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Las Puertas del Drama

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Búsqueda por autor/a

DRAMA 62

Las Puertas del Drama
LA ACCIÓN:
DIÁLOGO Y/O MONÓLOGO
Nº 62

SUMARIO

Presentación

  • La acción: diálogo y/o monólogo
  • Miguel Signes
  • Cristina Santolaria Solano
  • La acción: diálogo y/o monólogo
  • Miguel Signes
  • Cristina Santolaria Solano

LA ACCIÓN: DIÁLOGO Y/O MONÓLOGO

  • El verbo y la acción en el teatro: dos miradas y cuatro ejemplos acerca de la acción desde la escritura y la práctica escénica
  • Sònia Alejo
  • Una acción documental
  • Ignacio Amestoy
  • El diálogo entre ficciones y presencias
  • Ernesto Caballero
  • Acción dramática y autoficción. Una canción italiana
  • Javier de Dios López
  • Formas monológicas en las Nuevas Escrituras Escénicas
  • José Gabriel López Antuñano
  • Palabras que hieren, cuerpos que sanan (En defensa de un giro performativo para la dramaturgia textual)
  • Juanma Romero Gárriz
  • El arte del monólogo
  • José Sanchis Sinisterra
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Nuestra dramaturgia

  • Luis Matilla,
    el hombre de las cien escrituras
  • Cristina Santolaria Solano
  • Una aproximación al teatro de Francisco Nieva: intertextualidad y transgresión en Manuscrito encontrado en Zaragoza
  • Urszula Aszyk
  • La SGAE da voz a la dramaturgia contemporánea española a través de un multitudinario congreso
  • Juana Escabias
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Socio de honor

  • José Luis Alonso de Santos
    (Socio de Honor 2022)
  • Ignacio del Moral
  • José Luis Alonso de Santos
    (Socio de Honor 2022)
  • Ignacio del Moral

Cuaderno de bitácora

  • LA GENEROSIDAD.
    Escribir junto a otras manos
  • Xavier Puchades
  • LA GENEROSIDAD.
    Escribir junto a otras manos
  • Xavier Puchades

Dramaturgia extranjera

  • Dos veces Philip Ridley
  • Pilar Massa
  • Dos veces Philip Ridley
  • Pilar Massa

Infancia y juventud

  • La acción en el nuevo teatro
    para la infancia
  • Adrián Novella
  • La acción en el nuevo teatro
    para la infancia
  • Adrián Novella

Teatro Exprés

  • Teatro Exprés, 2024
  • Úrsula Moreno Ortega
  • Teatro Exprés, 2024
  • Úrsula Moreno Ortega

Reseñas

  • Los “Entremeses”
    de José Moreno Arenas
  • Juan Mairena
  • Antonio Gala a escena,
    de José Romera Castillo
  • María del Carmen Hoyos Ragel
  • Teatre Complet 1 y 2,
    de Rodolf Sirera
  • Cristina Santolaria Solano
  • Teatro Caníbal Completo
    Volumen VII,
    de Francisco Morales Lomas
  • Rafael Ruiz Pleguezuelos
  • Los “Entremeses”
    de José Moreno Arenas
  • Juan Mairena
  • Antonio Gala a escena,
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  • María del Carmen Hoyos Ragel
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  • Teatro Caníbal Completo
    Volumen VII,
    de Francisco Morales Lomas
  • Rafael Ruiz Pleguezuelos
  • junio 2025

Palabras que hieren, cuerpos que sanan (En defensa de un giro performativo para la dramaturgia textual)

Juanma Romero Gárriz

¿QUÉ IMAGINA UN DRAMATURGO?

Una dramaturga cierra los ojos, ¿qué ve? Un dramaturgo siente el relámpago de la inspiración, ¿qué intuye? Puede ser una imagen, un espacio, personajes en una situación; puede ser una premisa, un dispositivo, un conflicto; y también puede ser —aunque creo que es menos frecuente— una acción concreta. Tal vez, porque existe una arraigada convención según la cual el dramaturgo propone las palabras y el director las acciones.

Lucho contra esta idea preestablecida. Y, sin embargo, en mi imaginación, me cuesta distinguir las acciones de las imágenes. Las imágenes esconden acciones, pero se presentan en una bruma abstracta, indeterminada. Hay todo un trabajo por delante, en el que traer a tierra esas imágenes, en el que exprimir acciones de ellas. Me pregunto por qué dependemos de este proceso de destilado. ¿Acaso no nos definimos, en nuestra vida cotidiana, más por lo que hacemos que por lo que decimos?

La cultura popular recuerda a Hamlet por su “ser o no ser” más que por sus (desafortunadas) estocadas; o a Segismundo por su “toda la vida es sueño” y no por sus (lamentables) actos de furia. Puede tratarse de una convención propia de la literatura dramática, en la cual la acción interna cobra un relevancia fundamental; como demostraría John L. Austin muchos años después —aunque Esquilo, Shakespeare y Molière ya lo supieran—, nunca se deja de realizar acciones con las palabras.

