Las Puertas del Drama
El autor teatral en las Comunidades autónomas
Nº 57

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El jardín común, un artículo sobre la dramaturgia de Andrew Bovell

Julián Fuentes Reta

El camino que he tenido la fortuna de dibujar junto a Andrew Bovell se ha perfilado a través de años de intensa colaboración, y tres montajes. El primero Cuando deje de llover, fue el que nos hizo encontrarnos, en 2014. El segundo, aún en búsqueda de un lugar de exhibición, con los títulos provisionales de El jardín/Canción del primer deseo, aún no ha visto la luz, pero ha supuesto una intensa colaboración con Andrew de cuatro años. El tercero, Las cosas que sé que son verdad, lo estrenamos en 2019 y, a pesar de la pandemia, conseguimos que siguiera adelante durante una larga gira. Lo protagonizó Verónica Forqué, y la combinación de los textos de Andrew con la inteligencia actoral de Verónica fue algo sin duda excepcional. Nunca podré dejar de insistir en la pérdida que supone la ausencia de Verónica, tanto por profunda calidez emotiva, como, sobre todo, por su aguda inteligencia. En este caso, por ejemplo, Verónica supo entender el filo de los textos de Andrew, que, si bien pudiendo en toda regla calificarse de tragedias contemporáneas, se doblan y se desdoblan en miles de capas, con una única condición vinculante: la honestidad con la que están escritas y con la que deben representarse. Verónica era en el escenario, no hacía ni deshacía. Y eso unido a la dramaturgia de Bovell, que hace lo mismo en forma de texto teatral, otorgaba a su trabajo la descarnada dulzura que es en sí misma el sello de la escritura de Andrew.

Pilar Gómez y Verónica Forqué en Las cosas que sé que son verdad.
Foto: Javier Nadal. Fuente: teatroscanal.com

Antes de lanzarme a consideraciones sobre aspectos más personales de mis pareceres sobre la escritura Bovelliana creo importante ejecutar un pequeño análisis objetivo de los porqués, los cómos y en suma, el contexto que nos ha dado a un autor como Bovell. Andrew es un escritor naturalmente posmoderno que no ha hecho de su condición formal ninguna bandera, más bien al contrario, he bebido de las fuentes naturales de aquello que le rodeaba, y escrito acorde con ella. Su investigación formal ha estado siempre supeditada a la escucha, esa cualidad que en el teatro es tan citada y tan ardua de conseguir cuando se deben armonizar las voces internas que guían las ambiciones y las necesidades personales, con la vocación de contar historias para gente, ya sean grupos grandes o pequeños. Para no hacer una exposición muy ardua, citaré como paragones estilísticos solamente una autora y un autor, y por razones de distinto impacto en el análisis de la obra de Bovell, sin olvidarnos de su propia condición específica de autor australiano: Caryl Churchill y Wajdi Mouawad. 

Entre los años setenta y los noventa en el teatro occidental, se cocina un visión dramática  en mayor o menor medida fragmentada, que empieza hacerse eco de las teorías posmodernas popularizadas en el arte dramático (si bien no aluden directamente a él) de filósofos franceses como Jaques Derrida o Michel Foucault, italianos como Umberto Eco o, el último que aún nos queda en activo, el americano Noam Chomsky. Básicamente, las teorías, a su vez con un fuerte poso del estructuralismo, implican que tanto el lenguaje como el signo pueden ser construidos, deconstruidos o reconstruidos de manera formal de manera voluntaria o incluso inconsciente (apoyándonos en la noción de paradigma en el sentido acuñado por Foucault). Esta noción, nacida como digo entre los setenta y los noventa vive una enorme explosión cultural tras el comienzo del siglo XXI, llegando hoy a ser normalizada ya no como una teoría más, si no como una condición sine qua non de la condición cognitiva humana. Para el que desee ahondar sobre estas ideas, son planteadas extensamente, por ejemplo, por el propio Chomsky o por el popular historiador contemporáneo Yuval Noah Harari en sus varios volúmenes publicados en lo que llevamos de siglo. En última instancia responden a la idea de que un relato no existe per se, si no que se construye siguiendo necesidades sociales, políticas y, quizá, añadiéndole un sesgo del materialismo histórico muy apropiado hablando de la dramaturgia de Andrew, económicas y de clase.

