Las Puertas del Drama

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Las Puertas del Drama 61

Las Puertas del Drama
LAS VANGUARDIAS EN
EL TEATRO HOY
Nº 61

SUMARIO

Presentación

LAS VANGUARDIAS EN EL TEATRO HOY

Socio de honor

Infancia y juventud

Nuestra dramaturgia

Dramaturgia extranjera

Cuaderno de bitácora

Teatro Exprés

Reseñas

Recordando aquellas ceremonias vanguardistas de la transición

Francisco Torres Monreal

El hecho de haberme distanciado del teatro, de sus teorías y sus prácticas, hace de esto quince años, y haber prometido, pese a ello, redactar estas líneas, me incita a volver la vista atrás y revivir con nostalgia algunos reencuentros con la escena y sus circunstancias. Para el número de esta revista, dedicada a la vanguardia española, selecciono algunos de esos reencuentros que tienen que ver con las que, en sus días, se conceptuaron como nuevas formas del teatro en sus vertientes ceremoniales dentro del espacio de la transición española. Dos conceptos aclararé de entrada: el de transición y el de vanguardia teatral ceremonial. Empiezo con el primer concepto. Como es bien sabido, para muchos historiadores, la transición política se inicia con la muerte del Dictador el 20 de noviembre de 1975. En el ámbito de la cultura -sin duda que también en el de la vida social-, la transición ya se había iniciado algunos años antes. Quiero decir con ello que el mundo de la cultura, mayoritariamente, vivía en el deseo la nueva etapa y actuaba consecuentemente en la medida de lo posible. Por su lado, aunque el régimen autoritario seguía aún vivo y coleando, no contaba con el asentimiento mayoritario de la mayoría social, lo que quedaría claro, pocos años después, con el rechazo rotundo de la opción continuista del postfranquismo en el referéndum de la Constitución y en las primeras elecciones democráticas. Antes del final de la dictadura, al final de los sesenta, la opción por las nuevas formas en el mundo de la escena queda de manifiesto en publicaciones, cursillos e intentos escénicos de grupos más avanzados o de algunos grupos universitarios.

En lo que a la ceremonia teatral se refiere, conceptúo como tal la secuencia, o serie de secuencias, cuyos lenguajes escénicos se ordenan según un ritual previo, codificado, estableciendo un modo de comunicación en el que las significaciones primarias se ven espontánea y emotivamente trascendidas en un plano simbólico. En la ceremonia religiosa, el espacio y los objetos que lo pueblan están sacralizados; el tiempo ceremonial se separa del tiempo real e introduce al creyente en una atemporalidad ritual; el texto ceremonial es un texto fijado en un tiempo fundacional, siendo por lo tanto arcaico; finalmente, los agentes de la ceremonia son oficiantes, cualidad inscrita sacramentalmente sobre su ser profano. Es fácil de entender esto referido a la ceremonia religiosa real. Evidentemente, en el teatro, la apelación a la ceremonia sorprende -diría que golpea al espectador en lo más hondo de su ser, o lo golpeaba en aquellos años que evoco- por el enlace que este establece entre la escena y la venerabilidad de sus recuerdos, y la transgresión de algunos de los requisitos ceremoniales litúrgicos, entre ellos el hecho de que los actores se conviertan en oficiantes o el espacio profano del teatro reemplace al espacio sagrado del templo.

Hechas estas mínimas aclaraciones, me permito una aclaración personal. En aquellos años -final de los sesenta y década de los setenta- cambió, o se ensanchó, mi concepción del teatro. Yo me había trasladado a Francia. En 1969 y en los años siguientes, me inscribí en cursos universitarios novedosos (Artaud, el teatro europeo y la violencia, los lenguajes teatrales…). Novedosos para mí, que venía de una universidad española de provincias, en la que el teatro se estudiaba exclusivamente desde su vertiente textual, al igual que una novela. Confieso que el teatro, en sus vertientes clásica y realista -el de Ibsen, Chejov o la generación española de la posguerra, encabezada por Buero Vallejo-, me satisfacía en su lectura y disfrutaba con su puesta en escena. Poco después, advertí que parte de estas representaciones no sobrepasaba, a veces rebajaba, las imaginarias puestas en escena que me ofrecía en la lectura de sus textos. Mi profesor Mariano Baquero Goyanes, con quien a veces conversé sobre el teatro, me expresaba su decepción ante las representaciones a las que asistía en ocasiones. No encontraba en la escena lo que él esperaba tras leer las obras. En el caso de Shakespeare, la simplificación del texto o las licencias con él le parecían evidentes.