Sin embargo, dicha convención se ha visto cuestionada de forma intermitente a lo largo de la historia del teatro. Acordamos llamar a la última acometida con la etiqueta de teatro posdramático (Lehmann) o estética de lo performativo (Fischer-Lichte). Ambos teóricos elaboraron un pensamiento preciso tras presenciar como espectadores una serie de actos teatrales que tenían más de acontecimiento que de representación. Fischer-Lichte se refiere también al giro performativo, precisamente a partir de los descubrimientos de Austin en la filosofía del lenguaje (Fischer-Lichte, 2011: 46-48). Un precioso punto de encuentro entre la pragmática y la teoría teatral, afín al que trataré de hallar de aquí en adelante, con mis propias palabras, entre la literatura dramática y la escritura escénica.

De esa encrucijada nacen las cuestiones más apremiantes para nosotras y nosotros. Da igual cuál sea nuestro fuerte o nuestra debilidad, nos interesen las artes vivas o no, despreciemos el canon o no: todas y todos nos vamos a encontrar con los mismos dilemas en la sala de ensayos si, genuinamente, vamos a explorar los lenguajes teatrales del siglo XXI en un espacio de diálogo y con un equipo amplio y diverso.

CUERPOS LOCUACES, CUERPOS ELOCUENTES 

En mi caso, que no soy nadie sin los cuerpos cómplices (los cuerpos que se atrevieron a salir a la escena de mi mano), me es de gran ayuda establecer una primera distinción para abordar el dilema. La distinción entre cuerpos locuaces y cuerpos elocuentes.

Los cuerpos locuaces son mi peor pesadilla como director de escena. Cuando acudo a una representación, cada vez disfruto más de ese momento en que la luz se atenúa. Algo, que no sé que es, está a punto de comenzar. Los cuerpos entran en escena. Empiezan a hablar. Termina el placer.

Si lo pensamos detenidamente, es muy difícil superar el momento en que un cuerpo entra en la escena. Nuestra labor, como parte de una compañía, es sostener ese momento. No permitir que la palabrería entierre a la ceremonia. 

Qué decir de esos ensayos en los que el cansancio, la desgana o la rutina malogran la creatividad y ya sólo eres capaz de ver a actores y actrices “largar” delante de tus ojos… Son ensayos que habría que detener de inmediato (y no siempre lo he hecho). La mayor amenaza del teatro se ha adueñado del espacio: creer que cuerpos que hablan ya garantiza la experiencia teatral (cuando tenemos todas las papeletas para que la arruine).

Los cuerpos elocuentes, en cambio, priorizan el estar al decir. Saben que la palabra nace de un cuerpo, en un espacio, en un tiempo, en una circunstancia. Amoldan toda su plasticidad a esos elementos para, desde ahí, alzar el vuelo de la voz. La palabra nace entonces de lugares insospechados, desconocidos, pues sólo la palabra que habita un espacio puede compararse —en elocuencia— a la fuerza de una acción.

Los cuerpos elocuentes asumen no sólo los orígenes rituales, musicales y dancísticos del teatro sino también esa necesaria rectificación sugerida por el giro performativo. Aún siendo parte de una representación, son conscientes de que han de aproximarla al acontecimiento, en defensa de la salud y la vitalidad del hecho escénico.  

Los cuerpos locuaces caracterizan la deriva de un teatro sin teatralidad, de un teatro sin raíces y, al mismo tiempo, de un teatro que no ha valorado lo suficiente las aportaciones de distintas disciplinas artísticas desde mediados del siglo XX hasta el presente; al contrario: en algunos contextos se ha enfrentado con una beligerancia victimista y exagerada, creando una falsa dicotomía entre las artes vivas y el teatro “de toda la vida”.

Fuente: infobae.com

¿Cómo se han defendido algunos artistas? Disparando a discreción contra la literatura dramática y refugiándose en otra trinchera victimista (la de los incomprendidos). 

Este (falso) dualismo nos lleva a situaciones tan dispares como que, por un lado, una alumna me diga que se siente “carca” si lleva materiales textuales a una sala de ensayos, como que, por el otro, cientos de profesionales de las artes escénicas desatiendan algunos de los mejores trabajos vistos en nuestro país en este primer cuarto de siglo, por ni siquiera considerarlo teatro. Los extremos se tocan al compartir la exclusión del otro (en lugar de apostar por un saludable mestizaje).

El giro performativo no supone un rechazo de la tradición dramática. Al contrario, considero que vino a redimirla, a recordar que un cuerpo en escena, independientemente del volumen de texto que aprenda, nunca puede ser un cuerpo locuaz. Al situar, de nuevo, la acción externa como expresión primordial -una acción externa ya desprendida del gag cómico o del lance melodramático-, el giro performativo trajo un aviso para la palabra: si quería seguir viva, no podía quedarse atrás, tenía que estar a la altura en compromiso, exposición y relación con el espectador.