La construcción que nos incumbe, en este caso, es, no obstante, la de la posibilidad fluida de construir, deconstruir y reconstruir una narrativa para servir a las necesidades o ejes de guía que una autora o autor consideren esenciales para narrar aquello que encuentran necesario narrar (aunque, en rigor, todas las citadas anteriormente son, en realidad, el caldo de cultivo que les hace concebir dicha necesidad, pero esto nos llevaría a hacer un estudio antropológico o sociológico de los textos teatrales, que no es nuestro objetivo ahora).

Volviendo a mis referentes, que huelga decir son espurios a la obra de Andrew, es decir, él no se siente inmediatamente influenciado por ellos, pero nos pueden servir de referentes estilísticos, Churchill es la autora dramática de habla inglesa que, en mi consideración, hace el mismo puente entre contenido forma que Andrew realiza. Aunque la dramaturgia fragmentada tiene grandes exponentes en las piezas de, por ejemplo, Martin Crimp, es Churchill en obras como Cloud 9 o The Lives of the Great Poisoners o, quizá, más claramente en A Mouthful of Birds la que unifica en concepto de fragmentar una narrativa coherente, con planteamiento nudo y desenlace “global” y obvio, y la que utiliza la estructura del teatro colaborativo para crear sus piezas, al igual que la de Andrew. En todas las obras antes citadas, existe un relato que se organiza y se desorganiza para cumplir una función estilística, pero cuyos signos esenciales construyen una narrativa temporal, que, si bien desorganizada, existe. (Esto, por ejemplo, queda patente en el cine experimental de los años 90 con títulos moderadamente avant garde y de buen éxito de taquilla en su momento como Memento  de Christopher Nolan, otro gran exponente de esta desorganización posmoderna al servicio sin embargo de un solo relato central.) De este precedente cabe insistir también el hecho de que tanto la mayoría de las piezas de Churchill como las de Andrew nacen, no del trabajo de un dramaturgo en solitario, sino de una profunda labor de colaboración con intérpretes, diseñadoras, directoras, músicos y escritores, entre otras.

Ambas nociones están hoy, tras la primera veintena de años del siglo XXI, en absoluto uso en la mayoría de las ficciones, tanto literarias como cinematográficas o dramáticas que vemos y consumimos a diario, aunque cabe destacar que, tristemente, la mayor parte del teatro actual de nuestro país todavía se topa con grandes resistencias en muchos ámbitos de exploración de estas estructuras, destacando la noción de la colaboración, que sigue relegada a laboratorios de bajo presupuesto o moderadamente anecdóticos, que no dan fe de que ningún artista crea en solitario, y que siguen sin considerar que este esfuerzo colaborativo, que por supuesto sucede siempre, merece también una  pareja consideración profesional. Aún utilizando ya nuestros escritores más célebres y considerados estos recursos, a nivel paradigmático aún seguimos anclados en el concepto del genio proveniente de los siglos XIX y anteriores. Espero sean piezas como las de Bovell y otras y otros autores contemporáneos los que nos permite despegarnos por fin de esas nociones que ya nada aportan a nuestro mundo actual.

