SEMILLA
Participando en un taller impartido por el psiquiatra y dramaturgo chileno Marco Antonio de la Parra en el Nuevo Teatro Fronterizo, se sugirió el siguiente ejercicio: escribir un brevísimo texto de tres páginas que a la hora de llevarlo a escena resultara “irrepresentable”. Se nos animaba a crear sin los frenos propios del oficio; sin pensar en la practicidad del escenario. Al menos así lo entendí yo. Teatro de palabras y personajes que surgieran del libre albedrío –es un decir– del inconsciente.
El taller partía de la base y tenía como objetivo el origen, análisis y funcionamiento de las neuronas espejo y advertía cómo éstas podían ser una herramienta útil para, en opinión de Marco, alimentar el trabajo del dramaturgo y ampliar su radio de acción hacia desconocidos y excitantes territorios.
A mi breve texto lo llamé “El héroe”. Escrito a bocajarro, sin reflexión previa ni línea de meta. Un divertimento algo surrealista y bastante descabellado. Sin duda respondía a la petición del maestro, porque era absolutamente irrepresentable. Sin embargo, en esas pocas páginas, ya se encontraba el germen de algo que me empujó, tiempo después, a empezar a darle forma a una nueva obra. En ese ejercicio estaba la semilla de lo que luego se convirtió en Bel canto.
COSECHA
Fiel al espíritu original, me senté a confeccionar esta pieza con absoluta libertad tanto en el aspecto formal como en lo referente a la composición de los personajes, huyendo del realismo y rozando el absurdo –género que nos retrata, a mi modo de ver, mejor que cualquier otro–. Siguiendo las consignas del maestro de la Parra intenté habitar el caos y esperar pacientemente a que éste se ordenara. Escribí con placer, sin ninguna pretensión, sin objetivos más allá de que tanto la historia como los personajes –eso fui incapaz de pasarlo por alto– tuvieran un sentido y fueran comprensibles y cercanos para el siempre presente, deseado, hipotético y en la mayoría de las ocasiones inaccesible o inexistente público.
¿Y qué salió de todo esto? Poco importa lo que yo vea en esta pieza, lo que yo diga que es o supone o a lo que aspira porque lo importante siempre en el caso del teatro es aquello que le llega al lector o espectador y que, sin duda, define el éxito o el fracaso de cualquier iniciativa dramática, pero si me preguntara a mí mismo qué es Bel Canto, de qué va esta obra, escribiría algo así:
En la redacción de un longevo periódico trabaja un único Redactor, superviviente de una larga cadena de suicidios por parte de sus compañeros de trabajo. Los días se suceden ahogados en la rutina y en un orden estricto y salvador. Solamente el Director y él mantienen a flote la empresa, un diario que pertenece a un gran grupo editorial y que, por alguna razón, aún conserva una pequeña cuota de lectores fieles a sus páginas.
Todo se tambalea cuando aparece en escena una mujer de mediana edad, la Limpiadora, a la que se le ha encargado el trabajo de ensuciar la redacción para que parezca vivida y cuya mayor afición es el Bel Canto. Con su voz empieza la tragedia del amor. Pero en la tragedia está la redención del Redactor y la clarividencia del Director. Una voz que sirve de detonante para quebrar los cimientos de la prosa y dejar que brote brote la poesía. Una voz que seduce, transforma, renueva, amplía y empuja hacia hacia otra percepción de la realidad antes desconocida o silenciada y sepultada por el miedo a salirse del sistema.
Bel Canto también es una historia de amor. O, mejor dicho, es, fundamentalmente, una historia de amor. Aunque debería ser más preciso en mi análisis –tan subjetivo y contaminado por la ceguera del creador– y decir que es una historia de muchos amores. Por un lado el amor por la vocación. Una vocación que en el caso de los personajes masculinos los ha empujado a sacrificar otro amor posible: la familia. Sacrificio que en el caso del personaje femenino no acontece, anteponiendo, ella, la familia a su vocación. Por otro, el amor espiritual y carnal entre un hombre y una mujer.
Bel Canto es una lucha. ¿No lo es también todo amor que se precie de llamarse amor? En este caso el combate es entre el espíritu de finura, patente en la figura del personaje femenino, y el espíritu de geometría, que envuelve a los masculinos. Admito, sin vergüenza ni orgullo, sólo faltaría, mi obsesión por estos conceptos, por esta división de espíritus que plantea Pascal, cuya presencia invisible acompaña mi visión del mundo y con los que, en algunos casos, acierto a encontrarle un vago sentido a algunas de las millones de situaciones, acciones, dichas y desdichas, celebraciones y tragedias -disculpad la hipérbole- que cada día suceden a nuestro alrededor
¿Y todo esto para hablar de qué? Porque aunque la semilla era lo irrepresentable y las neuronas espejo han llevado la batuta casi desde el inicio de la pieza es inevitable hablar de algo, que la obra hable de algo. ¿No dice cosas el silencio? Pues seguro que sesenta páginas de texto teatral también. ¿Pero de qué? ¿De la posibilidad de cambiar? Es posible. ¿De la necesidad de arriesgarse? Eso seguro. ¿De los sueños, de los miedos, del mundanal ruido, de los fantasmas propios y de los heredados, de lo complejo que es lo sencillo y de lo sencillo que resulta, a veces, lo complejo? Puede ser.