La palabra no puede protegernos del espectador, como no puede, nunca, protegernos de nosotros mismos. Puede maquillar pero, al poco tiempo, el rímel se corre. El sudor derrite los colores. Y todos nos damos cuenta. Lo sé porque, durante muchos años, me he escondido en las palabras (en palabras que no herían). Me he sentido protegido por el albergue del cuerpo locuaz. Pronto advertí que el lugar seguro era también un lugar de muerte.

HABLA MI CUERPO

Mi inmersión en el teatro se la debo al cine y a la literatura. Al contrario que muchos de mis colegas, yo no tuve una revelación escénica en mi temprana juventud (las tendría, afortunadamente, después). Las obras a las que me llevaron de pequeño me aburrían. Eran cartón piedra y sentía que el cine, la música o la literatura lo superaban de lejos. El teatro era una reliquia.

Y, sin embargo, ahí estaban las adaptaciones cinematográficas, del Hamlet de Zefirelli al Equus de Sidney Lumet; y ahí estaban los poetas: Shakespeare y Lorca.

Comencé a escribir teatro porque el cine llevaba demasiado tiempo. Había empezado a actuar en el teatro universitario y, una vez superada la vergüenza, encontré un espacio de escucha y un espíritu de camaradería insólito, un cobijo como no hay otro en el mundo. 

En mis primeras tentativas dramáticas, forzaba en exceso la belleza del lenguaje. Escarbaba en su sustrato literario porque no quería hacer un teatro costumbrista. Yo quería ser -superficialmente- como Shakespeare y Lorca. No tuve la ocasión de conocer en profundidad los lenguajes más contemporáneos, por lo que tardé bastante tiempo en tomar consciencia de que también la acción y la situación dramática han de ser poéticas, y de que la escena rechaza con la misma virulencia una expresión pomposa que una acción sin precisar.

¿Recordáis el comienzo del Fausto de Goethe? En su cuarto de estudio, justo antes de que se presente Mefistófeles, Fausto trata de traducir el Evangelio de San Juan de la forma más acertada. “En el principio era el Verbo”, considera, y luego matiza: “En el principio era el sentido”; duda: “En el principio era la fuerza”; y finalmente se decanta por: “En el principio era la acción” (Goethe, 2020:70).

Dejadme que os cuente, en tres instantes, cómo fue mi propio viraje del Verbo a la acción.

Madrid, Casa de Vacas, Primavera de 2008:
Nuestro primer giro performativo.

La obra ya estaba estrenada. Era la primera vez que dirigía un texto propio. Se llamaba Báthory contra la 613 y contaba con la complicidad de dos de las fundadoras de nuestra compañía Vuelta de Tuerca: Begoña Blanco y Patricia Quero (Marta Alonso y yo completábamos el cuarteto). Y contábamos también con la complicidad de un público al que recibimos en la Sala Ítaca, en el Teatro Liberarte y en la Casa de Vacas del Retiro; con complicidad no me refiero al halago ni al aplauso fácil, sino a todos aquellos espectadores que nos hicieron las pregunta adecuadas. Y una de las preguntas que más se repetía era: “¿Por qué hacéis un intermedio? ¿Realmente lo necesitáis?”

Báthory contra la 613 escenificaba un juicio imaginario, el que organizaba la 613, la última de las víctimas de Erzsébet Báthory, condesa húngara que asesinó y se bañó en la sangre de más de 600 de sus doncellas, convencida de que así podría rejuvenecer. Erzsébet ideó rituales cada vez más sofisticados para ello, de manera que cambió la bañera por un artefacto conocido como “la dama de hierro”: una jaula con pinchos que, al alzarse en el aire con una polea y balancearse, provocaba que la joven encerrada en el interior se desangrase mientras la condesa recibía su elixir en el suelo.

A la hora de función, aproximadamente, representábamos el rito. Por supuesto, no de forma literal: en esa búsqueda incansable de la distancia adecuada que implica toda representación, era la actriz que interpretaba a Erzsébet (Begoña) la que se subía a lo alto de una escalera para lanzar desde allí un cubo de sangre, mientras que la actriz que interpretaba a la doncella 613 (Patricia), se vestía un camisón de la condesa y se colocaba a los pies de la escalera (una alteración de los roles que nos permitía contar cómo la 613 se confundía con su némesis a medida que avanzaba el juicio).

