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Las Puertas del Drama

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Búsqueda por autor/a

DRAMA 62

Las Puertas del Drama
LA ACCIÓN:
DIÁLOGO Y/O MONÓLOGO
Nº 62

SUMARIO

Presentación

  • La acción: diálogo y/o monólogo
  • Miguel Signes
  • Cristina Santolaria Solano
  • La acción: diálogo y/o monólogo
  • Miguel Signes
  • Cristina Santolaria Solano

LA ACCIÓN: DIÁLOGO Y/O MONÓLOGO

  • El verbo y la acción en el teatro: dos miradas y cuatro ejemplos acerca de la acción desde la escritura y la práctica escénica
  • Sònia Alejo
  • Una acción documental
  • Ignacio Amestoy
  • El diálogo entre ficciones y presencias
  • Ernesto Caballero
  • Acción dramática y autoficción. Una canción italiana
  • Javier de Dios López
  • Formas monológicas en las Nuevas Escrituras Escénicas
  • José Gabriel López Antuñano
  • Palabras que hieren, cuerpos que sanan (En defensa de un giro performativo para la dramaturgia textual)
  • Juanma Romero Gárriz
  • El arte del monólogo
  • José Sanchis Sinisterra
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Nuestra dramaturgia

  • Luis Matilla,
    el hombre de las cien escrituras
  • Cristina Santolaria Solano
  • Una aproximación al teatro de Francisco Nieva: intertextualidad y transgresión en Manuscrito encontrado en Zaragoza
  • Urszula Aszyk
  • La SGAE da voz a la dramaturgia contemporánea española a través de un multitudinario congreso
  • Juana Escabias
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Socio de honor

  • José Luis Alonso de Santos
    (Socio de Honor 2022)
  • Ignacio del Moral
  • José Luis Alonso de Santos
    (Socio de Honor 2022)
  • Ignacio del Moral

Cuaderno de bitácora

  • LA GENEROSIDAD.
    Escribir junto a otras manos
  • Xavier Puchades
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  • Xavier Puchades

Dramaturgia extranjera

  • Dos veces Philip Ridley
  • Pilar Massa
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Infancia y juventud

  • La acción en el nuevo teatro
    para la infancia
  • Adrián Novella
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Teatro Exprés

  • Teatro Exprés, 2024
  • Úrsula Moreno Ortega
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  • Úrsula Moreno Ortega

Reseñas

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    de José Romera Castillo
  • María del Carmen Hoyos Ragel
  • Teatre Complet 1 y 2,
    de Rodolf Sirera
  • Cristina Santolaria Solano
  • Teatro Caníbal Completo
    Volumen VII,
    de Francisco Morales Lomas
  • Rafael Ruiz Pleguezuelos
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  • junio 2025

Acción dramática y autoficción. Una canción italiana

Javier de Dios López

IES Beatriz Galindo (Madrid)

INTRODUCCIÓN

Este trabajo pretende ser una aproximación a la caracterización de la acción dramática en la autoficción. En primer lugar, a partir de una revisión no exhaustiva de las aportaciones al respecto, consideraremos las peculiaridades de la autoficción en el género dramático, incidiendo en la relación entre lo ficticio y lo factual durante el proceso de creación y en el estatus del autor en dicho proceso, a través del cual se proyecta en personaje. En un segundo momento relacionaremos algunas características de la acción dramática en la autoficción con modelos de estructura y recursos dramatúrgicos propios del drama contemporáneo, en concreto el autor-rapsoda y el tiempo de juego defendidos por Sarrazac (2019) y la estructura de situación que define Pascual (2024). A modo de epílogo, y ya desde una perspectiva de autor, incluyo unas breves impresiones sobre mi texto Una canción italiana, obra dramática de autoficción.  

LA AUTOFICCIÓN DRAMÁTICA: FICCIONALIZACIÓN Y PROYECCIÓN DEL AUTOR EN PERSONAJE

Bien es sabido que uno de los temas fundamentales de la discusión teórica en torno a la autoficción ha sido y es el lugar que esta parece ocupar entre la narrativa y la autobiografía. Desde que Serge Dubrovsky (1977) acuñara el término “autoficción” y la definiera en la contraportada de su novela Fils como “ficción de acontecimientos estrictamente reales”, muchos de los trabajos a los que ha dado lugar el concepto han puesto de manifiesto la indefinición genérica de la autoficción entre narración y autobiografía, una definición que, como indica Casas (2012), se origina a partir de dos conceptos: el hibridismo, por la combinación de realidad y ficción; y la ambigüedad en la recepción, por la supuesta exclusión mutua entre el pacto de lectura autobiográfico —leer lo narrado como real— y el pacto de lectura ficticio —leer lo narrado como invención— (p.22).