Cuando deje de llover de Andrew Bovell con dirección de Julián Fuentes Reta.
Foto: Javier Nadal. Fuente: teatroespanol.es

Para cimentar más aún este precedente o paralelo a la dramaturgia de Andrew a nivel de sesgo posmoderno, citaré un gran éxito incontestable en el teatro occidental del siglo XXI: Incendios, de Wajdi Mouawad, estrenada en 2003. En esta pieza, muy similar en su construcción formal a las aproximaciones Bovellianas, utiliza la herramienta de la deconstruccion para narrarnos una historia que sucede en varios espacios temporales que se organizan y desorganizan con la única intención de maximizar la experiencia del espectador/lector, uniendo en escenas contiguas situaciones sucedidas con muchos años de diferencia y en países muy diversos, conformando una flecha dramática dirigida a que la experiencia emotiva del público sea inmediata y visceral. Una pieza como Incendios, universalmente aclamada y reconocida por toda índole de públicos y profesionales, ya sean más favorables a estructuras más abiertas o menos, solo puede ser concebida como el resultado de todas las condiciones previas, todos los experimentos, todas las colaboraciones teatrales que empiezan a dinamitar la estructura formal del teatro de dentro a fuera. Y, como anécdota, contaré que, efectivamente, dramaturgos como Tenesse Williams y otros, antes incluso que estos, ya comenzaron a coquetear con la noción de que, en ocasiones, para contar una buena historia hay que romperla y volverla a construir desde cero.

El referente de Incendios me lleva inmediatamente a Cuando deje de llover, escrita en el año 2008 y estrenada en España en el 2014. Pero anteriormente a esta pieza, la trayectoria de Andrew tiene, además de las dos montadas por nosotras, sólidas piezas como sus segmentos incluidos en el trabajo antológico Anthem (2020) o sus obras de finales de los 90 como Who’s afraid of the working class (1999), también antológico, y Ship of fools (2000), por citar ejemplos relevantes. Pero es quizás la pieza Speaking in Tonges (1996), llevado al cine como Lantana (2001), la pieza que marca la calidad y cualidad de una particular atmósfera Bovelliana, y la que lo consolida como autor en Australia y le abre las puertas a la industria cinematográfica internacional. Cabe mencionar que Bovell ha escrito, co-escrito y retocado el guión de numerosas películas, de las que sólo destacaremos A most wanted man (2014), dirigida por Anton Corbijn. Actualmente, Andrew se encuentra coordinando y escribiendo la versión televisiva de una serie basada en Las cosas que sé que son verdad. Y nos valga este pequeño parágrafo para sencillamente contar que Andrew es un autor en profunda evolución, en activo, y quizá hacer mi primera apreciación puramente visceral y personal asociada a esto: Andrew está en continuo cambio, en continua búsqueda y nunca debemos dar por cerrada su “dramaturgia”, aunque en este artículo de fé de lo escrito hasta la fecha. Sea eso algo que he aprendido de él: tu último trabajo es eso, quizá el “último” antes de un cambio, de una permutación, de una nueva manifestación del relato que vas hilando.

Andrew es australiano. Esta sencilla frase es de una gran opacidad, no ya para el lector medio español, sino, creo, el europeo. Australia está lejos, y en ella también hablan inglés, luego la sombra de Norte América y el Reino Unido suele eclipsar todo lo que allí sucede culturalmente (Canadá es otro caso similar). Pero, aunque anglosajón, Andrew, como sus coetáneos, extrae del gentilicio australiano una tipología de escritura única. Tanto como otros autores literarios y teatrales contemporáneos de Bovell, como Tim Winton, Christos Tsiolkas, Patricia Cornelius y Melissa Reeves o directoras y directores como Jennifer Kent, Anna Kokinos, Justin Kurtzel o Rhys Graham, configuran un universo único que merece la pena visitar. Y dicho esto, no puedo honrar esta contextualización del trabajo de Andrew sin citar artistas concretamente indígenas australianos como Leah Purcell, Ivan Sen o el autor y actor Maitland Schnaars, con el que también he tenido el privilegio de trabajar a menudo. Y hago esto porque hasta bien entrado este siglo, su ausencia, al igual que la presencia de artistas femeninas, era patente en los anales bibliográficos.

