¿Volver?
La Palma. Esa isla. Ahora resulta fácil situarla en el mapa. La isla del volcán, claro. Pero antes de la erupción no es que hubiera muchas referencias de un lugar que hasta por su propio nombre generaba confusión (¿De dónde dices que eres? ¿De Las Palmas? ¿De Palma de Mallorca?). La Isla Bonita. Poco más de 700 kilómetros cuadrados, 80.000 habitantes con un alto índice de población envejecida, naturaleza apabullante, bosques del terciario, cielos espectaculares, una calma –que no aplatanamiento– proverbial, una pequeña capital con mucho encanto a la orilla del océano y, lo que nos ocupa, un teatro y medio. Y muy, muy pocas probabilidades de desarrollar una carrera dedicada a la escena, no digamos a la dramaturgia. Entonces, ¿volver a La Palma?
Siendo justos, habría que decir que en esa pequeña isla “al oeste de casi todo” (como acertó a ubicarla José Ramón Fernández) se daban algunas circunstancias llamativas para tratarse de un sitio tan a desmano: una cierta vida escénica impregnada por la teatralidad de sus fiestas, incluyendo su propia nómina de autores (un barroco, Juan Bautista Poggio Monterverde, apodado ‘el Calderón canario’; un romántico, Antonio Rodríguez López –apodado ‘el Zorrilla palmero’–; en La Palma somos así: todo nos lo traemos a nuestro terreno); un bienintencionado interés (o curiosidad) por las compañías que de cuando en cuando recalan por estos lares (vestigio de los tiempos en que Canarias era escala obligada en las giras por las Américas, o al menos nos gusta pensarlo así); una escuela de teatro de larga tradición…
Nacer y crecer en ese entorno no es que pueda considerarse determinante para decidir una vocación teatral. Pero en mi caso, algo debió de ayudar. De lo contrario, ¿por qué recuerdo con tanto detalle aquella función de La dama boba a la que asistí a los nueve años? ¿Por qué en la casa familiar, repleta de libros (madre maestra, hermanos universitarios), me sentí atraído tan pronto por el teatro leído? ¿Qué hacía yo leyendo El diablo y Dios a los catorce? ¿En serio? ¿A santo de qué estaba yo, un par de años después, hipnotizado ante el televisor viendo Las bodas de Fígaro por el Lliure en catalán con subtítulos? En perspectiva, ese tipo de cosas presagiaban una fascinación que yo entonces distaba de sospechar. Al mismo tiempo, y quizá por influjo de mis hermanos mayores, comencé a vincular de modo inconsciente la práctica teatral con la vida universitaria, de manera que cuando me marché de la isla para estudiar la carrera de Periodismo en Madrid, la idea de ver y hacer teatro no era ni mucho menos el último de los estímulos.
La excepción y la regla
Me niego a recurrir a todos los tópicos del joven provinciano recién llegado a la capital de España. Pueden imaginárselos. Un año de adaptación no siempre fácil y el asombro al descubrir que ser isleño es una excepción, una anomalía en el conjunto del planeta, y no la regla general.
Estamos en 1991. El teatro universitario atraviesa un momento envidiable (o al menos a mí me lo parecía entonces), especialmente el que se hacía en los colegios mayores. De repente teníamos la oportunidad no solo de actuar y dirigir, sino de descubrir a autores como Schnitzler, Peter Shaffer, Anouilh, y buena parte del repertorio español, desde Jardiel hasta Sanchis Sinisterra, o Fernando Fernán Gómez (cuya Las bicicletas son para el verano tanto influiría en mi primera obra). Al mismo tiempo hacíamos encaje de bolillos para devorar la cartelera madrileña, aunque fuera en la última butaca del paraíso. Veíamos y leíamos todo el teatro que podíamos y nos pasábamos la mayor parte del día hablando de teatro, hasta el punto de que el resto de nuestros amigos nos huían. Yo volvía a La Palma por vacaciones y en el plazo de mes y medio hacíamos un montaje. Y al regresar a Madrid, a comienzos del curso, lo primero en que pensábamos era cuál sería la siguiente obra.
A raíz de aquella experiencia siempre he reivindicado el teatro universitario como el gran creador de públicos, y a la larga, también de profesionales. De hecho incluso estuve tentado de ir un paso más allá y durante un tiempo, al terminar la carrera, me formé como actor en la Sala Triángulo (por entonces, ni siquiera sospechaba que se pudiera estudiar dramaturgia).