La acción provocaba un silencio único en la sala. En medio de una obra con mucha letra, emergía una acción que, sin nosotros ser conscientes, respondía una estrategia performativa. Era la acción que definía toda la obra, la que mejor expresaba el vínculo y las contradicciones de los personajes. Para representarla, nos enfrentamos a varios dilemas, y el primero de ellos fue: ¿Realmente necesitamos emplear litros de sangre falsa? Hay quien dijo: “Puede ser arena roja”. Hay quien dijo: “Puede no haber nada, esto es teatro”. Pero nosotras queríamos traer un fluido a la escena, aunque eso supusiera manchar a la actriz, el vestuario, el escenario y ponérnoslo muy difícil para retomar la función.

Llegada la fecha del estreno, acertamos con la decisión de cómo representar la acción; pero no con la duración de la misma (que es, como veremos a continuación, una de las grandes aportaciones del giro performativo a los lenguajes teatrales).

Porque entonces venía el intermedio. Patricia necesitaba tiempo para lavarse el pelo manchado de esa sangre brillante y espesa, y los demás también necesitábamos tiempo para fregar el escenario y volver a poner todo “en primera”. Así que cerramos el telón, como en ese teatro de cartón piedra que siempre había aborrecido. Y ahí fue donde nos equivocamos.

“El teatro posdramático —señala Lehmann— se puede entender como cristal del tiempo que suministra, a su modo, una imagen directa del tiempo en estado puro” (Lehmann, 2017: 319). Así, una escena puede alargarse más allá de su lógica dramática. El espectador protestará: “¡No pasa nada!” Y el creador podrá defenderse: “Claro que pasa, pasa el tiempo”. Se trataría de una “estética de la duración” que es, además, “un área de resistencia frente al desplazamiento y la parcelación social del tiempo” (Lehmann, 2017: 320), una parcelación que se rechaza por ser cada vez más violenta y acelerada.

Esta estética de la duración era, de todos los aspectos que potenciaba el giro performativo, con el que más nos identificamos Vuelta de Tuerca como creadores e intérpretes.  

Rectificamos; gracias al público, y al generoso tiempo que le dedicábamos entonces a los procesos de creación y exhibición, decidimos quitar el intermedio durante una de nuestras representaciones en el Teatro de la Casa de Vacas, en el Parque del Retiro. Y aquella representación fue una de las más emocionantes que he vivido nunca como creador escénico.

Patricia, completamente manchada de sangre, se entregaba a la vista del público a una larga acción de lavado, de rodillas, sobre un viejo barreño de latón. La música de Carla Bozulich la acompañaba, en tempo y emoción, de tal manera que en el crescendo de Pissing (versión de la obra maestra de Low), Patricia se entregaba a una frenética repetición por intentar quitarse la sangre de sus brazos, tomando lúcida e insoportable consciencia de cómo se estaba convirtiendo en la persona contra la que luchaba. Intentar comprender a Erzsébet Báthory suponía transigir con ella, convertirse en ella; meterse en su cabeza y tratar de sentir por qué necesitaba entregarse a ese rito la estaba predisponiendo a dejar de ser víctima para convertirse en victimario.

Y entonces, Patricia metía la cabeza en el barreño, se limpiaba su larga cabellera pelirroja y la sacaba al cabo de unos segundos, recuperando la respiración y emitiendo un grito desgarrador. La luz de las velas iluminaba el agua que se desbordaba del barreño, el agua brillaba y amenazaba con rebasar el escenario y llegar a los pies de los primeros espectadores. La duración de la canción —seis minutos y cuatro segundos— era el tiempo que nos tomábamos para completar la acción de limpiarse y secarse, ésa que antes nos llevaba quince o veinte minutos, entre que salía y volvía a entrar el público de la sala.

Ersébet Báthory, la «condesa sangrienta».

Era más cómodo para nosotros, pero era mucho menos elocuente para la experiencia que proponíamos. Me atrevería a decir, incluso, que la duración de aquella acción decía más del personaje que muchas de las cosas que yo escribí para la 613. Con esa acción, con ese grito, ya estaba dicho todo. La imagen había aterrizado, y ahora era una acción clara, precisa y con una determinada estética de la duración.

A partir de ese momento, comencé a podar algunos de los textos del personaje, que ahora sonaban vacuos e innecesarios; y, al revés: otros textos cobraban luz al ser expresados después de esa acción. Cuando el segundo acto comenzaba, con Patricia aún secándose el pelo, el lugar del que brotaba su voz, la energía que las dos actrices mantenían, era muy diferente de la que traían —mucho más relajadas— cuando volvían de su descanso en el camerino. La 613 ya no podía ser la misma, ya no podía esconderse. Y Erzsébet —debilitada por haber experimentado el lugar de la víctima— también había visto ese brillo en sus ojos.

Por supuesto, pensaréis: “Pero ¿cómo no os disteis cuenta antes?” Y sí, me avergüenza mi ingenuidad, que atribuyo a una formación teatral autodidacta y a una gran ignorancia, por aquel entonces, de los lenguajes teatrales más innovadores y contemporáneos. Cabe recordar que, en mis estudios de Comunicación Audiovisual, la asignatura de Dirección de Actores la impartió un profesor que se sentaba a dictar apuntes de Stanislavski a través de un micrófono (todo teoría). De manera que, expresiones a las que hoy recurro, no llegaron a mis oídos hasta bastante tiempo después.