En Francia, mi curiosidad por todo lo que afectaba al teatro me hizo asistir a pequeñas salas de ensayo, a representaciones en colegios de la Ciudad Universitaria, al Festival de Nancy, con mostraciones escénicas seleccionadas con rigor por sus innovaciones en el resto del mundo. El hecho de que los textos de aquellas obras, procedentes de los cinco continentes, fuesen solo inteligibles para una minoría, hizo que los seleccionadores programasen espectáculos que privilegiasen los lenguajes ajenos a la palabra. Algunas obras pasaban de Nancy a los teatros de París o de provincias. La expectación no se veía decepcionada. A veces, se nos hacía esperar en grupo en el hall, luego se nos introducía en una sala en penumbra, se nos pedía silencio. Tras dejar que el silencio y la oscuridad creasen un clima emocional, una espera que ya era parte del diseño del director, se iniciaba la obra con lento ascenso de la luz, con palabras o monodias vocales o instrumentales rayanas en el silencio… Estoy simplemente esquematizando uno de los posibles inicios de aquellas representaciones que muchos lectores recordaréis. También en España echábamos mano, en ocasiones, de estos procedimientos. Se intentaba, con estas y semejantes prácticas, trasladar al espectador a un espacio y un tiempo rituales, pese a encontrarnos en una sala de representación.

Conviene aclarar que, con anterioridad a los sesenta, la escena española ofrecía escasos ejemplos teatrales que pudiesen ser conceptuados de vanguardistas.  Habría que retraerse a los años anteriores a la guerra española para dar con algún caso que entroncase, aunque solo fuera por mimetismo, con las vanguardias europeas (piénsese en los ejemplos, no muy afortunados, de escritura un tanto futurista de Gómez de la Serna; en los ecos simbolistas de Valle, Azorín, Grau; en las pretensiones de renovación de las formas escénicas de Rivas Cherif y, en menor medida, de Martínez Sierra). Mención aparte merecen las obras superrealistas de García Lorca, el mejor ejemplo de teatro vanguardista europeo del momento. Era un fenómeno extensible a otras artes. Pensemos que, en el ámbito de la pintura, Picasso, Dalí o Miró, se habían exiliado tempranamente.

Vino luego el franquismo, que algunos hemos vivido desde su inicio hasta su ocaso. Y vino la transición. Y vinieron las ceremonias teatrales de la transición. Evocar esto ahora, en 2024, medio siglo después, creo que nos proporciona una perspectiva suficiente para emitir un juicio sobre aquellas experiencias dentro del contexto social y estético en el que se produjeron. Creo que algún compañero lo hará en estas páginas. Por mi parte, más que un análisis crítico, intentaré un ejercicio de memoria afectiva, realizada desde un presente en el que la vida social y las ideologías han experimentado algunos enjuiciamientos comprensibles. Dicho de otro modo: la laicización galopante de la sociedad, a lo largo del s. XX, ha proseguido en este primer cuarto del s. XXI. Por su lado, la experimentación escénica, que había llegado a la saturación de algunos de sus modelos, hace hoy menos impactantes, emocionalmente, los ejemplos vanguardistas ceremoniales. En los años que evoco -en Francia y en España-, aunque el espectador, particularmente el espectador progresista y los agentes del teatro anduvieran alejados mentalmente de las creencias y prácticas religiosas e incluso fueran críticos con ellas, el sentimiento de lo sagrado, con su consiguiente impacto emocional, no se había borrado del inconsciente colectivo. Y empleo intencionadamente el término colectivo, por ser el teatro una manifestación preparada para un público dentro de un espacio público. Importante era, para ello, que los objetos escénicos, la dirección, los tipos de iluminación, el vestuario, la música y los sonidos, el vestuario, la declamación y el propio texto colaborasen con la versión ceremonial. Nada tiene pues de extraño, por muy novedoso que pareciera, que la entrada del espectador en la sala tenebrosa y su ubicación en la misma, obedeciese a una intención determinada: la de procurarle que abandonase sus hábitos convencionales y se fundiese con el público y con la escena con una especial intensidad receptora.A partir de esos momentos iniciales, al espectador no se le pedía ni distanciamiento ni identificación – o así me lo parece-, sino una percepción que le llevase a una suspensión del juicio, a dejarse llevar, sin resistencias mentales, por emociones confusas surgidas de confrontaciones inconscientes de su pasado con lo que ahora estaba presenciando: unas prácticas escénicas en las que se trascendía lo físico y dejaban la puerta abierta al simbolismo que sugerían. Por lo demás, el teatro de este signo aportaba a la escena y al público una serie de nuevos lenguajes inesperados y, por ello, sorprendentes.