Entre medias, ya había empezado a escribir, sin otra pretensión que el propio placer de la escritura y movido por mi interés por la historia, y especialmente por los personajes históricos (algo habitual en varias de mis obras), junto a la reflexión sobre Canarias y lo que significa ser insular (que también ha sido uno de mis temas recurrentes). Lo cierto es que después de varios intentos frustrados logré terminar mi primera obra: La sombra de don Alonso, que no era otra cosa que el acercamiento que más tarde o más temprano todo autor español termina por hacer sobre la Guerra Civil en su entorno familiar. Allí, uno de mis personajes le achacaba al protagonista su visión idílica de la isla:
MARCOS. Claro que sí. Y tú también. Cualquier hombre puede matar a otro hombre.
ALONSO. Aquí no. En esta isla no.
MARCOS. Aquí como en cualquier parte. Llevas demasiado tiempo fuera de La Palma.
Que era básicamente un aviso a mí mismo sobre el peligro de idealizar el lugar donde pasamos nuestra infancia y empezamos a ser jóvenes. Hasta hoy no he olvidado esa advertencia.
Insular tierra adentro
Dicen que un insular se lleva su isla dondequiera que va, celoso de su espacio y de su independencia. Abandoné Madrid y en la siguiente década viví sucesivamente en Irlanda, La Palma (un breve regreso de dos años, en los que, entre otras cosas, asistí por primera vez a un taller de escritura teatral, donde José Luis Alonso de Santos me dio a conocer conceptos fundamentales), Xàtiva y Huesca.
Poco a poco iba dando forma a intentos teatrales, fracasados muchas veces, pero en ocasiones con fortuna, como en Cuarteto para el fin del tiempo, donde volvía a tomar prestado un personaje histórico real (el compositor Olivier Messiaen) para fabular, en este caso, sobre la música como un arte de supervivencia. Supongo que para mí el teatro era ya también una vía de supervivencia en un mundo en el que me sentía extraño, como un insular tierra adentro. No obstante, con el tiempo he ido matizando mi idea de que los isleños somos la excepción y ahora me pregunto si cada persona no será en realidad una isla, y la continentalidad, un espejismo geográfico (y la pandemia no ha hecho otra cosa que reafirmar esa idea, al forzar al mundo entero a aislarse).
A su vez, hallaba en la lectura teatral una manera de conectar con los lugares en los que vivía. Dondequiera que iba me interesaba por su teatro. Así descubrí en Irlanda el fenómeno del Abbey Theatre, cuya historia me parecía tan exportable a Canarias, y el teatro de Brian Friel, con el que tanto me identifico.
Y ya de vuelta a España, en Valencia me encontré con el teatro de Paco Zarzoso, que tanto influiría en mi siguiente obra, en sus planteamientos, en sus imágenes poéticas y hasta en el título. A fin de cuentas, ¿si Zarzoso había escrito una obra titulada Valencia, por qué no iba a poder yo escribir una obra llamada Canarias? Una comedia sobre el ser humano en eterno conflicto con el lugar en el que vive, y en la que por cierto, un volcán entra en erupción poniendo patas arriba la vida de los personajes; aunque no creo que esa fuera una escena premonitoria, sino más bien descriptiva de la realidad que rodea a los canarios.
JULIA. Pues lo que es yo, no me pienso quedar en esta isla ni un solo día más. Aquí pasan las cosas más raras del mundo. Los muertos andan, las estrellas se caen del cielo y hasta los volcanes apagados revientan. Ni loca me quedo.
Pero cuando escribía nunca pensaba en la representación. A veces me consideraba más un novelista que escribía en forma dialogada que un dramaturgo. Y lo cierto es que durante mucho tiempo, incluso cuando ya llevaba varias obras escritas, me resistí a considerarme autor. Tenía la sensación de ser un advenedizo, en parte porque había llegado a la escritura teatral por mi cuenta.
Por eso cuando me trasladé a vivir a Aragón, una de mis inquietudes era formarme como autor. Recuerdo un taller de Paloma Pedrero, al que solo pude asistir dos sesiones, pero que resultó mucho más productivo que cinco años de lecturas teóricas a ciegas por mi cuenta. Tenía 32 años, había escrito tres o cuatro obras y era la primera vez que oía hablar de Aristóteles en relación con el teatro. ¡Y resulta que estaba todo allí!
Luego el desaparecido Centro Dramático de Aragón convocó por primera vez un programa de fomento de la escritura dramática y tuve la fortuna de formar parte de él. El proceso de escritura estuvo tutorizado por Alfonso Plou y en él también participaba José Luis Esteban. Fueron meses enormemente fructíferos, de proceso creativo compartido, de amistad y de crecimiento, que dieron lugar a Una hora en la vida de Stefan Zweig. Y supe que en realidad yo lo que quería era ser como Alfonso Plou: un autor profundamente vinculado a su tierra (como Miguel Murillo en Extremadura o el propio Ángel Camacho en Canarias).