También el marco es importante. Ese periódico en horas bajas.. Ese único redactor, superviviente en su isla desierta… Ese Director omnisciente, hastiado y triste… Atraviesa el texto de forma transversal y a veces tangencial una simple reflexión sobre los medios actuales de comunicación. Sobre el avance imparable de las nuevas tecnologías y la deshumanización a la que nos conduce ese progreso hacia quién sabe dónde. Sobre lo que fue, lo que queda de aquello y hacia lo que nos empuja el futuro. Pero de una manera ligera, superficial –y me permito aquí sacar a relucir otra de las máximas robadas de algún filósofo y tatuadas en mi mesa de trabajo: “la profundidad está en la superficie”–. Y siempre con humor –a veces más blanco, otras más negro–; ese humor que nos salva, que es, según Ionesco “La gran excusa de la vida, la única excusa de la vida”, que nos sirve para romper defensas y dejarse llevar por cuanto sucede en escena sin prejuicios.
FRUTO
Bel Canto me ha dado tres alegrías. La primera: escribirla. Confieso que es uno de los textos con los que, quizás por esa sensación de libertad, más he disfrutado. La segunda: me hizo merecedor del IV Premio deJesús Campos de Textos Teatrales que concede la Asociación Autoras y Autores de Teatro, a cuyo jurado expreso desde aquí mi sincero agradecimiento por haber juzgado que merecía tan honorable galardón. Y la tercera: fue seleccionada tiempo después por Factoría Echegaray para su producción y posterior estreno en el Teatro Echegaray de Málaga. De la primera apenas tengo algo que añadir porque lo que sucede en el ámbito íntimo de un escritor poco o nada tiene de relevante. Empezaré, pues, por la segunda.
Estaba en el teatro de la Abadía a punto de comenzar un ensayo general de Incendios, de Wadji Mouawad (que dirigió con mano maestra Mario Gas) cuando sonó el teléfono que en ese momento usaba para escuchar alguna de las músicas que utilizo para calentar antes de entrar al escenario. Era un número desconocido y contesté. Al otro lado, la voz de Ignacio del Moral, presidente en ese momento de la Asociación de Autores de Teatro, me notificaba la decisión del jurado de premiar mi texto Bel Canto. Recibí la noticia con moderado entusiasmo -soy de digestión lenta- e infinito agradecimiento. Para la presentación del premio dentro del marco del Salón del Libro Teatral embauqué a Antonio Canal y a Fernando San Segundo (grandes actores y magníficos compañeros) para que leyeran una breve escena. Fue la primera vez que las palabras salían del folio y se enfrentaban a la tarea para la que habían sido tecleadas: llegar a los oídos de un público. Confieso que, animado por los diversos comentarios que recibí tras la lectura, alimenté la sensación de que Bel Canto divertía y enganchaba. Al cabo de una hora puse rumbo a casa con un puñado de ejemplares del texto, editados con mucho gusto, bajo el brazo. La obra ya no me pertenecía. Estaba al alcance de cualquiera.
Uno de esos “cualquiera” fue mi amigo Antonio Castro Guijosa, director de teatro con el que había trabajado años antes en el CDN. Aquí llega la tercera alegría. Antonio me llamó y me preguntó si podía presentar Bel Canto a la convocatoria de Factoría Echegaray. Ahora pienso que si ese libro no hubiera existido… En fin… Le contesté que por supuesto. Seleccionaron el proyecto y se puso en marcha la producción. Llegó el día del estreno y me invitaron a Málaga a ver la función. Siempre es revelador asistir a la puesta en escena de un texto propio y observar cómo el sueño se transforma en realidad. Ser espectador de algo imaginado por uno y atravesado por la imaginación del equipo artístico de la función te hace ver la obra con ojos nuevos y te descubre aciertos y carencias. La puesta en escena me resultó inteligente y atractiva y creo que la lectura del texto fue acertada por parte de Antonio. Y, lo más importante, el público recibió la obra con un caluroso aplauso. Flor de un día. Tras su paso por Málaga, Bel Canto terminó su andadura.
Ahora podría, creo que debo, hablar de la crítica que recibió. Lo resumo: el crítico sabía más de teatro que yo, que el jurado de la AAT, que Antonio, que las personas que seleccionaban los proyectos de Factoría Echegaray y que, por supuesto, el público. Sabía más que nadie, en definitiva. Y dio buena cuenta, con su sabiduría no exenta de crueldad, de los enormes errores que encerraba el texto. Pero los hermosos atardeceres que nos hacen levantar la cabeza y la lluvia pertinaz que nos empuja a buscar refugio en una cueva oscura son, ambos, parte del viaje. Un viaje, este de Bel Canto, inesperado y, por ello, extraordinario. ¿Habrá terminado su andadura? ¿Fue lo que fue y pasó lo que pasó y el resto será silencio? ¿O está atracado en alguna estantería esperando que alguien lo haga zarpar de nuevo? Las mejores preguntas son las que carecen de respuesta. Y ésta es una.