Recogiendo las aguas de más arriba, el teatro francés, en mayor medida que el español, contaba con una rica tendencia simbolista desde finales del XIX, alimentada en la primera mitad del XX por las actuaciones de Jean-Louis Barrault, y otros pocos, sobre textos de Maeterlinck, de Paul Claudel o de Michel de Ghelderode; aunque es mi opinión que no fueron estas mostraciones suficientes para movilizar en bloque al público de las grandes salas, debido al predominio, entre las gentes de teatro, de una ideología progresista de izquierdas -por llamarla de algún modo- que cuestionaba las influencias religiosas que el simbolismo proponía. Para el público francés, y buena parte del público europeo, en los años que comento, la vivencia social, e incluso política, lo alejaba del referente sagrado. Esta sería la razón por la que, de apelar a formas y contenidos rituales de la tradición católica, había que acudir a la dislocación y a la hipérbole, llevadas a tal extremo que provocasen el rechazo y el escándalo de la crítica conservadora. Fue lo que entendió Arrabal, en París, a finales de los sesenta e inicio de los setenta, con los estrenos de Víctor García (El cementerio de automóviles, de 1967), de Jorge Lavelli (El arquitecto y El emperador de Asiria, de 1967), o de él mismo (con Y pusieron esposas a las flores –1968-). Estos estrenos recogieron los calificativos de  obscenos, blasfemos e incluso sacrílegos por parte de la crítica conservadora.

Para este público, no obstante, y para los agentes teatrales, el teatro ceremonial les parecía innovador cuando las obras y, particularmente, sus representaciones, echaban mano de ritualizaciones con contenido reivindicativo, incluso cuando provenían de imaginarios distintos del nuestro. Recuerdo haber presenciado, en la ciudad universitaria de París, un Escorial, de Ghelderode, en el que lo tétrico se unía a lo ritual en una mostración funeraria, en la que el canto de los monjes, casi aterrador, se acompasaba con lúgubres tañidos de campanas y el constante ladrido de perros famélicos. A ello se unía la penumbra, el enclaustramiento en la cámara negra, habitual en los pequeños teatros, y la declamación sostenida en un recitado monotonal. Felipe II y la leyenda negra, particularmente recordada en los Países Bajos de Ghelderode, puede que asociada a la España en la que aún campaba por sus fueros el Dictador, podían constituir el esquema mental de esta representación.

En el año 2000, ya con alguna distancia de las décadas ceremoniales en España –las décadas de los sesenta y los setenta–, organicé un congreso internacional sobre las vanguardias escénicas con el título El teatro y lo sagrado. Las Actas del congreso1 dan cuenta de los múltiples enfoques y la extensión de las formas ceremoniales en las más diversas culturas.