Berlín, Schaubühne, Invierno de 2016:
La revelación que (no) tuve en mis años de aprendizaje.

Sucedió en el Teatro Schaubühne de Berlín. Me encontraba en la ciudad presentando un cortometraje en un festival y el azar quiso regalarnos que, en esas mismas fechas, Romeo Castellucci presentara una versión del Hiperión de Hölderlin.

La obra comenzaba con un telón (¡vaya!, ¿no lo habíamos dado por muerto?), que se desplazaba del hombro derecho al izquierdo, desde el punto de vista del espectador. Apenas nos daba tiempo a ver una pequeña acción: la de un hombre, de espaldas, que termina de coger un sombrero de un perchero, se lo pone y cierra la puerta de la casa. A continuación, sucedieron unos cinco minutos de inacción. La mirada se entretenía en reconocer ese espacio: un apartamento reproducido con un exhaustivo hiperrealismo, ocupando todo el amplio espacio escénico del Schaubühne (suelo y techo incluidos). Ningún cuerpo habitaba el escenario, no pasaba nada, pero recuerdo que mi imaginación trabajaba incesantemente: ¿Quién es esa persona? ¿Vive en esta casa? ¿En qué barrio? Y, sobre todo, ¿adónde se ha ido? ¡Demonios! ¡Las obras de teatro suelen empezar con un actor que entra, no con uno que sale!

Los ruidos de la ciudad se plasmaban de un modo muy sutil, pero uno sentía que afuera, allá donde ese hombre se había ido, la vida se desarrollaba con cierta normalidad: el tráfico, el canto de los pájaros, alguna obra o ambulancia lejana. Hasta que de repente…

Un grupo de policías armados irrumpe en la casa. Comienzan a registrarla, de arriba a abajo. Cuando piensas que el registro ya está “contado”, cuando crees que ese cuerpo de policía -que no cesaba de multiplicarse- ya han realizado suficientes acciones, la acción sigue y sigue, no se detiene (de nuevo, la fuerza de la duración). El registro es cada vez más exhaustivo y más violento. No sólo desordenan, destruyen la casa, porque necesitan encontrar eso que buscan con tanto ahínco (y que nosotros no sabemos qué es).

Esto en términos literales; en términos metafóricos, era como si el propio Castellucci y los actores de la Schaubühne estuvieran rompiendo el decorado hiperrealista (y con el decorado, su convención).

Los policías —¿cuántos son ahora, doce, veinte, treinta?— rompen los muebles, tiran al suelo las estanterías. ¿Suficiente? No: abren boquetes en el suelo, abren boquetes en el techo. Lanzan los muebles al foso, y uno juraría que cualquiera de esos muebles podría dañar la integridad física de los espectadores de las primeras filas. En realidad, es sólo una ilusión óptica desde mi lejana butaca, pero también una extensión, en mi imaginario, de la asfixiante y creciente sensación de peligro.

A continuación, los policías saltan al patio de butacas. Nos echan a gritos del teatro. La función acaba de empezar y ya termina, porque la policía nos ha expulsado al recibidor del Schaubühne. Me reúno con las personas que he asistido. Todos estamos de acuerdo: aunque sólo fuera por estos quince minutos, el espectáculo ya habría merecido la pena. Aunque sólo fuera esto Hiperión, ya nos iríamos a casa transformados.

Pero no fue sólo eso.

Se abren las puertas de la sala. El interior del teatro está igual, con una pequeña diferencia (en realidad, una gran diferencia): las únicas personas que no se han movido de las butacas son dos o tres grupos de personas que rebasan los 60 años. Son espectadores que han vivido el Berlín que esa misma mañana hemos conocido por los restos del muro, las fotos y los guías turísticos: personas que no obedecen de buenas a primeras, que sienten como un imperativo moral no abandonar la butaca de un teatro sólo porque un policía lo mande.

La acción del espectador se convirtió entonces en el verdadero evento. Una genuina participación del espectador, legitimado en su acto de resistencia. Su acción y tu acción (la contraria), pues en ningún momento te planteaste desobedecer a la policía y quedarte dentro del teatro.

El telón vuelve a abrirse, de derecha a izquierda, y el ojo recibe el impacto de lo inesperado: al decorado hiperrealista le ha sucedido un inmenso espacio blanco, un espacio que, aunque ocupa toda la caja escénica, parece no tener fin (por su claridad y por su simpleza). Sólo lo habita un perro negro. Sentado junto a una pequeña columna rectangular. El perro nos mira. Y la mirada dura y dura y dura…

Abrumado por lo que acabas de ver, podría visitarte el pensamiento de que es todo cuestión de dinero y opulencia, que ese despilfarro diario sólo puede darse en un teatro del norte de Europa. No es del todo cierto: con la función más avanzada, sucede otro instante, una acción muy sencilla, que se quedará en mi retina para siempre.