Entonces circunstancias familiares nos obligaron a plantearnos el dilema de regresar definitivamente a La Palma, casi 20 años después. ¿Volver? ¿Quedarse? Cualquier decisión me parecía un error, como la hamartía griega. Y una de las grandes dudas que me asaltaron era si en la isla podría seguir creciendo como el autor que empezaba ser. La respuesta me la dio mi siguiente texto, curiosamente el primero que escribí en La Palma.
Delirio isleño
De repente en Canarias estaban pasando cosas. Por primera vez no a remolque sino en consonancia con el resto de España, las compañías empezaban a buscar nuevos autores, a revalorizar el texto y a fomentar la dramaturgia y la escritura de nuevas obras. Santiago Martín Bermúdez decía no hace mucho en esta misma revista que “es imprescindible que el autor tenga un director de confianza y de talento. Un director y un autor vivo, eso es lo fundamental”. A pequeña escala (en La Palma todo es a pequeña escala) mi encuentro con Severiano García, el director de la compañía tinerfeña Delirium, resultaría determinante. Él puso en escena mis primeros textos, cuando yo aún vivía fuera de las islas, y a día de hoy son ya media docena de obras en las que hemos trabajado juntos. No voy a decir nada nuevo sobre lo que supone para un autor poder aprender sobre el escenario, cotejar sus textos con la escena, y comprender que uno no escribe en abstracto sino que su texto ha de ser dicho y encarnado, que el silencio vale tanto o más que la palabra y que a veces el gesto del intérprete equivale a una página de réplicas.
Mientras, en otra isla, en Gran Canaria, surgía en torno al director Rafa Rodríguez y su compañía 2RC un proyecto para impulsar la dramaturgia local que milagrosamente se mantiene vivo todavía hoy: Canarias Escribe Teatro favoreció la aparición de nuevos autores, la recuperación de otros, e incluso que escritores ajenos al teatro se animaran a probar fortuna con la escritura dramática. El fenómeno coincidió con la eclosión de varios autores canarios en Madrid, y eso siempre es estimulante para quienes nos quedamos en las islas.
Precisamente en uno de los talleres organizados por Canarias Escribe Teatro, impartido por Ignacio Amestoy, empecé a bosquejar una historia que llevaba años rondándome, acerca de una serie de suicidios en cadena en la plantilla de una gran empresa multinacional. Esa obra sería La punta del iceberg. Por primera vez en mi escritura, nada de personajes históricos y nada de referencias a Canarias. Lo cierto es que el texto ganaría el premio Tirso de Molina, un reconocimiento que iba a resultar decisivo. En la presentación de la publicación en Madrid, José Ramón Fernández, que ejerció de maestro de ceremonias, pronunció unas palabras que resultaron proféticas: un libro es un objeto mágico cuya vida es un misterio, ya que nunca sabremos dónde, ni cuándo, ni en manos de quién puede terminar para cobrar nueva vida. Así ocurrió. La publicación de La punta del iceberg viajó hasta Barcelona, y fue a parar a un despacho del Teatre Nacional de Catalunya.
Todo el mundo debería tener un Sergi Belbel en su vida
“Estimado Antonio, perdona que me presente así, soy Sergi Belbel, autor y director de teatro catalán. […] Te escribo porque hace días recibí por correo un ejemplar de tu obra La punta del iceberg«. Un día, de buenas a primeras, recibo un e-mail imposible. No sé si se hacen a la idea. Un desconocido autor de teatro en una isla olvidada del mundo (qué cosa tan exótica), y hasta allí viajaba la mirada de uno de los más grandes y reconocidos autores contemporáneos, entusiasmado con aquella obra (si hay algo que caracteriza a Sergi es su desbordado entusiasmo por todo lo que hace) y decidido a estrenarla.
Todo sucedió muy deprisa y lo cambió todo de la noche a la mañana. Sergi se dedicó a promocionar a ese autor desconocido primero ante José Luis Gómez, que con generosidad abrió las puertas del Teatro de la Abadía para producir la función, y luego a cualquiera que se le pusiera por delante, dentro y fuera de nuestro país (“¿Pero quién es Antonio Tabares?”, tituló su texto en el programa de mano).