A esa indefinición ha venido a sumarse una cierta confusión terminológica y, para complicar más aún el panorama, la discusión se ha ampliado cuando ha pasado del ámbito narrativo al género dramático que, en sentido estricto, pareciera casar mal con las tentativas de narración autobiográfica (donde el autor se identifica con el narrador de su propia vida y es protagonista de esta). ¿No es cierto que, en el drama, esa identificación total entre autor-actor-personaje resulta bastante problemática?

García Barrientos (2020) arroja luz al respecto apostando por una autoficción que en el teatro presentaría un sentido laxo, es decir, para hablar de autoficción en el drama no sería necesaria la identificación entre autor, narrador y personaje que se reconoce en la autobiografía. Bastaría, como indica Ana Casas (2012), con la proyección ficcional del autor en personaje y la presencia de elementos factuales y ficcionales, es decir, biográficos e inventados (p. 11), manteniendo así el hibridismo que la misma autora propone como rasgo definitorio de la autoficción narrativa. Esta peculiar formulación de la autoficción en el género dramático posee una doble justificación: por un lado, viene marcada por el carácter in-mediato de dicho género, que lo diferencia de la narración —en el sentido de la distinción aristotélica entre mímesis y diégesis— e implica que no exista un mediador que presente el mundo ficticio a los espectadores; y, por otra parte, porque, en virtud de la convención de la representación teatral, el teatro siempre es ficción, no puede reducirse exclusivamente a realidad: “No hay teatro sin realidad, pero tampoco hay teatro con solo realidad” (Sección Sumario, párr. 1). El propio García Barrientos (2014) precisa que el teatro, por definición, es “capaz de enseñar a la autoficción que se puede ser verdadero e imaginario al mismo tiempo” (p. 172).  En esa misma línea, Trecca (2019) sostiene que ese es el reto que debe abordar la autoficción en el teatro: combinar su carácter in-mediato con la teatralización de lo factual y la ficcionalización dramática (pp.232-234). Una ficcionalización que Pérez Bowie (2019) califica de ineludible en “el sometimiento de la narración biográfica a los imperativos de la puesta en escena (selección y ordenación de los acontecimientos, establecimiento de nexos causales entre los mismos, limitaciones espacio-temporales)” (p. 330). De modo que, cuando hablamos de autoficción dramática y de los elementos factuales y ficticios que maneja, habremos de tener en cuenta que esos elementos factuales autobiográficos deberán someterse a una necesaria ficcionalización. Luego aquí parece diluirse el pacto de lectura autobiográfico —leer/presenciar lo escrito/representado como real— dado que, en teatro, la propia dramatización se sostiene sobre la ficcionalización.

En este punto desearía hacer una aclaración: por propósito y extensión de este trabajo no abordaremos lo que se denomina el actor-personaje, la identificación del intérprete con el personaje —y con el autor—, que podríamos encontrar en los trabajos de Angélica Liddell o las performances de Marina Abramovic, por poner dos ejemplos claros bien conocidos. O formas como el biodrama, que Fernández Valbuena (2020) identifica como obras en las que “la vida de otros la que se lleva al escenario, encarnada por ellos mismos, que no son necesariamente actores, sino portadores auténticos de sus discursos reales” (Sección Tres escrituras sobre el yo, párr. 7). Este tipo de autoficción es a la que Tossi, M. (2017) llama “autoficción performativa”, y según este autor viene a ser resultado del proceso que, desde comienzos del siglo XX hasta ahora, ha transformado la noción del cuerpo del actor: de ser algo destinado a encarnar un personaje escrito en un texto —como ocurre en el teatro naturalista— pasa a ser un cuerpo escénico, autónomo respecto a la mencionada encarnación, concepto que ahora se vería sustituido por el de corporización (p. 96). Para profundizar en esta línea que aquí solo dejamos apuntada, remito al lector al mencionado estudio de Tossi (2017) y también a López Antuñano (2019), quien explora dos vías posibles de escritura autorreferencial en los textos posmodernos y se centra en un teatro autorreferencial que “presenta (que no representa) el hecho biográfico en el momento de su enunciación frente al público” y está ligado, por tanto, a la performatividad del intérprete (p. 255).

