Conviene comenzar recordando algo que, aunque sabido, no está de más subrayar: un escritor para la escena no necesariamente es un dramaturgo. La actual coexistencia de dos modalidades que, faltos de una denominación más precisa, solemos designar como teatro dramático y artes vivas (como si lo primero excluyera el epíteto de la segunda), nos conduce, de entrada, a contemplar dos actitudes bien diferenciadas respecto a la escritura teatral.
El teatro dramático es aquel que, consciente y deliberadamente, pretende contar historias fundamentalmente a través de la palabra. La escena híbrida o teatro posdramático, en cambio, renuncia a este cometido para centrar sus esfuerzos en provocar una experiencia inmediata, no ficcional, menos interesada en la continuidad de los relatos que en la conmoción estético-sensorial que cada evento escénico puede suscitar. Allí, el texto -cuando aparece- ya no es un instrumento al servicio de un discurso narrativo global, sino un elemento autónomo, susceptible de devenir acontecimiento en sí mismo, sin necesidad de enhebrar una secuencia causal ni de sostener una lógica dramática tradicional.
Evidentemente, estos modelos no son compartimentos estancos: muchos creadores -entre los que me cuento- transitan de uno a otro o los combinan en sus propuestas. Precisamente, es en esa convivencia de formas donde se juega uno de los desafíos más estimulantes para el dramaturgo contemporáneo, y es hacia allí donde quiere dirigirse esta reflexión.
Para comprender mejor cómo se ha transformado el arte de contar en la escena contemporánea, detengámonos primero en el modelo que fundó nuestra tradición narrativa: el teatro dramático.
La forma de contar historias en nuestra cultura se articula, desde su invención en la antigua Grecia, mediante un procedimiento fundamental: el diálogo. Un diálogo que no solo hace avanzar la acción, sino que disemina toda suerte de información sobre los personajes, sus pensamientos, su historia, sus anhelos y necesidades. Un diálogo que, en tiempos de escasez escenográfica, incluso recreaba espacios imaginarios allí donde apenas había artificio.
La eficacia del diálogo dramático radica en su capacidad para simultanear niveles de información diversos sin perder la apariencia de espontaneidad. Si el espectador percibe que los personajes le están explicando el argumento o informándole de sus sentimientos de forma explícita, el pacto de verosimilitud se resiente. Por eso, el dramaturgo debe camuflar las intenciones narrativas dentro de las necesidades de comunicación de los propios personajes: nadie habla «para afuera», sino para satisfacer su urgencia inmediata dentro de la ficción. Así, los diálogos no «explican» la historia: la «contagian» a través de la acción.
La palabra diálogo encuentra su origen en el griego διάλογος (diálogos), compuesto por διά (diá, “a través de”) y λόγος (lógos, “palabra”, pero también “razón”, “pensamiento”, “principio”). Es decir, no se trata simplemente de una conversación entre dos personas, como suele entenderse en el uso común, sino de un tránsito: un pensamiento que se despliega a través de la palabra compartida. El diálogo no se define por la suma de dos voces, sino por el espacio que se abre entre ellas, por la corriente de sentido que fluye -y a veces se interrumpe, se desvía o se bifurca- en ese entre. Implica un acto de escucha tanto como de habla, y presupone, en su sentido más elevado, la posibilidad de que algo cambie en el transcurso del intercambio: que la palabra del otro no sea solo un eco que confirmamos, sino una alteridad que nos transforma.

En su raíz más honda, el diálogo es, por tanto, una forma de pensamiento en movimiento. Es una acción del espíritu que se verifica en la fricción de dos conciencias dispuestas al riesgo del encuentro. El logos, en la tradición griega, no era solo lenguaje: era también la estructura racional del mundo, la ley secreta que ordena el cosmos. Dialogar, entonces, era también una manera de alinearse con ese orden profundo, de buscar, a través de la palabra, una forma de verdad compartida. Quizá por eso, desde sus inicios, el teatro nació como un arte dialógico: porque en la escena no solo se cruzan discursos, sino que se encarnan puntos de vista en conflicto, visiones del mundo que se interrogan, se interpelan y se desnudan mutuamente en la acción.
De esta manera, el teatro dramático sigue una lógica de acontecimientos donde el diálogo deviene acción, no mero ornamento o ilustración verbal. Escribir para la escena no es, en este sentido, escribir cualquier texto: implica dominar la lógica interna de la acción dramática, comprender los mecanismos de tensión, conflicto y desenlace que articulan una historia en movimiento. Un «escritor para la escena» puede limitarse a ofrecer materiales textuales, poemas escénicos o paisajes verbales; el dramaturgo -en el sentido estricto- entiende el teatro como una arquitectura dinámica donde cada palabra, cada silencio, cada gesto tienen un lugar preciso en el engranaje del relato.