Ceremonia por un negro asesinado de Fernando Arrabal. Grupo Los Goliardos. 
Fuente: losgoliardos.com
Ceremonia por un negro asesinado de Fernando Arrabal. Grupo Los Goliardos. Fuente: losgoliardos.com

Creo conveniente indicar también que el festival de Nancy, que aportó al mundo occidental lo mejor de las innovaciones teatrales de los cinco continentes, resultó una escuela valiosa para los agentes del teatro. Quizá el término innovaciones, que acabo de emplear, no sea el adecuado para enjuiciar las mostraciones escénicas de algunas procedencias (Asia, África), habituales quizá en sus territorios, que chocaban en el occidente europeo por la escasa información que de ellas se tenía. Como he dicho, Nancy tuvo el mérito de potenciar la investigación formal, dando prioridad a la mostración escénica y a la actuación de los actores sobre la comprensión literal del texto –en el caso de que este existiese o fuese de alguna relevancia–. A Nancy acudió el grupo español Los Goliardos, dirigido por Ángel Facio, tras su estreno escandaloso en Madrid, en 1966, de Ceremonia por un negro asesinado, de F. Arrabal. A Nancy acudió, en 1972, La Cuadra, de Sevilla, con el espectáculo Quejío, contratado posteriormente por más de quince festivales, que contabilizó unas ochocientas representaciones por teatros de Europa, Asia y América.

El director de escena, responsable de la representación, puede barajar las opciones que le ofrecen los referentes sagrados de los textos, incluida, por supuesto, la de desritualizar, con una representación realista, un texto llamado expresamente a una representación ceremonial. Por su lado, el experto teatral, conocedor del texto en cuestión y de sus posibilidades representativas, puede descubrir en la obra aquellos momentos que evidencian o encubren elementos emparentables con los ritos sagrados. En este sentido, es ejemplar el análisis que hace Fernando Cantalapiedra de algunos textos arrabalianos. En El gran ceremonial, de F. Arrabal, por poner solo este ejemplo, Cantalapiedra descubre los siguientes escenogramas cuyo referente habría que buscarlo en la pasión de Cristo contada por los Evangelios: La piedad, El collar de clavos, La coronación de espinas, La flagelación, El Cristo yacente, El vinagre y la herida en el costado, El descendimiento, El sepulcro, La resurrección, La entrada triunfal en Jerusalén. Como es fácil imaginar, todas estas secuencias o escenogramas son susceptibles, en la representación, de una actualización plástica y actoral que el espectador de aquel momento -ignoro si ocurriría lo mismo con el público joven de nuestros días- podía fácilmente entroncar con sus referentes míticos2.

Recuerdo ahora la representación, en 1969, en un teatro francés de provincias, de Las criadas, de Genet, con Nuria Espert, bajo la dirección de Víctor García. En principio, se puede entender la obra como un ejercicio realista, de obviar o anegar en el realismo las partes propicias para un montaje ceremonial (la investidura de una criada como oficiante-señora con el vestuario de esta, la escena alusiva a la comunión). La interpretación realista fue la opción de Louis Jouvet en el estreno de la obra escrita en 1947. En 1969, no obstante, la obra se impregnó de una actuación ritual sui géneris. El espectáculo, que venía de Madrid, recorrió distintos teatros europeos recabando críticas elogiosas por doquier, empezando por las declaraciones entusiastas del propio dramaturgo, que recordó, con manifiesta indignación, la pobreza del estreno de Jouvet.

Las criadas de Jean Genet con dirección de Víctor García con Julieta Serrano, Nuria Espert y Mayrata O’Wisedo. Fuente: CDAEM
Las criadas de Jean Genet con dirección de Víctor García con Julieta Serrano, Nuria Espert y Mayrata O’Wisedo. Fuente: CDAEM.

