Éramos cuatro escritores recién llegados, cuatro jóvenes con ojos medio abiertos, a los que nos encontró un veterano. Entonces nos parecía mayor que nosotros; con el tiempo el salto de los años se reduce. Guillermo Heras nos llevaba poco más de una década, pero entonces e incluso ahora nos supera en experiencia a todos. De joven, en los duros años del final del franquismo, estuvo en el sitio menos adecuado en un momento nada conveniente, y sumó a la valentía de plantarle cara a lo que pocas personas se atrevían a afrontar, hacerlo con pericia y saber crecer en la adversidad. En 1994, Heras, tras haberse cerrado su fructífera etapa al frente de Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, convirtió al Astillero en factoría de producción.
Tras el primer estreno de Teatro del Astillero, y ya preparando los siguientes según su plan prefijado, Guillermo nos anunció, con la ilusión del iniciado que saca provecho de nuevas experiencias, que había comenzado a escribir, teatro. Nos echaba la culpa a nosotros, decía haberse contagiado. Escribir era algo pendiente, algo que le habría rondado cubriendo adaptaciones, dramaturgias y versiones, algo para lo cual sus múltiples compromisos le habían escamotado tiempo suficiente. Ahora, contaminado por nuestra cercanía, Guillermo iba escribiendo. Y escribió y siguió escribiendo.
Convirtió la dramaturgia en forma de expresión en lo personal y en lo social. El peso de la tesis y lo dialéctico carga su teatro. Detrás de los personajes, lo vemos a él, moviéndolos para expresar o de forma literal o bajo el diálogo su punto de vista, sus pensamientos, su ideario. No buscaba tanto un texto elaborado como una expresión inmediata, rápida. Necesitaba interlocutores que siguieran lo que él tan claramente decía. La trama o el argumento eran pretextos para comprenderlo, para asumir su ideología. Sus itinerarios vitales estaban presentes en su escritura: el peso de esa revolución de los sesenta, que quiso darle poder a la imaginación; la obligación del viaje; asumir el propósito de cambiar el mundo. Junto a ello, la evocación de los mundos imaginados, de los fetiches culturales, de los referentes. La preocupación por la temática social y política en un mundo en crisis. Y el asumir un fracaso que, sin embargo, no desmiente, aunque lo ponga en entredicho, ese pasado de ilusiones y ese futuro mejor por construir.
Nos pasó su primer texto: Inútil faro de la noche. Quizá uno de los más extensos que escribió. Tal vez el poso cinematográfico que tenía me llevó a darle forma de guion. La generosidad de Heras le llevó a proponer el que ambos fueran publicados en el que fue el primer volumen de la que sería la espléndida colección Teatro del Astillero. Es la historia de un viaje. Un trayecto entre dos lugares bien definidos: desde el extremo sur de Europa, la playa de Isleta del Moro, en Almería, hasta el último punto de Poniente: Fisterra. Entre medias, el viaje no es tanto un trayecto espacial como una serie de encuentros con seres muy diferentes, y de escenas de la pareja protagonista que revelan un aprendizaje.
La idea del viaje, presente en esta su primera obra, va apareciendo en casi todos sus textos de su primera producción, publicadas en cuatro libros de la colección del Astillero, a la que hay que sumar textos breves incluidos en volúmenes antológicos. Centrémonos en ello en lo que queda de este artículo. Tal vez, sea el más destacado de los motivos y temas característicos de Heras como escritor, contrastando quizá con lo metateatral —con toda la prevención sobre la manera en que Heras utiliza esta estrategia—.
En el volumen 4 del Astillero (2000) aparecen las obras Ojos de nácar, Muerte en directo y Sueños de California. Ojos de nácar se sitúa en la gran casa familiar de dos hermanas. Una de ellas siempre vivirá en la casa. La otra, regresa de un afuera, un mundo conformado por lo diverso y el transcurso del tiempo en oposición a lo que ocurre en la casa, y se ve enzarzada en su nueva situación, un invasor que convive con ellas y que se posesiona tanto de la casa como de las mujeres, obligándolas a ejecutar una serie de escenas rituales que reproducen fragmentos teatrales en una temporalidad viciada. El viaje es aquí regreso a la culpa, reivindicación de esta, triunfo sobre la adversidad. El asesinato del hombre fuerza a la mujer al exilio. El final del texto coincide con el final del viaje: con el tiempo, regresa, y sin que haya ya ningún impedimento las dos hermanas se funden en un tiempo detenido.