A partir de los planteamientos expuestos más arriba y centrándonos en el drama —y no en las propuestas posdramáticas— seguimos a García Barrientos (2020) cuando habla, más que de autoficción, de autodrama: “obras y espectáculos autorrepresentativos en mayor o menor grado” (Sección Autodrama, párr. 15) que no compiten ni con lo que podría ser una supuesta autobiografía teatral completamente ceñida a lo real ni con una ficción autobiográfica completamente ficticia, como ocurriría en las novelas autobiográficas (García Barrientos 2014, p. 174). Antes bien, el autodrama plantea una proyección —que no identificación plena—, más o menos cercana, entre autor y personaje, sin la necesidad de que el autor aparezca también como actor. Y no es que esto último no pueda suceder, evidentemente. Los espectadores que asistieron hace no muchas temporadas a la trilogía de Los Gondra, de Borja Ortiz de Gondra, por ejemplo, y vieron al autor en escena, pueden atestiguarlo. Lo significativo aquí es que la identificación entre autor y actor no es necesaria y la proyección del autor en personaje admite varios grados (o, dicho de otro modo, puede plantearse desde diversas estrategias). Además del ejemplo de Ortiz de Gondra, podemos encontrar que autor y personaje coinciden pero el autor no es el actor, como sucede en Tierra y otras obras de Sergio Blanco, en las que el protagonista lleva el nombre del autor, pero este no es el intérprete. La proyección del autor también puede, incluso, diversificarse en varias voces: Lucia Carballal parte de sí misma para contarnos La fortaleza, pero lo hace desde tres actrices que, presentándose con su nombre real ante el público, abordan el viaje autoficcional de la autora. Otra variante posible sería el autor proyectado en un personaje que se mueve en distintas dimensiones temporales, es decir, que presenta al autor en diferentes edades y momentos de su vida, ya lo interpreten uno o más actores (el primero es el caso de El álbum familiar, de José Luis Alonso de Santos; el segundo, el de Las pequeñas mudanzas, de Vanessa Espín1). Podríamos distinguir otras estrategias de proyección, como el empleo de heterónimos, pero el caso es que siempre estaríamos hablando de obras que se definen como autoficciones en el sentido de que, de un modo u otro, su contenido elabora artísticamente experiencias biográficas del autor, como él mismo reconoce y también los espectadores —entre otros aspectos, gracias a los paratextos que acompañan a los espectáculos: programas, entrevistas, textos promocionales, prólogos a la edición…—.

Entonces, asumida la proyección del autor en personaje y que esto se produce en relación con la ficcionalización necesaria y consustancial a toda dramatización, ¿cuál podría ser el estatus del autor en ese proceso de elaboración artística —ficcional— de las experiencias biográficas?

Una canción italiana. Lectura dramatizada. Paula Iwasaki, Jorge Kent y Guillermo Serrano. Dir. Fernando Sansegundo. Sala Berlanga, Fundación SGAE. 2022. Foto: Cristina García Zarza / Fundación SGAE.

EL AUTOR: ¿ENTRE LO FACTUAL Y LO FICTICIO?

Dejó escrito mi admirado Jerónimo López Mozo (2019) respecto al rastro que deja lo autobiográfico en la obra dramática que “cuando la realidad autobiográfica y la ficción conviven, esa huella se va debilitando a medida que el equilibrio se rompe a favor de lo imaginario” (p. 189). Más allá del grado y la estrategia con los que el autor se proyecte en personaje, ¿cuál es su estatus en la autoficción? ¿Hasta qué punto podemos reconocer al autor-persona en el autor-personaje, en virtud de una supuesta referencia biográficade los hechos que cuenta en la obra? Es más: ¿sería esta una cuestión central a la hora de estudiar la autoficción? Por lo dicho hasta ahora, vemos que la identificación absoluta entre la persona del autor y el autor-personaje sería una ingenuidad porque estaríamos obviando la ficcionalización que impone el teatro. Aunque en la autoficción dramática esa huella autobiográfica de la que hablaba López Mozo no pueda desaparecer del todo y deba ser al menos asumida por el autor y reconocible por el espectador, lo cierto es que las experiencias vitales que se incluyen en la obra aparecen en ella transformadas.

Es decir, en la autoficción los hechos autobiográficos del pasado van a formar parte del contenido de la obra, de una manera consciente por parte del autor, no como mero origen o estímulo del proceso creativo, cosa que me atrevo a decir que ocurre en toda creación artística: el creador siempre parte necesariamente de sí mismo. Pero la recuperación de esos hechos a través de la memoria implica su transformación en materiales dramáticos, es decir, conlleva su ficcionalización.

A la transformación de lo vivido en material dramático la denomina Blanco (2018) “conversión”, y supone que “todo relato autoficcional escrito será siempre falso ya que la puesta en lenguaje se ocupa, más allá de nuestra voluntad, de que la realidad de la cual partimos se vuelva una ficción”, un proceso que ocurre mediante el empleo de lo que este autor denomina “mecanismos de poetización” (p.58). Se trata, en definitiva, de recursos dramatúrgicos, de algunos de los cuales hablaremos más adelante.

La consecuencia inmediata de lo expuesto es que todo recuerdo supone invención: resulta imposible recuperar los hechos en sí mismos, narrarlos como sucedieron desde una perspectiva objetiva. Siguiendo el excelente ensayo de Blanco (2018), la paradoja necesariamente resultante del papel de la invención en la recuperación del recuerdo es que el yo que surge de la escritura autoficcional será necesariamente falso, es decir, la autoficción consistiría en buscarse a uno mismo, en indagar en el yo para dar finalmente con un uno mismo falso (p.64). 