Quedando la lista anterior al servicio del lector, aunque sí me voy a permitir hacer dos sugerencias filmográficas específicas y una literaria, a parte, por supuesto, de Lantana de Andrew, siendo estas dos películas y este libro las que transformaron profundamente mi visión de Australia, su cine y su cultura: Little Fish (2005), de Rowan Woods, Animal Kingdom (2010), de David Michôd y el libro The Turning (2004), de Tim Winton.

Todo este conocimiento se extrae de la fortuna que tuve al vivir durante dos años en Australia, y conocer su aire y a la gente que allí vive, y respirar también, que, si bien la Australia blanca, o mixta, es un país jovencísimo, la Australia negra es un país milenario, sin exageración. Y de las masacres realizadas por los colonos y militares blancos a finales del XIX y bien entrado el XX, y de esa continua sensación de búsqueda de identidad, nace en ese país anglosajón una sensación de descarnada belleza, de búsqueda de una identidad con la que, de una manera sorprendente, la visión de Andrew, la mía y la de nuestros respectivos públicos, se vinculan de una manera extraña e inesperada. Diferimos de base, en que la cultura española y europea tienen un par de milenios de historia (una mera sombra frente a los cuatro milenios demostrados que presenta la indígena australiana, y suma y sigue con la de otros pueblos indígenas conquistados), produciendo ante los países colonizados en el auge de la expansión europea una suerte de enorme sombra en la que ellos  (americanos de norte, canadienses, latinoamericanos) se buscan, se identifican en contra, buscan auparse sobre ella o desterrar definitivamente. En este caso concreto, Europa es “la madre” de los blancos anglosajones en los países periféricos, siendo Inglaterra el posible centro de esa sombra, pero sin olvidar a Europa del Este (Polonia, República Checa) y del sur (Grecia, Italia) y el horroroso éxodo que la II Guerra Mundial produjo, entre otros países cuyos ciudadanos emigraron a todos estos países a mediados de siglo. Australia recibió a muchos, y se encuentra hoy en el centro de un crisol de identidades que se buscan, se mezclan y se rechazan. Pero quizá al contrario que Norte América (a quien todos , de hecho, llamamos “América” puntualizando luego “América del sur” para los países Latinos), no pudo o logró crear un modelo hegemónico mundial, y en esa quebrada “anglosajonidad”, en esa “derrota” hay, sin duda, una voz única. Y en esa combinación de “derrota”, de crisol y de memoria de violencia, las piezas de Andrew han encontrado en el público español y en mí mismo, una audiencia empática y fiel.

Quiero puntualizar que la “derrota”, por nuestra parte, sería la conciencia de que la Hispanidad no representa un modelo político unido, y que, por mucho que historiadores y políticos se empeñen en ensalzar un imperio español con características únicamente benéficas, el imperialismo per se ha producido, produce y producirá unos efectos devastadores que no pueden obviarse. Y a eso, me permito sumarle nuestra propia guerra civil, efecto postergado de esa fractura identitaria con la que aún, sin duda, estamos lidiando.

Así pues, nos encontramos, valga la redundancia, con un inesperado encuentro. Tanto en lo formal, en su vigorosa y no relamida estructura posmoderna, como en el contenido, que nos hablan de viajes, de deudas, de familias rotas y reunidas, de muerte, y de la inexorable vitalidad que el cambio trae a la vida de los seres humanos, las piezas de Andrew apelan a nuestro sentir. Mi socio y amigo Jorge Muriel me trae Cuando deje de llover en el año 2013, y, observamos esa buena acogida con sorpresa. Nadia Corral, directora de Octubre Producciones, decide arriesgar de nuevo con nosotras con Las cosas que sé que son verdad y se encuentra actualmente batallando para que El jardín/Canción del primer deseo vea la luz en los escenarios madrileños.

