
Fernando Arrabal, José Moreno Arenas, Entremeses / Impromptus, Libros del Innombrable, 2024.
El teatro también se lee, especialmente, aquellas obras de corta duración que no tienen fácil traslado a los escenarios. Me estoy refiriendo a las obras conocidas como “teatro breve”, “minipiezas”, “nanoteatro”, “teatro mínimo”, “microteatro”, o, en el caso que nos ocupa, “pulgas dramáticas”. El concepto de pulga dramática fue acuñado por el especialista teatral Adelardo Méndez Moya a partir de las primeras piezas breves publicadas por el dramaturgo José Moreno Arenas.
Estas piezas se caracterizan por carecer de escenografía y conservar, pese a su brevedad, “conflicto, nudo, desenlace, verosimilitud, catarsis, causalidad, causa y efecto” -según John P. Grabiele-, además de unas didascalias o acotaciones que son creadoras de acción y, en algunas ocasiones, obras en sí mismas:
(En el centro, una torre inexpugnable. Aparece una gatita de pelo negro aterciopelado. Levantando su prepotente cola, roza su lomo una y otra vez en las estructuras de la torre. Ésta se desploma. Es el cadáver de un hombre. La gata, provocadora e “ingenua”, se dispone a abandonar el escenario. A punto de salir, su sombra se proyecta sobre el fondo, semejando la negra silueta de una mujer… Y sale. Ronroneo. Cae el telón).
En sus últimas pulgas publicadas, sin embargo, Moreno Arenas casi prescinde de estas didascalias, centrándose en el diálogo directo, sin introducción, decorados ni acotaciones. Este es el caso de “El reloj” una de las dos pulgas que, junto a una tercera pieza breve, y otras tres más de Fernando Arrabal, forman el corpus de “Entremeses / Impromptus”, un volumen firmado por ambos autores y publicado recientemente por Libros del Innombrable.
Como en muchas de sus piezas, pero muy especialmente en estas tres últimas, Moreno Arenas conecta con el surrealismo y el teatro del absurdo de Jarry, Artaud, Genet, Ionesco, Beckett, Nieva o el propio Arrabal, a quienes también se las dedica por razones más que obvias, porque, como dice Moreno Arenas, “sobran las razones”.
No solo “El reloj”, también “La cabeza” y “El purgatorio” son extraordinarias piezas de relojería donde las palabras encajan como las ruedas dentadas de una maquinaria sofisticada, elegante y perfectamente engrasada. Para muestra, este fascinante juego de palabras con las que comienza “El reloj”:
SERVUS.—¿Usted respeta la ley?
LÍBER.—¿Por norma?
SERVUS.—Por costumbre.
LÍBER.—¿Por principio?
SERVUS.—Por costumbre, le digo.
LÍBER.—¿En qué quedamos: ley o costumbre?
SERVUS.—Ley. No me líe.
LÍBER.—No tengo costumbre.
SERVUS.—¿De cumplir la ley o de liar al prójimo?
LÍBER.—Yo solo lío cigarrillos. Por costumbre.
Es solo el principio de la pieza y, como ocurre en otras muchas de Moreno Arenas, podría acabar aquí, dando pleno sentido al texto, como de costumbre, aunque no por norma, ya que el teatro del autor granadino parece no conocerlas ni respetarlas, sino, más bien, transgredirlas. Y de esta forma nos lía o envuelve con un lenguaje que va mucho más allá de su propio significado y nos incita a disfrutar de un juego delicioso y surrealista.
La costumbre y la norma vuelven a aparecer en la segunda pulga de estos entremeses. En esta ocasión, en torno al hábito o gusto, acertado o no, de llevar sombrero en determinados lugares o circunstancias. Al igual que la anterior, esta pieza, titulada “La cabeza”, comienza con una pregunta: “¿por qué no se quita el sombrero?”. Y del mismo modo que en la primera, se desata un duelo dialéctico entre dos personajes que esgrimen, siempre uno con mejor destreza que el otro, el poderoso sable de la ironía, el sarcasmo o la sátira:
MARCIAL.—¡Póngaselo…! ¡Por Dios, póngaselo…!
VALENTINO.—Permítame decirle que tiene usted un grave problema. No puede ir por ahí deseando una cosa y la contraria al mismo tiempo. Salvo que se dedique a la política, claro.