En Muerte en directo existe una tensión entre el espacio representado (una sala de teatro donde la actriz recuerda su vida en el teatro y nos hace un repaso por las diversas teorías interpretativas, mientras prepara su última acción escénica, su muerte) y el evocado en el texto del monólogo. El espacio de la vida está fuera, pero la muerte también se va a dar fuera de la representación, con lo que se nos plantea un cortocircuito del espacio en off con respecto al espacio on: lo que vemos es menos interesante que lo que se nos sugiere y además, todo se subordina a ese posible y nunca seguro momento final, que siempre se va a escamotear, la muerte; esto nos plantea la veracidad tanto de lo recordado como la del hecho último. La obra se queda suspendida en ese viaje final que no vemos y del cual se nos da pie para dudar.
Sueños de California evidencia desde su título la idea del viaje, que aparece imbricada en la trama. Un grupo de antiguos amigos se reencuentra en un cine que ha comprado el que ha tenido más fortuna, tras pasar de ser maoísta a concejal del PP. Reconstruimos sus gustos, sus aspiraciones pasadas, su pasión por el cine y la música de la costa Oeste de los 70. Jorge, el personaje central, pone en un casete canciones de lo 70. Jorge hace años viajó a América y alcanzó el sueño de California; se ha integrado y ha triunfado en la industria cinematográfica. Pero la conquista del Paraíso se revela al final como una mentira. El viaje de promesa acabó en fracaso y Jorge ha elaborado un falso relato de éxito y gloria cuando lo único que tuvo fueron decepciones. Jorge ha regresado para suicidarse ante sus compañeros, dando fin así a la película que nunca rodó.
El volumen 9 (2003) reúne las obras Alma, Muchacha y Rottweiller. En la primera, a través de Alma y de los personajes masculinos que la rodean, deslizándose entre diversos pasados y el presente, la protagonista nos da cuenta de los viajes, compartidos o no con ella, de su compañero Antonio; hasta ese último en solitario a Chiapas, en los tiempos de la guerrilla zapatista, del cual él no volverá. Los viajes están en el diálogo y al final el último viaje se difumina con la muerte.
Muchacha es la historia de una resistencia. Nuevamente, con formato de cine de género, tan cercano a Roberto Zucco como a Pulp Fiction o Georgia, nos narra la historia de una asesina a sueldo que se anticipa a la trampa que le tienden unos clientes que intentan acabar con ella. En vez de huir, ella afronta el desafío y se queda, afrontándolos. No será sino al final cuando asuma el viaje que la sacará de ese universo, de esa historia, de ese mundo de ficción. Rottweiller, una de las pocas obras que se han visto de Heras en España en una brillante puesta en escena de Luis Miguel González Cruz, cumple también con las mismas premisas: un espacio de representación cerrado que se rompe con la violencia del personaje central. El viaje como huida es asumido por los dispositivos de la representación: las cámaras recogen ese momento de escape del fascista de los platós, en que estalla la violencia, y se plantea la interrogación duda de cómo afectará a nuestra realidad este personaje ficcional cuando las cámaras dejen de captarlo.
En 2006, el volumen 21 de Teatro del Astillero recoge Tsunami, Impostura y Cicatriz. Tsunami es literalmente la historia de un viaje: Ingrid va como turista a Sumatra y allí sufre el tsunami de 2004, que se llevó cerca de 250.000 víctimas. Sobrevive, pero pierde la memoria.
Trabajosamente recupera recuerdos inmediatos, pero se niega a volver a casa y reencontrarse con su pasado. El retorno a la realidad se recusa y el personaje elige una nueva vida en Sumatra, llena de incógnitas, frente a un pasado que ella adivina lleno de errores. El personaje utiliza el viaje para borrarse e integrarse en una ficción que ella advierte más real que su realidad.
En Imposturas no hay un viaje, pero sí un trabajo sobre el espacio. Un político discute con su hija, en su casa, en vísperas de elecciones. A mitad de obra, el espacio se transforma y se convierte en un burdel que frecuenta el político y al que acude tras un batacazo en las urnas. Acude a consolarlo una prostituta en quien reconoce a su hija. Nos encontramos con la anulación del viaje, con un espacio que puede ser su antónimo y que convierte el hogar en burdel y al padre en violador.