Distintas actrices recitan el Hiperión de Holderlin (también lo textual ha hecho acto de presencia). Una de ellas se acerca a la columna, donde ahora —no me preguntéis quién lo ha puesto ahí— reconocemos un vaso de agua. La actriz declama el poema mientras realiza una coreografía de movimientos. Alterna movimientos lentos con movimientos rápidos. Cada vez que se mueve cerca del vaso, parece que lo va a golpear y que, fatalmente, el agua se derramará. En tu imaginación, has visto ya el vaso caerse una media docena de veces. Entonces, la actriz se pone una camisa de un tejido muy vaporoso. Una vez más, ha estado a punto de tirar el vaso al ponerse una de las mangas. De hecho, el tejido lo ha rozado, como si el bajo de la camisa fuera un telón para ese vaso, un telón transparente que lo ha sobrepasado y acariciado muy despacio, sin tirarlo… uf. Y de repente, la actriz, que ha quedado de espaldas, acelera sus movimientos, se gira violentamente y tira el vaso de agua con el dorso de la mano.

Os prometo que vimos el agua derramarse a cámara lenta. Por la sucesión de movimientos, por la iluminación, por los efectos sonoros, vimos caer un vaso de agua en el Schaubühne de Berlín a cámara lenta. Como si estuviéramos viendo cine en lugar de teatro. Pero no, claro que no estaba sucediendo a cámara lenta. De nuevo, nuestra mente lo entendió así, por la condensación de estímulos que nos propone un creador tan insólito como Romeo Castellucci.

Lección imperecedera: los grandes directores de escena nos muestran cómo el verdadero teatro se despliega en nuestra mente. Y el impacto y la acumulación de acciones son decisivos para que se abra el telón en nuestra pequeña —y a la vez cósmica— cueva de los sueños. 

Hyperion: letters of a Terrorist de Romeo Castellucci. Foto: Arno Declair, 2013.
Hyperion: letters of a Terrorist de Romeo Castellucci. Foto: Arno Declair, 2013.

Madrid, Teatro Guindalera, Invierno de 2019:
El fuego es nuestro amigo.

Tres años después, disfruto de una residencia en el Teatro Guindalera, junto a mis compañeras Marta Alonso y Beatriz Vaca (Narcoléptica). En esta ocasión, tenemos entre manos un texto muy diferente: El fuego amigo, una letanía en homenaje a José Couso, el cámara y periodista asesinado en Irak, escrita en verso y sin especificar personajes. En ella, además, todos los versos —¿todas las réplicas?— comienzan de la misma manera: “No. Estábamos en…” 

Ahora, desde el principio de la creación, el reto está a la vista: crear una experiencia escénica, de la mano de la maravillosa música de Beatriz, en la que habrá que imaginar y diseñar toda una serie de acciones no especificadas por las didascalias del texto. Un punto de encuentro entre la palabra, la música y la acción.

Lo primero de todo que descubrimos, para nuestra sorpresa, es que el cuerpo de Beatriz, desafiando los cánones de la interpretación, es todo lo elocuente que soñamos, sin que ella recite texto en ningún momento. Beatriz manipula sus instrumentos musicales con una concentración tal que ya quisieran para sí muchos intérpretes. La propia Marta, desde un mayor grado de experiencia, está sorprendida por lo que Beatriz le aporta: realiza las acciones sin sobrecargarlas de intenciones, sin querer contar ni expresar, lo cual, lejos de resultar aburrido o apático, genera una expectación mayor: al concentrarse de esa manera, Beatriz desea conectarse con algo superior, y poco a poco lo consigue, llevando también al espectador a ese lugar.

Beatriz, Marta y yo nos metimos en la sala de ensayos solos, sin saber qué más elementos escénicos nos iban a acompañar. Nos parecía muy literal incluir una cámara de vídeo como la de José Couso, una de esas cámaras pesadas que usaban los reporteros de televisión a principios de los dos mil; pero un día, cansados de hablar de ello, dejamos de resistirnos y probamos a traer una cámara compacta y un proyector de vídeo para crear sombras y distorsiones de imágenes a pie de escenario. Y funcionó (porque no introdujimos en la escena la misma cámara de José Couso, sino aquello a lo que él se dedicaba: registrar imágenes).

Otro día, tras leer las partes del texto que cuentan el viaje a Irak, nos dijimos: ¿Y por qué no traemos los juguetes de los niños al ensayo de mañana?