Y cabe solo añadir ya lo que anunciaba al principio de este artículo, mis pareceres personales, tras esta contextualización. Desde lo personal, hallar a Andrew como autor y como colega, ha sido hallar a un mentor. Un autor generoso y arriesgado pero también, como me dijo durante el proceso de búsqueda de El jardín/Canción del primer deseo, con conciencia de ser un contador de historias que no niega la faceta de entertainer, de artesano de la narración. Un artista, pues, y un artesano lento, que cita como paralelo de sus procesos creativos al tiempo que el cantautor Leonard Cohen se tomaba en perfilar sus canciones (años, en la mayoría de los casos). Un creador pausado, una suerte de cirujano de los relatos, al que la raíz mediterránea de la que él también es bien consciente, ya que Grecia se halla muy cercana a su devenir personal, ha podido, espero, aportar algo también.

Podría decir que lo más importante de la dramaturgia Bovelliana, en opinión y por lo que esta vale, es la continuidad en el tiempo. En violentos giros y en largos tramos, el tiempo corre en las piezas de Andrew como un inmenso río. Me valgo de nuevo de la comparación con Cohen y el proceso de escritura de, por ejemplo, su Hallelujah (que le llevó cinco años perfilar)un autor muy querido por Bovell. Se suele decir sobre Andrew, a nivel general y de crítica, que “el foco de su dramaturgia” es la familia, como he leído en multitud de artículos anglosajones y españoles sobre sus piezas. No estoy de acuerdo del todo. Aunque sí es cierto que escribe sobre lo que siente y lo que ve, creo que el foco del trabajo de Andrew es el tesón mismo, la fuerza del no abandonar nunca, como imagen dinámica. Sus piezas exploran minuciosamente el paso del tiempo y los cambios de los seres que se desarrollan en él, las nutridas elaboraciones que la lluvia, los abrazos, cientos de puestas de sol y amaneceres, dejan en la piel, en el gesto, en la experiencia. Andrew es un caminante tenaz y persistente, y sus piezas muestran precisamente eso. Nunca había encontrado una dramaturgia que expusiera la violenta irrealidad de nuestra vida cotidiana como la suya. Llena de muerte, de violencia, de ternura, de todo lo que se dice en secreto o apenas se dice, de todo lo que tapamos diariamente para llamar a nuestra vida “normal” y nivelar con la apariencia de “normalidad” de todos los demás. Andrew describe la vida de todos, la vida secreta de todos. Solo un caminante pausado y tenaz, como tantas veces se ha dicho, puede hacer esto. Y más aún a través del contexto de la nacionalidad, de la historia, de los acontecimientos. La dramaturgia de Andrew es valiente, sencillamente por no ceder nunca ante la belleza del amor y la amargura de la destrucción. Porque retrata lo que ve, y no se arredra. Porque, siendo contemporánea, se rebela ante la búsqueda solamente estructural, y, siendo clásica, usa herramientas de su tiempo.

A grandes rasgos, por supuesto, el foco parece estar en la familia. Porque ¿qué otra estructura humana se mantiene en el tiempo? Nada más que la familia, el grupo, ya sea consanguíneo o del tipo que sea. En Cuando deje de llover, viajábamos en el tiempo a través de cuatro generaciones; en Las cosas que sé que son verdad a través de un año, y sus cuatro estaciones; en El jardín/Canción del primer deseo, a través de los choques entre dos familias en el presente, la posguerra y la guerra civil española. Pero, repito, para mí el foco no es ese. Andrew escribe sobre el misterio, las mutaciones. Sobre cómo cambiamos. Por eso, trabajar con él a través del tiempo y los empeños, produce una satisfacción que no he encontrado con ningún otro autor. Porque con cada proyecto, avanzamos, y en cada proyecto, retratamos lo que vemos.