Este enfoque presenta al autor —a la persona que escribe y a su proyección en la obra— como un individuo frágil y no unívoco, compuesto por múltiples yoes, perspectiva muy acorde a la visión del sujeto en el mundo contemporáneo. Sabemos que la consideración del individuo no como carácter o personalidad bien definida por unos rasgos esenciales —y su correlato literario, el personaje realista y naturalista— entra en crisis a finales de siglo XIX y va dejando paso a la concepción del ser humano como alguien fragmentado, múltiple y en constante transformación. Esta visión se abre paso durante todo el siglo XX y lo que llevamos de XXI, como lo atestiguan no solo la propia Literatura, sino también la Filosofía, la Psicología o la Psiquiatría (sirva como definición la idea de sujeto como suma de distintos yoes que sostiene Castilla del Pino (1998): “el sujeto no puede ser definido; el sujeto solo puede ser descrito a partir de uno y otro y otro de los yoes que ostentó”) (p.48). El teatro no podía quedar ajeno a esta evolución: desde la crisis del teatro burgués a finales del siglo XIX, las corrientes reteatralizadoras de la escena no solo van a rechazar la supremacía del texto escrito en el arte teatral, sino que se cuestionarán la propia idoneidad del concepto de mímesis de lo real y, con ello, la idoneidad misma de la representación del ser humano como carácter, motor principal de la acción dramática según Aristóteles, como sabemos. Esta es la idea que se constituye en eje del clásico trabajo de Abirached (1994) y, volviendo a tema que nos ocupa, a la disociación del individuo en diversos yoes, a ello se refiere también Piñero (2019) cuando, al hablar de la autoficción en la obra de José Luis Alonso de Santos, indica que la autoficción compromete al autor “a ser sujeto y objeto de lo que cuenta y por tanto a aceptar que son al menos dos yoes que no han convivido ni en el mismo espacio ni en el mismo tiempo” (p. 643) En una línea similar, pero desde la perspectiva de una creadora, Velasco (2020) afirma que la autoficción tal como ella la entiende “tiene que ver con la autolisis, que significa ‘descomposición por uno mismo’” (p. 13). Como afirma Blanco (2020), cuando se habla de autoficción “no se trata de una reafirmación de uno mismo, sino de un anhelo de disolución del yo” (p. 7). Teniendo en cuenta estas ideas, podrían considerarse bastante injustificadas algunas críticas que quizá el lector haya leído u oído alguna vez, voces que califican la autoficción como ejercicio narcisista por parte del autor. Nada más lejos de la realidad: la indagación en búsqueda de uno mismo que es la autoficción constituiría, en realidad, un proceso de deconstrucción cuyo objetivo sería encontrar la verdad del sujeto… a través de lo ficticio.

Esta idea que, en un primer momento puede resultar paradójica, parece estar bastante clara para algunos creadores que opinan a partir de la experiencia de su propia escritura. Damos solo algunos ejemplos: Pablo Iglesias Simón considera —en Ortiz de Gondra e Iglesias Simón (2019)— que la autoficción es más honesta que la autobiografía porque “admite que miente y hace de la estructura de la mentira una forma de buscar la verdad”, hasta el punto de alcanzar una mayor profundidad y veracidad que la narración autobiográfica (p.218). Alonso de Santos (2020) define la autoficción como “una autoinmersión sensorial y vivencial, entrar con el yo más íntimo en el terreno del mito y la narración dramática, para bucear en ella buscando el sentido profundo del vivir” (sección La autoficción en mi obra El álbum familiar, párr. 21).

Si el autor inventa el recuerdo, al hacerlo se reinventa a sí mismo, transformándose en otro yo —uno más, uno distinto—. Es decir, no solo su memoria recupera aquello que recuerda —que ya es en sí mismo subjetivo y reelaborado respecto a lo que sucedió en realidad—, sino que imagina y crea para llenar aquellos huecos que faltan en la historia, en el tiempo creado por la ficción, lo que Blanco (2018) llama “lagunas”; o bien imagina para incluir en la ficción lo que en la vida real quizá solo habrían sido posibilidades, alternativas… “La autoficción no atestigua necesariamente hechos vividos, sino que, muchas veces, desenmascara deseos” (Blanco (2020), p. 6). Borja Ortiz de Gondra, en Ortiz de Gondra e Iglesias (2019) considera regla de oro de la autoficción que “uno mismo deja de ser uno mismo para convertirse en otro y transformarse en un personaje que se rige por mecanismos dramatúrgicos” (p. 227). En la autoficción, el autor inventa y se inventa. Y el suelo que sostiene la autoficción, lejos de cimentarse en la solidez preceptiva de otras poéticas, de otros tiempos, se mueve porque la incertidumbre, la búsqueda, la invención, la descomposición de uno mismo diluyen la posibilidad de la verdad, haciéndonos ver que la única verdad es la indagación y la única razón, la razón poética. 