En España, en los estertores de la dictadura y en auge –aún persistente hoy en día, al menos en su exteriorizaciones formales– del catolicismo –el nacionalcatolicismo de aquellos años–, se daba un clima ideal para el surgimiento de la vanguardia de referentes sagrados. Al estudioso de estos temas recomiendo el libro ejemplar de Óscar Cornago Bernal, La vanguardia teatral en España (1965-1975). Del ritual al juego.En el capítulo “El teatro ritual” de esta obra, Óscar Cornago ofrece un análisis general de esta tendencia -tras exponer los precedentes que nos venían de fuera de nuestras fronteras, destacando entre ellos al Living Theater, Artaud y Grotowski-. Sigue, en este capítulo, un comentario de los espectáculos por él seleccionados. Fueron estos: Edip, rei, de Pere Planella (EDAG); El mito de Segismundo, por Bululú; Después de Prometeo, por el TEI; La Piedad, por El Corral de Comedias; Espectáculo Cátaro, de 1970,del Grupo Cátaro; Marat-Sade (1968), de Peter Wei, por A. Marsillach y F. Nieva; Crist, misteri (1964-1969) y Oratori per un home sobre la terra (1970); Las criadas (1969), de Genet, al que ya he aludido, con Nuria Espert; Yerma (1971), de García Lorca, dirección de Víctor García; Divinas palabras (1975); los rituales flamencos: Oratorio (1969-1971) del Teatro Lebrijano, y Quejío, de Salvador Távora, al que ya he hecho referencia.

Yerma de Federico García Lorca, con Nuria Espert. Dirección de Víctor García, 1971. Fuente: Don Galán. Revista de Investigación Teatral.
Yerma de Federico García Lorca, con Nuria Espert. Dirección de Víctor García, 1971. Fuente: Don Galán. Revista de Investigación Teatral.

Dos nombres cabría reseñar, antes de cerrar estas reflexiones, los de Francisco Nieva y Fernando Arrabal. Residió Nieva en París, de 1953 a 1963, donde vive la vanguardia teatral de Beckett y la lenta “resurrección” de Artaud. Las aportaciones de Nieva al teatro español me parecen incuestionables. Fernando Arrabal, por su parte, fija su residencia definitiva en París en 1954. Aunque su carrera dramática se inicia en el absurdo español, primero, y francés beckettiano, a continuación, pronto se introduce en la que él llama la ceremonia de la confusión que configura su teatro pánico. Los maestros que inspiran su escritura ceremonial son ahora Genet, Buñuel, los surperrealistas y Pasolini. Con esto no quiero restar originalidad a una obra extraída en buena parte de su infancia y de sus vivencias españolas en las primeras décadas del franquismo. En 1967, Víctor García y Jorge Lavelli llevan a las tablas, respectivamente, dos estrenos que lo lanzaron en definitivamente en París: El cementerio de automóviles y El Arquitecto y el Emperador de Asiria. Después de estos estrenos, las representaciones de obras de Arrabal se multiplican. En 1969, una estadística de la Sociedad de autores francesa nos dice que Arrabal es el autor más representado ese año en el mundo. En un momento dado, contabiliza ciento cuarenta estrenos simultáneos en los más diversos escenarios. La ceremonia arrabaliana se alimenta de una biografía distorsionada, de inmersiones en un lenguaje superrealista, de una escritura y una plástica escénicas oníricas surgidas -en su opinión- de sus propios sueños, de oficiantes extraños y personajes sometidos a metamorfosis escénicas que pueden dar lugar a desdoblamientos de identidad (que muestran varias caras de un mismo personaje: el que es, en una supuesta presencia, el que fue en su juventud, o el que se modifica  al capricho de sus sueños; personajes que se transforman en sus contrarios (verdugo convertido en víctima; Cristo convertido en Judas); apropiación, no diré sacralización, de rituales civiles; uso de mitos sagrados, el Evangelio a la cabeza; ejercicios de crueldad, escatología, mostraciones rayanas en lo sacrílego… Para una visión de lo que fue este teatro en las tablas en París, podemos acudir a algunas filmaciones teatrales y a películas que nos dan cuenta de toda la poética del pánico. En su primer largometraje, Viva la muerte, de 1970, con Nuria Espert y Víctor García en el reparto, se muestran sobradamente todos estos recursos. La película viene a ser la versión cruel y pánica de un relato ingenuo y de estilo casi infantil, Baal Babilonia. Otras películas posteriores constituyen versiones fílmicas libres de obras teatrales. Es el caso de El cementerio de automóviles, sobre la obra del mismo nombre,o de Iré como un caballo loco, sobre El Arquitecto y el Emperador de Asiria.