Levantar las construcciones de colores de nuestros hijos, creando distintas alturas con piezas geométricas de todas las formas y tamaños, resultó comparable a levantar, a la vista del espectador, la ciudad milenaria de Bagdad. Y, de nuevo, funcionó. Funcionó, pero tuvimos que recordarnos en cada ensayo: no hay prisa. Estamos levantando una ciudad de la nada. Una ciudad cargada de vida, de historia, de cultura. Una ciudad que el ejército de los Estados Unidos de América se va a disponer a destruir con sus bombas. 

Para encontrar el tempo de esa acción simbólica, una y otra vez, nos forzamos a ralentizar la acción, a ritualizarla. Es la demostración de que también una acción puede verse contaminada por un cuerpo locuaz: un cuerpo que tiene prisa por dejar los objetos en su sitio, por acabar cuanto antes, por seguirle el juego a esa mente que cuando esté en lo siguiente querrá estar en lo siguiente, para estar en lo siguiente, para estar en lo siguiente, para…

Apilar siete piezas de un juguete, una encima de la otra, y coronar la construcción como si de un edificio de Bagdad se tratara, requiere poner todo el cuerpo, toda la mente ahí. Cuando, al fin, todas las construcciones están levantadas, se nos ocurre un último detalle: colocar un cable de guitarra de Beatriz, de color azul, serpenteando entre las piezas. El río Tigris.

Marta y Beatriz observan la ciudad, sin apresurarse, entregadas a la estética de la duración. Entonces, Beatriz activa la cámara en directo y vemos proyectada una vista aérea de la ciudad. Amanece (hay un foco colocado estratégicamente a ras de suelo). La ciudad comienza a vivir. La larga acción ha tenido sentido porque han sido los cuerpos de las dos mujeres que habitan la escena los que han levantado una ciudad en unos minutos, una ciudad metafórica que remite a la Bagdad que necesitó milenios para ser la ciudad que era en 2003.

El ejército de los Estados Unidos de América la destruyó en horas. Marta lo cuenta, y según lo cuenta, deshace las construcciones. Duele verlas caer porque hemos presenciado el cuidado que han empleado en levantarlas, minutos antes. Cada vez que las piezas caen, hacen más ruido del que realmente hacen. Con estos colores y juguetes, es inevitable pensar en los niños muertos por los bombardeos. Tras relatar el asesinato de José Couso (el momento climático de la función), Marta se recompone, alcanza una escoba de barrendero y, con una luz de escena, barre toda la ciudad hecha escombros. Emplea fuertes sacudidas para despejar el escenario. En cuestión de segundos, la ciudad ha desaparecido de nuestra vista.

El fuego amigo de Juanma Romero Gárriz. Teatro del Barrio. Fuente: revistagodot.com
El fuego amigo de Juanma Romero Gárriz. Teatro del Barrio. Fuente: revistagodot.com

En muchos casos (al menos, en los modos que yo aquí he descrito), el giro performativo se asimila a los giros de la infancia: líquidos que se derraman, juguetes que se rompen; tirar, romper y mancharse, tirar, romper y mancharse… Todo aquellos que prohibimos a nuestros hijos es la misma energía que liberamos sobre el escenario. No parar quieto. Bailar. Derramarse. 

El escenario es un espacio de juego. Y el juego, básicamente, es eso: tirar, romper y mancharse. Y dejarlo todo “en primera” para poder comenzar de nuevo. El teatro del cuerpo locuaz lo olvida. Quiere que todo quede en lo dicho, y que lo dicho tampoco tire, rompa ni manche.

Visto así, tampoco habría tantas diferencias entre la palabra y la acción: ambas pueden domesticarse, ambas pueden volverse tan aburridas como el más formal de los adultos.

TIEMPO DE CALLAR

Hasta aquí, hemos hablado de giro performativo, sin haber prestado la suficiente atención a las estrategias expresivas que nos permiten “sortear el realismo”1, un realismo que también nos atenaza en nuestras escenificaciones. Ambas son igual de válidas, y todas las veces que me he referido a metáforas, se entenderá que el código de lo expresivo-poético es igualmente decisivo (la escalera jaula, la ciudad juguete, el río cable, etc.)

Si he hecho hincapié en las estrategias performativas es porque —considero— estamos tardando demasiado en naturalizarlas como una herramienta fundamental de las escenificaciones a partir de materiales textuales. He intentado reflejar de qué modo esas estrategias se volvieron imprescindibles en nuestros procesos creativos, unos procesos que estaban, a priori, alejados de los códigos posdramáticos, y que entraron en crisis precisamente cuando no sabíamos cómo resolver determinadas acciones. Dotarlas de fuerza e intensidad, pasó por explorar tanto la tradición expresiva como la performativa. Y sólo a partir de esas indagaciones desbrozamos los caminos.