La tercera pieza breve –en este caso no es una pulga, según el propio autor-, se titula “El purgatorio” y narra un encuentro breve, aunque intenso, entre William Shakespeare y Christopher Marlowe, apareciendo al final un tercer personaje: Don Pedro, que no es otro que Don Pedro Calderón de la Barca. El encuentro parece tener lugar a las mismas puertas del cielo -en esta ocasión se describe un pequeño decorado- y se repite esa suerte de duelo entre los dos personajes principales. El tema o causa principal de este duelo es la egolatría de ambos autores y, más concretamente, la cuestionada autoría de algunas obras de Shakespeare. Pero, hay también una vindicación de los más grandes autores
españoles del Siglo de Oro -Quevedo, Lope, Tirso, Zorrilla, Moreto, Quiñones, etc.-, injustamente olvidados o relegados a un segundo plano en el Gran Teatro del Mundo. Moreno Arenas no solo los rescata y les da un lugar destacado en esta pieza, sino que, además, convierte a Calderón en jefe supremo del paraíso dramatúrgico.
CHRISTOPHER.—¡De lo que hemos privado a nuestros escenarios y a los del mundo entero por mor de una arrogancia de orígenes acomplejados y un desprecio enfermizo! ¡Cultura con mayúsculas!
Las tres piezas, aun con sus diferencias, podrían agruparse bajo un mismo título: “Tratado sobre las apariencias”. En “El reloj” la ironía es la apariencia, el disfraz del que se sirve uno de los personajes para dar a entender algo que no es y, de esa forma, eludir con burlas las preguntas de su interlocutor:
SERVUS.—¿Negacionista de nuevo cuño?
LÍBER.—No; amante del bolero.
SERVUS.—¿Cómo dice…?
LÍBER.—Está atrasado. SERVUS.—¿El reloj…?
LÍBER.—Usted.
SERVUS.—¡Oiga…!
LÍBER.—Parado.
SERVUS.—¿Qué se ha creído…?
LÍBER.—¡El reloj! No da la hora.
En la pulga titulada “La cabeza” está más claro aún, sobre todo en la magnífica sentencia final -que no voy a desvelar- pero también a lo largo de toda esta minipieza dramática:
VALENTINO.—¿Por qué no deja de juzgar a los demás por sus fachadas, por sus fotografías, que, en definitiva, no son sino apariencias?
MARCIAL.—¡Ah, no! ¡La cara es el espejo del alma! Un disfraz siempre trata de ocultar una carencia o un complejo. ¿Qué esconde usted?
En “El purgatorio” se puede hablar de una doble apariencia o disfraz. Marlowe, en primer lugar, acusa a Shakespeare de llevar siempre una máscara, de aparentar ser lo que no es, y, por otro lado, le acusa de apropiarse de sus obras –las de Marlowe y las de otros autores- firmándolas con su nombre.
CHRISTOPHER.—Por una vez en tu vida deja de mirarte en esos ridículos espejos…deformantes que no hacen sino falsear la realidad…
WILLIAM.—¿Qué insinúas con esa palabrería huera y sin sentido?
LÍBER.—…y muéstrate ante el mundo como en verdad eres.
WILLIAM.—¿Me estás acusando…?
LÍBER.—¡Por Dios, William…! ¡Que nos conocemos desde…!
WILLIAM.—Precisamente por eso, Christopher; precisamente por eso.
CHRISTOPHER.—¡Basta ya de aparentar!
Viene a decir Shakespeare -el personaje de esta minipieza- que la apariencia, o la máscara, forma parte de la piel de los dramaturgos: “somos hombres de teatro. ¡De pies a cabeza; y desde que me levanto hasta que me retiro a mis aposentos! ¿Por qué habría de quitarme la máscara?”. Y tiene toda la razón. Muchas veces nos valemos de esa apariencia o máscara, no para elaborar mentiras o pretender ser lo que no somos, sino para huir de todo y de todos, para ganar, en un duelo a vida, a la más cruda realidad.
Estas tres pequeñas joyas de José Moreno Arenas consiguen que el reloj se pare, aunque el tiempo siga, y que nos quitemos el sombrero cuando, al final, comprendemos que, por un momento, el teatro nos salva de la confusión, de esa descarnada y tantas veces indeseable realidad que es la vida.