Tras la muerte del dictador, el teatro español se debió plantear seriamente la recuperación de las vanguardias sin temor a la censura. Era el momento de recuperar el teatro de Arrabal, prohibido hasta entonces en su totalidad. Desde su encarcelamiento en Madrid por la policía en 1967, inculpado por insultos a Dios y a la Patria, la prensa la tomó con el dramaturgo español; se prodigaron las caricaturas tanto en ilustraciones plásticas como en escritos en los que era habitual el insulto y la descalificación. También en la profesión teatral cundió el denuesto. Así, podíamos leer en Primer Acto, alardes estilísticos de una riqueza ejemplar en calificativos: “Arrabal: sádico,  carpetovetónico, simulador, pornógrafo, farsante, desmitificador, ventrudo, ambiguo, esnob, tragicómico, elemental, refinado, europeo, negociante, esteta, izquierdoso, ajedrecista, humanista, sensacionalista, reaccionario, mixtificador, pansexual, irracional, pánico, arribista, lúcido, visceral y, entre otras cosas, autor dramático […] explota en Francia toda una veta pintoresquista de español perseguido, incomprendido, ibérico y oscuramente genial; cuyas obras, sin embargo, están más en la hora de la Europa del capitalismo que en la limitada España del subdesarrollo y el neorrealismo frustrado”. Esta letanía, que va de la pretendida objetividad al denuesto más palmario, podría ser una maniobra para burlar la censura. Pero el coletazo final del artículo nos deja perplejos: “Nos da en el espinazo que se trata más bien de un indeseable. Como hombre pánico público, Arrabal me parece un ‘solemne mamarracho’”. Es lo cierto que el terreno estaba abonado para la esperada mostración pública del teatro de Arrabal. En 1977, se quiso abrir a lo grande la puerta del teatro español a nuestro autor exiliado. Para ello se programaron las dos obras que más dieron que hablar en París una década antes: El cementerio y El Arquitecto. Para la primera se contó con la puesta en escena del propio Víctor García, con Victoria Vera en el papel de Dila (trasunto de María Magdalena); como es sabido, la obra es una “recreación” de la vida de Cristo, su pasión y muerte, escrita dos décadas antes de las conocidas versiones pop-rock americanas sobre este tema.  La segunda, con dos actores de gran prestigio, Adolfo Marsillach y José María Prada (en mi opinión lo mejor que aquí se podía encontrar para encarnar al personaje pánico). Pese a ello, Arrabal arremetió contra este último estreno por considerarlo una burda profanación de su obra, al tiempo que pidió su retirada del cartel. Recurro en este caso (que no llegó a constituir ninguna de esas batallas que nos cuentan los historiadores del teatro, aunque en su momento acaparó la polémica), a lo que ya he dejado escrito en otros lugares. Lo curioso es que, del lado de Hormigón, que encabezó la defensa de Marsillach y el ataque furibundo a Arrabal, se pusieron todos los cronistas en la prensa diaria y en Primer Acto. No fue, en cambio, posible la contrarréplica, con la excepción de la reseña que me publicó Pipirijaina. Pero, ¿en qué consistió aquel   desaguisado, según el dramaturgo? Dejando de lado todas las morcillas del texto y los múltiples guiños subrayados por la ignorancia y la pedantería a lo largo de la representación, me detendré en la escena final de la obra. En este final, el texto arrabaliano culmina con el deseo del Emperador de ser sacrificado y comido por el Arquitecto para hacerse uno con él en una comunión-fusión o fusión con (ceremonia de la con-fusión). A cambio de este final, y quizá tomando como pretexto la frase bíblica del Arquitecto, después del sacrificio y comunión del Emperador (“Polvo eres y en polvo te convertirás”), Marsillach hace decir al Arquitecto-Prada: “Polo eres y en polo te convertirás”. Ello le hará pasar a un chabacano desenlace en el que el propio Emperador-Marsillach, contra toda suposición, no puede contener su deseo de descender a la sala de modo histriónico. Copio literalmente este ridículo final inventado que tanto indignó al dramaturgo.