Heras siguió escribiendo. Aparte de las antologías en que intervino, ha publicado varios volúmenes de teatro: en Invasoras, Tierra roja y Accidentes y voluntades; en Artez Muerte en directo; Naufragios; Yo, Magritte; Perdedores; en uvedebe Desde el fin del mundo y Nemo, en Punto de vista Vidas paralelas, que, parafraseando a Plutarco, es una colección de textos inspirados en personajes históricos.
Revisemos dos de sus textos últimos. En Fedra Fragmentos Ficciones, ambientada en la Argentina de la dictadura, el viaje es el del regreso a la mansión familiar de Teseo, cómplice del régimen, dado por muerto con su connivencia para no alterar la investigación de un atentado; y esto, en paralelo con la huida desesperada de Hipólito en su auto, que habiendo creído la muerte del padre y tras rechazar el deseo de Fedra estrella su coche contra un obstáculo, perdiendo la vida. Un viaje cruzado, en el que la muerte aparente nos devuelve la muerte real. La venganza de Fedra será el matar a Teseo, en un giro inesperado, cerrando así el círculo y anulando un trayecto con otro, una muerte con otra.
Calibán o el esclavo es una revisión poscolonial y metateatral de La tempestad de Shakespeare. El viaje de regreso de Próspero perpetuará la opresión sobre Calibán. El ejercicio sobre la ficcionalidad de Shakespeare se ve aquí contrastado con un reflejo de la dura realidad histórica del momento, con un Próspero poco clemente —en Shakespeare Próspero nunca lo fue con Calibán, hay que decirlo—. El viaje es una anulación de los propósitos felices de la obra y un despertar a algo que nos incomoda y nos hace revisar nuestras viejas ideas.
Hemos detectado en algunas de las obras de Heras esa idea del viaje, tan presente en su vida y su obra. La otredad está presente en ella, el peso de que en un viaje somos dos personas, el del punto de origen y el del destino. Los trayectos se van diluyendo y solo existe una distancia insalvable. La de dos espacios que se muestran antagónicos: la existencia de un lugar desmiente la del otro. El personaje que viaja, que ha viajado, con su presencia afirma que hay otro lugar. Lo representa, y en cuanto lo hace, es otra persona. Con su otredad, marca ese otro lugar donde no fue, donde no es, donde el mito aún puede existir en cuanto él esté aquí para soportar la idea del viaje. El paraíso perdido es el tema de este viaje: y lo son las vivencias pasadas, las ilusiones perdidas. ¿Pero cómo casa esto con la realidad del regreso? Anulado en el viaje el trayecto, nos encontramos con dos espacios que se negarían el uno al otro, si no fuera por el sostén de la ficcionalidad, de la representación. En ese lugar imposible, donde dos aspectos del personaje han dejado de ser lo mismo, se configura el espacio de la máscara. Una solución para esta escritura, que no pase por la evidencia del vacío del personaje, es la de la máscara, que esconde, que guarda algo que no vemos. Una promesa de sentido, anclada en eso: la nostalgia del pasado, la esperanza en el futuro, por encima de la desilusión. De ahí, el peso de lo metateatral, que desplaza al sujeto más allá, al momento en que se pone la máscara y asume esa dualidad imposible. El sujeto está así preservado, como portador de la ficción, protegido por el aparato de la representación. Pero esto no es sino un nuevo juego de espejos, que caerá en ese vaciarse que advertimos en el sujeto inestable de las obras de Heras, condenado a la puesta en abismo de un viaje sin trayecto, de esa indistinguibilidad de lo lejano frente a lo cercano, del otro frente al yo mismo.
Alma se cierra con un epitafio. “Adiós, amigo. Descansa en paz en las aguas de este mar Caribe que nunca disfrutamos en compañía. Te fuiste antes de tiempo, te escapaste y ahora eres ya solo un recuerdo.” Guillermo Hera murió en Argentina en julio del 2023. Viajó para impartir un curso en la Patagonia, donde se le declaró una afección que no remitió. Tras meses de convalecencia quiso volver, pero días antes del retorno murió. Ese fue su último itinerario y en él se disolvió en nuestros recuerdos, como muchos de sus personajes; se fundió con todos los que lo conocíamos y esperábamos su regreso y un final mejor. El Astillero le dedicó estas últimas palabras: “Buen viaje, capitán”.