Una canción italiana. Lectura dramatizada. David Lorente, Paula Iwasaki. Dir. Fernando Sansegundo. Sala Berlanga, Fundación SGAE. 2022. Foto: Cristina García Zarza / Fundación SGAE.

Recapitulemos: si nos preguntamos por el estatus del autor en la autoficción, un posible enfoque partiría de la relación que en la creación se establece entre lo ficticio y lo factual, relación que se hallaría mediada, por un lado, por la evocación, una de las diez funciones de la autoficción que se explican en Blanco (2018), pp. 69-71). Pero también porque: a) el recuerdo se entiende necesariamente como ficción, en virtud de la ficcionalización que se produce al transformar los materiales autobiográficos en dramáticos —la conversión—; b) la invención se constituye como estrategia dramatúrgica para cubrir las oquedades del recuerdo; c) el yo se muestra fragmentado, en proceso de deconstrucción y, en última instancia, reinventado por el autor; d) la aspiración de alcanzar lo profundamente verdadero se manifiesta a través de lo ficticio.

Haber prestado atención a cómo se presenta el autor en su proyección como personaje, y a algunas de las variables que influyen en su configuración viene motivado por el hecho de que dicho autor-personaje se erigirá dentro de la autoficción en una especie de demiurgo, más o menos expreso, más o menos diegético, que será quien ponga en juego la acción dramática.

ACCIÓN DRAMÁTICA Y AUTOFICCIÓN

Autor-personaje, autor-rapsoda. El autor-personaje de la autoficción parece corresponder a lo que Sarrazac (2019) denomina autor-rapsoda, una variante del personaje-rapsoda que no solo realizaría la función de narrador, como corresponde al propio concepto, llegado el caso, sino que “se presenta como el autor de la obra y hace bascular toda la acción en un tiempo épico de lo ya ocurrido y de lo memorable” (p. 307). La idea parece casar con la evocación y la suspensión, dos de las funciones de la autoficción que propone Blanco (2018): si consideramos la autoficción como un teatro de la memoria, en el que el tiempo dramático se organiza según las vicisitudes del recuerdo y en el marco de la indagación que el autor lleva a cabo sobre sí mismo, estaremos hablando de un tiempo incierto, absolutamente relativo, no sujeto a la urgencia, la progresión y el encadenamiento de sucesos que caracteriza a la acción dramática aristotélica. Como indica Sarrazac (2019), el autor-rapsoda “al no abandonar ya su obra al doble encadenamiento cronológico y causal, se convierte totalmente en responsable de la estructura espacio-temporal así como de la composición general de los diferentes motivos de la obra” (p. 313). Y, en consecuencia, ya no es “la acción la que manda, sino el punto de vista del autor-compositor, una especie de principio filosófico difuso: el pensamiento de la obra” (p. 315).

Acción dramática clásica. Pero recordemos los rasgos generales de la acción dramática entendida a la manera clásica. Escalada (2022) la define como “un movimiento de inicio, desarrollo y fin, originado por uno o varios personajes que tienen capacidad, deseo y voluntad de lograr algo normalmente difícil. La acción es un principio dinámico, que hace progresar y comporta consecuencias” (p. 151). Así, en el modelo clásico, aristotélico, la acción se liga al carácter o personaje inmerso en un conflicto que genera tensión dramática y progresión. La progresión dramática se produce mediante el engarce causal de los hechos que acontecen, uno tras otro, a lo largo de la fábula. En ese periplo, el personaje se ve obligado a decidir y se transforma. El tiempo se configura de manera lineal, como proyección urgente y constante hacia el futuro, desde el inicio-planteamiento del conflicto hasta su desenlace-resolución. De este modo, el drama se articula como “sucesión absoluta de presentes” engarzados en una “estructura dialéctica, procurada a su vez por la relación interpersonal” (Szondi, 1994, p. 29). En el drama de tipo aristotélico, la mímesis se impone a la diégesis: el autor muestra la acción, no la narra, y su voz individual deja paso a las voces de los personajes. 

Estructura de situación. Como es bien sabido, este modelo de drama entra en crisis a finales del siglo XIX y evoluciona a lo largo del XX, al igual que lo hace la idea de personaje —y de individuo, como hemos comentado más arriba—: el camino seguido por el teatro más innovador se orienta a la disolución del drama entendido a la manera aristotélica. Pascual (2024) habla de un “proceso de sustracción de la acción dramática” (p. 171) y contrasta dos tipos de estructura: la estructura aristotélica y la estructura de situación.