El Arquitecto-Emperador (que acaba de comerse un polo de chocolate.) Polo eres y en polo te convertirás.

El Arquitecto-Emperador baja al patio de butacas y reparte entre los espectadores polos de chocolate mientras dice:

El Arquitecto-Emperador.- Al rico polo de chocolate para el nene y la nena. Polo para el nene y la nena y para toda la familia. No se lo voy a vender ni a treinta ni a veinte ni a diez ni a cinco: se lo voy a regalar. El polo de los Polos Emperador, lo mejor. ¡Emperador! En invierno y en verano, con frío o con calor, polos Emperador. Muy baratos. Voy a ganar mucho dinero. Mucho dinero, etc. […]

Y finalmente, señores y señoras, un final perfecto. Un final perfecto, aquí tienen, señores , al Arquicteto-Marsillach en directo:

El telón se corre y aparece Marsillach vestido de torero de color rosa bombón con un bombín igualmente ridículo. Trae un micrófono en la mano y canta una cancionceta repetitiva con ritmo de bolero (que dura seis minutos)

[…] Soy el Emperador de Asiria / pero que nadie me auxilia. El estribillo repite a lo largo de la canción: En vez de mi corazón late / tengo un polo de chocolate3.

Digno de ser reseñado, en esta década de los setenta, fue el estreno arrabaliano, Oye, Patria, mi aflicción, en la dirección de Carlos Cytrynowski, con Aurora Bautista como protagonista. Merecen igualmente el aplauso los estrenos posteriores de El cementerio y, ya en 2002, de Carta de amor, ambos dirigidos por Juan Carlos Pérez de la Fuente.

Frente al teatro ceremonial vanguardista, inspirado en relatos sagrados, transcrito en lenguajes teatrales que, pese a sus distorsiones e hipérboles, no excluían la fidelidad a sus referentes, cabe hablar de un ritual jocoso o grotesco, de formas barrocas, que cabría entroncar con las tendencias carnavalescas inscritas en la cultura popular europea desde la Edad Media. Se me ocurre pensar, al hilo de esta división de lo ceremonial, que el precedente más remoto, y quizá el más actual, habría que buscarlo en el teatro clásico griego que, a la tragedia, de estremecedora sacralidad, oponía la comedia de Aristófanes, desmitificadora de los mismos dioses, héroes y mitos fundadores, echando mano de la caricatura, la irrisión, el despropósito y la incredulidad. En el fondo, la otra cara de la moneda, la del humor y la sátira, que en intencionalidad crítica podía superar a la cara seria y trágica.

En esta vertiente bufa y grotesca, Cornago coloca algunos grupos y montajes, de los que selecciono a Ditirambo (con Paraphernalia de la olla podrida, de la misericordia y de la mucha compasión –1972–, de Romero Esteo, Pasodoble –1974–, Pelo de tormenta, Danzón de exequias, adaptación de Escorial, de Ghelderode); Crótalo (con El inmortal –1972)– de Alfonso Rodríguez Romero), y Corral de Comedias (con El desván de los machos y el sótano de las hembras –1975–, de Luis Riaza. Si en la puesta en escena los elementos plásticos y cinéticos eran reveladores en alto grado, más si cabe lo era la palabra, el diálogo de los actores, de tendencias claramente barrocas que, pese a su comicidad, podían llegar a cansar al espectador4.

¿Llegó tarde el teatro vanguardista ceremonial a los escenarios españoles? ¿Debió digerir el teatro español con rapidez aquello que no digirió en su momento para seguir su marcha acompasada con la cultura occidental? La pervivencia de La Zaranda, contrarréplica, e incluso modelo del teatro de Kantor, según el director de este grupo andaluz; la insistencia ceremonial por parte de Távora en los montajes que siguieron a Quejío; las giras tardías por nuestro país de Kantor, parecerían desmentirlo. Hay que precisar que estos y otros grupos, especialmente en el teatro no comercial, han contado con un público fiel y nostálgico en buena medida a sus experimentos.