En el repertorio clásico el diálogo era un pacto de inteligibilidad: un espacio donde, pese a los malentendidos, aún se creía posible la comunicación humana. Los personajes exponían sus deseos, sus pasiones, sus conflictos mediante palabras que, aunque a veces chocaran, se mantenían dentro de un horizonte compartido de sentido. El diálogo ordenaba el relato teatral: marcaba un tiempo, trazaba una causalidad, imprimía una progresión en la acción. Se hablaba, se decidía, se actuaba… y de esa interacción surgía una historia reconocible, con su planteamiento, su nudo, su desenlace.
Hoy, sin embargo, esa eficacia comunicativa del diálogo se ha deshilachado. Y, con ella, la linealidad del relato. Ya no asistimos a historias que fluyen como ríos seguros, sino a narraciones fragmentadas, discontinuas, plagadas de fisuras temporales y rupturas emocionales. El espectador ya no se deja llevar paso a paso: reconstruye, intuye, hilvana pedazos, pistas, destellos de sentido. La narración se vuelve más asociativa que causal, más sensorial que lógica. Se trata, como reclamaba Brecht, de confrontar al público más que de seducirlo. El arte de contar historias ya no busca la empatía inmediata, sino que propone una experiencia de extrañamiento, de distancia crítica, de reflexión activa.
Este desplazamiento ha abierto la puerta a nuevas formas escénicas, a narrativas performativas donde la historia no brota ya de la palabra, sino del cuerpo, del espacio, del silencio, de la imagen (y aquí pensamos en creadores como Romeo Castellucci o Angélica Liddell). Estas nuevas poéticas expanden el concepto mismo de «contar una historia», hasta el punto de que, a veces, lo que se busca es precisamente renunciar a toda narración, proponiendo en su lugar el acontecimiento puro.

Pero esta renuncia nunca es completa. Porque —y aquí radica la paradoja— aunque tratemos de huir del relato, aunque proclamemos su fin, seguimos leyendo historias en lo que vemos. Incluso la voluntad de no contar historias no deja de ser también la historia de quienes renuncian a ello. Somos seres esencialmente narrativos: narramos incluso cuando creemos no hacerlo. La necesidad de contar (y de que nos cuenten) persiste como una forma radical de resistencia humana.
Llegados a este punto, resulta inevitable evocar los postulados brechtianos, que reivindican el presentismo del actor-performer como narrador consciente de su ficción, capaz de romper el hechizo de la ilusión realista. Brecht abrió un camino fecundo hacia un teatro donde lo dramático y lo performativo no se excluyen, sino que se entrelazan como formas distintas de producir sentido. En este marco renovado, el diálogo ya no aspira a mimetizar la «vida real» ni a reforzar una identificación emocional inmediata: se convierte en una herramienta de pensamiento crítico. Las palabras no solo transmiten emociones o impulsan acciones: también explican, interrogan, desmontan ideas ante los ojos del público. No se trata de embelesar: se trata de despertar.
Como decimos, en el panorama contemporáneo, la separación entre teatro dramático y artes vivas no siempre es tan nítida como los manuales o los catálogos festivaleros podrían hacer suponer. Numerosos creadores exploran hoy, simultáneamente, el poder de la narración y la vibración de la experiencia poética, sin someterse a dogmas ni a etiquetas reductoras. La cuestión estriba, a mi modo de ver, de en optar por un modelo u otro, sino en asumir la complejidad de un presente escénico donde narratividad y performatividad pueden, y quizá deben, convivir como instrumentos complementarios. El dramaturgo contemporáneo, si quiere ser fiel a la riqueza de su tiempo, ha de aprender a navegar entre estas aguas, sin nostalgia por las formas canónicas ni fetichismo por las rupturas. El desafío reside en saber escuchar lo que cada obra reclama: si pide la arquitectura sólida de una trama o la vibración libre del acontecimiento poético. Más que fórmulas prefabricadas, lo que se necesita es una escucha atenta al material creativo, una sensibilidad afinada capaz de intuir, en cada caso, qué pactos proponer al espectador, qué modos de presencia convocar en escena.
Ser dramaturgo hoy, como ayer, como siempre, es ejercer un oficio a la intemperie: caminar el filo inestable entre la narración y el acontecimiento, entre la necesidad de contar y el deseo de abrir espacios para lo indecible. Historias, gestos, fragmentos de sentido: lo que se ofrece al espectador no es ya la promesa de una verdad única, sino la invitación a recorrer juntos un territorio de preguntas.
Porque el teatro, incluso en su forma más quebrada o balbuceante, sigue siendo ese lugar donde nos reunimos a reconocer, en los otros, en nosotros mismos, la inagotable búsqueda de sentido que nos hace humanos.