Cuando deje de llover con dirección de Julián Fuentes Reta. 2014.
Foto: Javier Nadal

Cuando una vez me preguntaron, hace unos años, por qué alguien debería venir a ver Cuando deje de llover, le respondí: “porque esta obra habla de ti”. Ahora, seguiría diciendo lo mismo. El teatro de Andrew habla de cada uno de los espectadores que vendrán a verla. De sus padres, madres, hermanos y hermanas, amantes, maridos y mujeres, hijos, hijas. De sus terrores, sus frustraciones, su amor incondicional. Del mundo tal y cómo lo percibimos, que sin embargo hace ecos en una vastedad sobrecogedora y descarnadamente bella.

Quiero terminar este artículo haciendo hincapié en el proceso de trabajo que rodeó y aún sigue rodeando la creación que estamos haciendo junto a él, El jardín/Canción del primer deseo. En el año 2018 Mateo Feijoo, entonces director del centro de Artes Vivas de Matadero Madrid, nos concedió una residencia artística, en la que, junto a los actores Consuelo Trujillo, Borja Maestre, Pilar Gómez y Jorge Muriel, el diseñador de sonido Iñaki Rubio y los gestores Ángel Málaga y Giulia Bonnat, nos embarcamos en el proceso de crear una nueva pieza siguiendo los pasos de Cuando deje de llover Las cosas que sé que son verdad, todas de índole colaborativo. A través de lecturas tan diversas como  el neurobiólogo vegetal Stefano Mancuso o poetas españoles como García Lorca o Blas de Otero, fuimos navegando hacia el corazón de un relato común, que, en seis meses de intenso viaje, dio como resultado un primer borrador de la pieza que Bovell escribió visceralmente y de la que hicimos una primera muestra en el Teatro Principal de Zaragoza en el mismo año. Este proceso, y el relato resultante fue creado en un furioso empuje creativo que en el que el documentalista director de cine Australiano Rhys Graham también participó a todos los niveles. Una vez estructurado ese borrador, Nadia Corral nos da su respaldo de producción, y en ese viaje nos encontramos aún. Andrew, lento constructor, sigue remedando y perfilando el texto que sólo acabará, como buena pieza teatral, cuando llegue su estreno.

Nosotros habíamos visto y comentado emocionalmente la australianidad de Andrew a través de Cuando deje de llover Las cosas que sé que son verdad, encontrando sus carriles paralelos y viajando a través de sus luces y sus sombras, pero en este caso ha sido justo al contrario. Situada en tres tiempos, 1937, 1969 y el presente, Andrew ha refinado durante estos años con su meticulosa cirugía de contador de historias, el esbozo de una historia española que nos sobrecoge, y esperamos poder compartir pronto con el público. Si bien creo que apoyar y cuidar la dramaturgia propia es imprescindible, también debo abogar por que el teatro en nuestro país se abra a la visión de otros y otras, tanto por influencia como por apertura de relato. Sencillamente, Andrew ha contado cosas que nosotras no podíamos o no sabíamos articular. Esto, en sí mismo, es una profunda enseñanza.

Nunca, nunca dejaré de insistir en que el único camino al cambio es la mezcla. Y en que el cambió es el único desenlace posible. Aunque dé miedo, aunque no se sepa cómo lograrlo o afrontarlo, la mezcla de visiones, de experiencias es lo que produce la comunicación humana. Y como numerosas filósofas y filósofos están sacando a relucir en estos tiempos convulsos, el ser humano no funciona en solitario, y ni como individuo, ni como nación, ni por supuesto a nivel cultural. En absolutamente ningún caso. Somos seres hipersociales y en el fondo de esta, nuestra herramienta evolutiva, reside la capacidad de contar historias. Sea esta historia, la de un encuentro entre seres humanos de las dos puntas más opuestas del globo (Australia Occidental, es, matemáticamente, el lugar más lejano a España del mundo) la que pueda seguir abogando por vencer todo miedo existente a esta mezcla. Los resultados son buenos. Damos fe, tanto como profesionales, como en los profundos y duraderos vínculos que hemos creado.