Quejío. Estudio dramático sobre cante y baile de Andalucía, 1972. Fotografía: La Cuadra. Fuente: Archivo CDAEA.
Quejío. Estudio dramático sobre cante y baile de Andalucía, 1972. Fotografía: La Cuadra. Fuente: Archivo CDAEA.

Llego así a la pregunta final: ¿encontró la vanguardia ceremonial un terreno abonado en el ocaso de la dictadura y en los años inmediatos después de su caída? En el caso español esto parece bastante presumible. ¿Estos comportamientos son trasladables a otros espacios? La pregunta me la sugiere también –con su respuesta afirmativa– lo que he podido comprobar, bien entrado el s. XXI, en los escenarios polacos, fieles algunos de ellos a las estéticas de Grotowski y de Kantor que siguen marcando la trayectoria escénica en este país. Pero no quiero sacar conclusiones apresuradas. Puestos a formular interrogantes cabría incluso preguntarse, hoy, en 2024, sobre el carácter vanguardista de estos ceremoniales y algunas otras tendencias teatrales de la primera mitad del pasado siglo.

Notas

  1. El teatro y lo sagrado. De Michel de Ghelderode a Fernando Arrabal, Publicaciones de la universidad de Murcia, 2001. El congreso acogió igualmente algunos espectáculos dignos de ser reseñados por el carácter ceremonial que imprimieron a sus textos. Fueron estos: Las mujeres ante el sepulcro, de Michel de Ghelderode, dirigido por Antonio Morales en la ESAD, de Murcia, en el que los tambores de Calanda  daban ritmo a los tránsitos entre las diferentes escenas; El triciclo y La primera comunión, ambas de Arrabal, dirigidas, respectivamente, por Juan Luis Miras y María Dolores Segado; Escuela de bufones, de Ghelderode, dirigida por Antón Valén y Roberto Noguera; Hamlet, dirigido por Paco Maciá y Javier Matero; El gran ceremonial, de Arrabal, dirigido por María Colominas.
  2. Fernando Cantalapiedra, capítulo “En una noche oscura o El gran ceremonial”, en F. Cantalapiedra y F. Torres Monreal, El teatro de vanguardia de Fernando Arrabal, Kassel, Edition Reichenberger, 1997. En el mismo volumen, F. Cantalapiedra somete a rigurosos análisis microsemióticos las obras arrabalianas de tendencia ceremonial Concierto en un huevo, La primera comunión, El jardín de las delicias.
  3. F. Torres Monreal, “Apuntes para la vida de Fernando Arrabal”, in Teatro completo de Fernando Arrabal, tomo II, Espasa, 1997. V. igualmente “El Arquitecto y el Emperador de Asiria en Barcelona”, Pipirijaina, Madrid, número 4, 1977, o el volumen Teatro pánico, publicado por Cátedra. Arrabal pasó pronto página y olvidó la polémica suscitada por este estreno. No fue este el caso de Marsillach, que, en Interviú, en una de sus habituales Cartas locas, escribió un texto en el que intenta hacer pisar el polvo a Arrabal en todos los frentes. Sobrado de ingenuidad, este humilde crítico, envió una contrarréplica a Interviú en la que desmontaba, uno por uno, todos los ataques bífidos del gran actor, argumentando (a Marsillach y al director de la revista, al que envió copia del escrito) que es de demócratas aceptar y publicar la contrarréplica cuando la hubiere. Este crítico solo obtuvo la respuesta de los cobardes: el silencio.
  4. Ver para una exposición detallada de estos rituales grotescos el capítulo: “El ritual grotesco: la ceremonia barroca”, de la obra de Óscar Cornago Bernal, La vanguardia teatral en España (1965-1975). Del ritual al juego, Madrid, Visor, 1999.