Esta última la define de manera enormemente precisa, caracterizándola, entre otros aspectos, porque el tiempo dramático posee un carácter cíclico y se orienta más al pasado y al futuro que al presente, adquiriendo a menudo un sentido de espera (frente a la progresión en sucesión de presentes engarzados causalmente propios de la estructura aristotélica); la fábula se reduce y se articula teniendo en cuenta la repetición y la variación, sin privilegiar la progresión, mostrando más el deterioro de relaciones y conflictos que la resolución de los mismos; la acción se presenta como estática, y emana de un personaje que es consciente de la dificultad o imposibilidad del cambio, de su impotencia para colmar sus deseos, un individuo que se debate en su propio conflicto interno y las consecuencias de no actuar; el espacio tiende a significar esa vida interna —muy distinto del personaje orientado hacia un objetivo y motor activo de la acción de la estructura aristotélica—; y el lenguaje, lejos de crear la acción e influir con ello en la realidad, resulta ser una manifestación que elude y alude a esa realidad, pero sin ser capaz de apropiarse de ella. (Pascual (2024), pp. 194-195).

Me pregunto si, en lo que respecta a la acción dramática, no podríamos considerar la autoficción como una variante de la estructura de situación que define Pascual (2024), con la peculiaridad de que la autoficción remite a acontecimientos factuales y ficticios y de que el autor se proyecta en un personaje —haya o no identificación nominal; se erija o no, además, en intérprete—. Ya hemos dicho que este autor-personaje evoca unos hechos que, aunque ficcionalizados, remiten en mayor o menor medida a la biografía del autor.

Si atendemos de nuevo a los rasgos que indica Pascual (2024) como propios de la estructura de situación, en la autoficción la fábula se ve reducida y responde a las impresiones del recuerdo y a la ficción creada a partir de este, no a la organización de una trama sin fisuras referida a una historia. En buena medida como consecuencia de esa reducción de la fábula, se diluye también la progresión dramática y, con ella, la relación causal entre los hechos que se muestran, lo que conduce a una estructura temporal fragmentada, no lineal, sujeta a los vaivenes de la evocación y a la presentación de aquello que resulta significativo para el autor-personaje; Ana Casas (2010, pp. 33-38) habla precisamente del desorden cronológico como uno de los tres rasgos caracterizadores de la autoficción frente a la autobiografía (los otros dos serían la multiplicación de voces y perspectivas y la reflexividad y el metadiscurso, también presentes en la acción dramática). El espacio, por la misma dependencia de la memoria a la que se ve sometido también el tiempo, oscila entre el espacio tan impreciso como ilimitado de lo evocado y el espacio recreado en el primer nivel de dramatización —desde el que el autor-personaje da paso a los demás—, que no suele ocultar su naturaleza puramente teatral.  

Metateatralidad. Digamos que, en la autoficción, el autor-personaje se presenta ante los espectadores en una situación que quiere engastarse en el presente del público, que se insinúa como performativa, sin serlo verdaderamente: se trata de un primer nivel de ficción dramática, desde el que el autor-personaje irá dando paso a otro u otros en virtud del devenir que le sugiera la memoria, independientemente de los recursos concretos con que se plasme esta evocación.

Una evocación que no se produce —solo— en un sentido diegético, como narración en escena de un recuerdo del pasado; antes bien, en la autoficción, el autor-personaje no solo evoca, convoca: actualiza el pasado y sus voces sobre el escenario, el pasado se recrea  y convive con ese presente desde el que el autor-personaje, en el proceso de búsqueda de sí mismo y conexión con el otro,  comenta, matiza, inventa, varía, reordena… e incluso niega el estatus real de lo que está sucediendo ante nuestros ojos y  los suyos porque no es el pasado —que carece de existencia autónoma—, sino la reinvención del pasado: lo que una vez existió no puede recuperarse desde el ahora sino como ficción y no puede suceder sino en el marco de la indagación autoficcional.

En la existencia de un autor-personaje que evoca/convoca a través de la memoria y ficcionaliza hechos del pasado se origina otro de los posibles rasgos caracterizadores de la acción dramática en la autoficción: la metateatralidad. Así lo reconoce Jódar, P. (2019), quien define al personaje-autor como “recurso metadramático” que pudiera vincularse con el personaje-dramaturgo de Lionel Abel y el personaje-creador de Slawomir Swiontek (p. 266). También lo apunta Piñero (2019) añadiendo, con mucho sentido que, cuando se habla de autoficción, “el teatro dentro del teatro puede revelar la verdad oculta de unas determinadas circunstancias” (p.641). A partir del mencionado primer nivel de ficción, el autor-personaje da entrada a otro u otros niveles de ficción dramática mediante el engaste de unos en otros.