En el año 2012 tuve la ocasión de dirigir una performance genuina, donde no sólo investigamos sobre la duración, sino también sobre la pintura en acción (los muros de La Faena II se pintaron una sola vez, en aquella ocasión), así como la relación con el espectador, pues los actores y actrices dependían de un “encendido”, que el espectador debía averiguar y accionar, para que su lugar, actitud y presencia se transformara. Sin embargo, sólo hasta hoy, en el momento de redactar este artículo, me he dado cuenta de cómo un tratamiento diverso y multidisciplinar de la acción estuvo llamando a las puertas de nuestras primeras —salvajes e ingenuas— creaciones.

Con ello, no deseo renegar del valor de la palabra. Al contrario, trato de nadar en esas aguas fronterizas en las que palabra y acción se encuentran y se enfrentan a los mismos obstáculos y riesgos.

Mar Gómez Glez, en su excelente ensayo Mi secreto para mí. Otra lectura de Teresa, nos recuerda que “palabra procede del verbo latino verdeare, que significa herir, y la palabra hiere el oído. Sin embargo, antes de dirigirse al oído y antes de ser pronunciado es necesario que la cosa nombrada haya sido vista.”

Las palabras crean imágenes porque proceden de imágenes. Las acciones crean imágenes porque proceden de imágenes. Los estímulos nacen de nuestros rincones más secretos, y bien sabéis que la ingenuidad, tanto como la torpeza, tanto como la mistura, son muy elocuentes en esos castillos interiores.  

Por todo ello, ha sido muy natural aplicar ahora una acción transversal a nuestra última creación, Los versos libres, una obra dramática con mucho texto narrativo. Decidimos que esa acción transversal —fotografiar— podría aportar en escena nuestro punto de vista como narradores de los hechos que se cuentan. De ese modo, el contraste entre los hechos narrados, con sus pequeñas acciones, a menudo son reemplazados por las acciones propias del posado fotográfico, un código expresivo que delata al narrador. Es, asimismo, un elemento distanciador que nunca nos hubiéramos planteado de forma transversal si, años atrás, no hubiéramos afrontado la crisis de los cuerpos locuaces y la urgencia de encontrar y habitar los cuerpos elocuentes.

Los versos libres de Juanma Romero Gárriz. Foto: Patricia Quero.
Los versos libres de Juanma Romero Gárriz. Foto: Patricia Quero.

Debemos ese encuentro a la evolución de una creación textual hacia una escritura escénica, cada vez menos literal. A medida que huimos de la ilustración del texto, nos abrimos también a la calidad e innovación de los creación contemporánea, y de lo mucho que ésta aporta a las dramaturgias textuales. Sin ir más lejos, la experiencia más vibrante que he vivido recientemente, como espectador, han sido las piezas del coreógrafo Trajal Harrell, que tuvimos la oportunidad de ver en el Centro Cultural Conde Duque, gracias a la excelente programación de Natalia Álvarez Simó2. En la danza teatro de Harrell, desde posiciones muy sencillas, hay más conflicto (externo e interno), dramatismo y teatralidad que en la mayor parte del teatro que he podido ver en los últimos años.

Para despejar dudas, no me estoy posicionando en ninguna trinchera. Creo que autores ya consagrados, como Robert Lepage o Wajdi Mouawad, han sabido integrar el giro performativo en sus -por lo demás- muy dramáticas -y muy narrativas- creaciones. Junto a textos, imágenes e interpretaciones, sus obras están llenas de acciones representadas con cuerpos -e ideas- sumamente elocuentes. Lo mismo cabe señalarse de algunas de las voces más personales de nuestro teatro reciente, de María Velasco a Nieves Rodríguez Rodríguez o la propia Mar Gómez Glez: a partir de materiales textuales, sus obras invitan a ser soñadas desde muy diversas estrategias formales (y con las artes vivas como foco insoslayable).

Sin embargo, mientras haya estudiantes que duden de la pertinencia de llevar un texto a un ensayo y vacas sagradas que se sientan amenazadas por los giros que, necesariamente, todo arte afronta (junto a las crisis económicas y los relevos generacionales), tocará seguir luchando contra las falsas dicotomías y entrenarse, pacientemente, en el eterno diálogo que tradición e innovación mantienen.

BIBLIOGRAFÍA

FISCHER-LICHTE, E. (2011): Estética de lo performativo. Madrid, Abada.

GOETHE, J. W. (2020): Fausto. Madrid, Abada. 

GÓMEZ GLEZ, M. (2024): Mi secreto para mí. Otra lectura de Teresa. Almería: Universidad de Almería.

LEHMANN, H. T. (2017): Teatro posdramático. Murcia: CENDEAC.

Notas

  1. Debo esta expresión al maestro José Sanchis Sinisterra.
  2. Me refiero a Köln Concert (febrero de 2024) y Judson Church is Ringing in Harlem (made to measure) / Twenty Looks or Paris is Burning at The Judson Church (M2M) (diciembre de 2024).

LAS PUERTAS DEL DRAMA · ISSN 2255-4483 · © 2023