando entonces, por primera vez, en el público diferente que iba a aparecer, creía yo, con la muerte del dictador” (Signes 2002:9).
- Con respecto a varios de los parlamentos puestos en boca de los personajes de la ficción marco, resultaría problemático adjudicarles la condición de metadiscurso en cuanto que no se refieren estrictamente a la pieza sobre las que están trabajando ni al medio escénico en general sino que aportan informaciones sobre la biografía del personaje o reflexionan y discuten sobre el impacto de sus teorías. Ello sucede también (y de modo más evidente, como veremos a continuación en la pieza sobre Gramsci en donde muchas de las informaciones sobre la biografía del personaje no proceden de la ficción enmarcada.
- Es el seudónimo que Signes utilizaba en algunas de las obras que, durante la Dictadura, publicó en la editorial parisina Ruedo Ibérico. El hecho de que uno de los actores integrantes del grupo se llame José podría inducir a error y llevar a pensar que se trata del mencionado autor del texto que forma parte del elenco que la va a representar.