Me parece particularmente interesante que se pueda producir la intercomunicación y permeabilidad entre los distintos niveles de ficción: el autor-personaje se encarga de relacionarlos mediante la presentación, el comentario, el cuestionamiento, la intersección de tiempos distintos…  o cualquier variante de metadiscurso y metalepsis al alcance del autor, estableciéndose así un estimulante diálogo entre el presente desde el que el autor-personaje evoca, convoca y recrea —el primer nivel de representación— y el pasado traído a escena —resto de los niveles—. Esto es posible porque, como dice Piñero (2019), refiriéndose a El álbum familiar, de José Luis Alonso de Santos, el tiempo “con su extraño vaivén, es uno de los grandes protagonistas de la obra. La acción tendrá lugar en un espacio que incluye todo el espacio y ocurre en un presente que incluye todos los tiempos” (p. 642).

Una canción italiana. Lectura dramatizada. David Lorente, Paula Iwasaki y Jorge Kent. Dir. Fernando Sansegundo. Sala Berlanga, Fundación SGAE. 2022. Foto: Cristina García Zarza / Fundación SGAE.

Tiempo de juego. Considero pertinente recordar aquí la distinción a la que alude Sarrazac (2019) al hablar de la obra de Maeterlinck y Beckett, diferenciando la existencia de un presente unido a una progresión dramática en el primero —deudor del sentido clásico y aristotélico de la acción dramática— y un presente ligado al juego en Beckett (p. 334). Este último tiempo, el tiempo de juego, sería más característico del drama moderno, frente a la progresión dramática clásica. Y el tiempo de juego, muy ligado a la metateatralidad: “al introducir el juego en el drama, el autor descubre y hace visible al espectador las mismas raíces del acto teatral” (p.336). El acto teatral, en la autoficción, tiene que ver con la indagación y deconstrucción del yo a la que se somete —y juega— el autor, como hemos comentado antes. La autoficción nos invita a un acto teatral que emula una especie de ceremonia en la que el autor, proyectado en personaje/s, parte en busca del otro y de los otros que le habitan, que son y no son él mismo, desperdigados por su biografía, intuidos en sus deseos, yoes contradictorios, temibles, temerosos, quizá avergonzados, atrevidos, indecisos, admirables o censurables… pero siempre enraizados en su identidad como diversas caras de uno mismo que, además, se encuentran en constante transformación. El tiempo de juego, en el sentido de Sarrazac (2019), aleja la autoficción dramática de la acción dramática clásica o aristotélica, al tiempo que la emparenta con una buena parte del drama contemporáneo.

En resumen, la autoficción dramática presentaría una serie de rasgos compartidos con otros tipos de drama contemporáneo que, en lo que respecta a la acción dramática, se plasman en el empleo de los siguientes recursos dramatúrgicos: a) la presencia de un autor-personaje (proyección/es del autor) en la línea y con las funciones del autor-rapsoda que define Sarrazac (2019); b) la instauración en la obra de un tiempo de juego, en el sentido en que lo concibe este mismo autor, que propicia la metateatralidad, es decir, la existencia de dos o más niveles de ficción dramática engastados unos en otros, a menudo permeables y conectados entre ellos por el metadiscurso del autor-personaje y/o de otras voces participantes en la acción; c) la atenuación —o incluso desaparición— de la causalidad y la progresión dramática, lo que influye en la fragmentación del tiempo, el desorden cronológico y la no linealidad temporal, aspectos relacionados con el proceso de evocación y recuerdo que lleva a cabo el autor-personaje, y que responden a algunas de las características que Pascual (2024) asigna a la estructura de situación; d) en relación con ese mismo tipo de estructura, hallamos el posible sometimiento de la configuración espacial de la obra a los mismos vaivenes de la memoria a que se somete el tiempo, lo que facilitaría la aparición de un espacio dramático múltiple, tan diverso, inventado, simbólico y cambiante como pueda serlo el espacio del recuerdo y del deseo, espacio evocado en cualquier caso por el autor-personaje.   

Es seguro que no se agota aquí la caracterización de la acción dramática en la autoficción, pero esperamos que estos apuntes sirvan al menos para orientar algunas reflexiones y quién sabe si en un futuro para ampliar y completar el estudio iniciado.

Una canción italiana. Lectura dramatizada. David Lorente y Paula Iwasaki. Dir. Fernando Sansegundo. Sala Berlanga, Fundación SGAE. 2022. Foto: Cristina García Zarza / Fundación SGAE.

UNA CANCIÓN ITALIANA

Cuando el director de Las puertas del drama me propuso elaborar este artículo aludió al hecho de que yo hubiera escrito Una canción italiana, obra dramática de autoficción que en 2021 fue premiada por Fundación SGAE y Asociación Visible en el XV Certamen Internacional Leopoldo Alas Mínguez para obras teatrales de temática LGTBIQ+.

La autoficción me interesa como filólogo, como es obvio, y también como autor. Aunque debo reconocer que siempre he sentido mucho pudor al hablar de mis obras, quizá porque ya he dicho cuanto he podido decir en ellas, y porque siempre son los demás los que desvelan a los autores aspectos inopinados, ocultos y sorprendentes de sus textos. Sin embargo, en esta ocasión puede tener sentido que me refiera a Una canción italiana para completar este trabajo con una visión distinta a la que he mantenido hasta este epígrafe, abandonando la voz del investigador para asumir la del autor. Eso sí, el pudor elemental al que me refería me impide analizar el texto en función de las ideas que he expuesto hasta el momento; lo dejo para quien le pueda interesar, si es que a alguien le interesa.

Sí diré que Una canción italiana propone un juego en el que el protagonista, Javier, desde sus cincuenta y tantos años evoca —y convoca, como decíamos antes— los sucesos acaecidos durante un año de su pubertad, desde su duodécimo cumpleaños hasta el decimotercero, el año de la separación de sus padres. Estamos en 1977: recién comenzada la Transición democrática después de casi cuarenta años de dictadura. Un año convulso: atentados de la ultraderecha —asesinatos de manifestantes, de los abogados de Atocha—, legalización del Partido Comunista, primeras elecciones generales… Pero también un año de indagación y descubrimientos. Es el año en que Javier intenta recuperar lo irrecuperable —la relación entre sus padres—, en que se enconan los conflictos con un Padre que poco a poco se difumina, del que poco se sabe, y con una Madre que debe abrirse paso en una sociedad hostil para una mujer sola que debe sacar adelante a un hijo. Es el año, también, en que se manifiesta nítida, por primera vez, con todas sus luces y sus sombras, la orientación sexual. El Javier adulto se deja llevar por la evocación e invita al público a acompañarle: se revive a sí mismo —que es como decir que se reinventa— en las escenas en que aparece con doce años, acompañado de su Padre, su Madre y el Vecino, que no son sino las proyecciones de su memoria, adultos que por entonces contaban apenas cuarenta años… En el presente, Javier esta solo… Bueno, no exactamente: le acompaña el público, en un espacio compartido, tan vacío como mágico, donde toda una época puede aparecer y desaparecer al arbitrio del recuerdo sobre un fondo emocional hecho de canciones italianas, canciones que definieron aquella época.

Evidentemente, poco importa qué sucedió y qué no entre todos los sucesos que aparecen en la obra. Es más importante saber que una cierta base biográfica late en el texto y que se ha perseguido algo mucho más importante que el reflejo de la realidad: la veracidad. El compromiso con una verdad íntima, emocional, profunda. La verdad poética. Una verdad que, en mi caso, habría considerado inane transmitir si la transformación del Javier protagonista —y de sus padres— a lo largo de 1977 no hubiera coincidido con la transformación de todo un país y una sociedad, la de la España de entonces, en la que ser una mujer separada o un adolescente homosexual distaba mucho de ofrecer ventajas para la supervivencia. Hay algo de intrahistoria en Una canción italiana. Y creo que salí a buscarla al escribir la obra, sin ser muy consciente de ello, como si siguiera un hilo invisible que uniera mis vivencias con las de otra gente, con las de una época, un hilo del que tan solo conociera el fragmento que sostenía al avanzar por un laberinto de espejos, sin saber cuál iba a ser el siguiente recoveco o si el minotauro, de manifestarse, correspondería al monstruo agazapado en el centro del recuerdo.

La escena final de Una canción italiana no tiene diálogos, está escrita como una larga acotación. La obra termina con Javier en escena —jamás la abandona—; de las sombras del recuerdo, de ese espacio vació, surgen el Padre y la Madre, frente a frente. Suena La música è finita en la voz de Ornella Vanoni. El encuentro entre los padres es ya absolutamente imposible: la separación ha sido definitiva, y no solo la matrimonial. La muerte ha zanjado por completo cualquier intento de dialogar, de comprender, de restituir… ¿Qué estamos viendo? ¿Qué evoca Javier? Vemos la imagen de los padres, pero no a los padres. La proyección de un deseo: Javier se acerca a ellos y coloca los cuerpos, con detalle, en posición de baile… Un baile feliz. Como él cree que lo fue antes de 1977. Como no lo será nunca. Un baile de cuento que solo es invención a partir de un deseo y de un recuerdo. Un baile que, finalmente, arrastra a los padres hacia la oscuridad con los últimos acordes de la canción. Javier queda solo. La musica è finita… Me pregunto si la autoficción no será simplemente esto: el intento, tan humano, de manipular la vida, el espacio, el tiempo y la memoria a través del arte para revivir no solo lo que ya no existe, sino también lo que hubiéramos deseado que existiera alguna vez.

REFERENCIAS

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Notas

  1. La obra permanece inédita en el momento de escribir estas líneas. Cito a partir de su estreno en el Teatro de la Comedia de Madrid, por la Compañía Nacional de Teatro Clásico, el 13 de marzo de 2025, con dirección de la propia autora.

LAS PUERTAS DEL DRAMA · ISSN 2255-4483 · © 2023