“Parece increíble que todavía pasen cosas así”, me dijo con asombro el coordinador artístico de la Abadía, Ronald Brower, cuando le conté cómo nos habíamos encontrado Sergi y yo. Y en Bucarest, en una charla con jóvenes autores rumanos, una de las asistentes admitió: “Todos buscamos eso: alguien que nos descubra”. Solo que yo no lo buscaba, o al menos no de forma consciente. Sencillamente se dio, y desde mi rincón en La Palma lo contemplaba todo con una mezcla de incredulidad y entusiasmo.
Porque de pronto empezaron a pasar cosas sorprendentes: traducciones y estrenos internacionales (de Caracas a Atenas; de Roma a Eslovenia), atención mediática, algún que otro estudio universitario, una película… Es infinitamente más de lo que uno puede esperar dedicándose a escribir teatro en La Palma y desde La Palma.
Sergi estrenaría luego en la Sala Beckett Una hora en la vida de Stefan Zweig (que unos años antes se había puesto en escena en gallego por la compañía Lagarta Lagarta), y firmaría la traducción al catalán de Tal vez soñar (que acaba de estrenarse en la Versus de Barcelona, y que en su momento fue fruto de un encargo de Mario Vega, director de la grancanaria Unahoramenos). Todavía tenemos algún proyecto soñado (como el montaje de Libros cruzados, que es quizá mi obra más ambiciosa, y como tal permanece inédita), pero todos estos años han sido un regalo en el que han ido de la mano la admiración, el aprendizaje y la amistad.
Seguramente sin Sergi Belbel hoy no estaría escribiendo este artículo, o estaría escribiendo un artículo muy diferente. En los días previos al estreno de La punta del iceberg, mi mujer, contagiada por el entusiasmo que rodeó a todo el proceso, exclamó: “¡Todo el mundo debería tener un Sergi Belbel en la vida!”, y yo nunca he podido estar más de acuerdo con ella.
Regreso a Ítaca
“Ahora te irás de La Palma”, me profetizó un conocido tras el revuelo que se montó en la isla con el estreno de la Abadía. ¿Irme? Ni siquiera se me había pasado por la cabeza. Tenía ya 40 años y bastante recorrido a mis espaldas como para dejarme encandilar por una situación que yo sabía circunstancial. Además, me agradaba la idea de intentar, desafiando toda lógica, seguir creando desde el más remoto de los lugares. Cuando Saramago se trasladó a vivir a Lanzarote, un periodista le preguntó por qué se había ido “tan lejos”. “¿Lejos? Vivo en un barrio de Europa”, le contestó. Siempre me he identificado con esa respuesta. Por supuesto, siendo muy consciente de las limitaciones de vivir en una isla: no solo a la hora de entablar contacto con otros autores y compañías, sino incluso de una cosa tan básica como ser espectador, que es quizá lo que yo más echo de menos: la posibilidad de ver más teatro.
Pero me sigue apasionando la lectura del texto teatral y eso me ayuda a romper el aislamiento físico que supone vivir en una isla. Esa pasión me llevó a poner en pie un viejo sueño que difícilmente hubiera podido cumplir lejos de La Palma: una biblioteca pública dedicada por entero al teatro; un pequeño y modesto “espacio de resistencia” (y por tercera vez recurro a palabras de José Ramón Fernández) donde el libro teatral tuviera todo el protagonismo. Durante casi diez años ese espacio “callejero y anárquico” (definición de Víctor Correa, mi compañero de aventura), que más que una biblioteca se asemejaba a un club, sirvió de refugio y punto de encuentro para profesionales y amantes del teatro de toda Canarias (egoístamente, para mí el primero). Ahora vivo a medio camino entre Tenerife y La Palma y ya no puedo continuar con ese proyecto, pero sigo teniendo en los libros (y en especial en el texto dramático) el vínculo que me mantiene en contacto con el teatro de hoy.
Y sigo escribiendo, porque me siguen asaltando las historias. No tengo preferencias ni trato de marcarme metas porque no vivo del teatro, y eso me da una gran libertad. Pero últimamente las islas me brindan un material que reclama ser contado. Como la misteriosa peripecia de un pesquero perdido en altamar, para desesperación de las familias que esperaban su regreso, que daría lugar a Proyecto Fausto; o los sueños y luchas de un grupo de jóvenes universitarios del Archipiélago durante la Transición (cuando se publique este artículo Delirium ya habrá estrenado La inmortalidad). Y a veces se producen encuentros que me llenan de esperanza, como el que dio lugar al estreno de La sombra de don Alonso, mi primera obra, veinte años después de escribirla, con un reparto y producción hecha en La Palma, gracias al empuje de Cuco Afonso.
¿Serían distintas mis obras si no hubiera vuelto a la isla? Probablemente, pero no creo que fueran mejores. ¿Se estrenaría más? ¿Tendrían más repercusión? No estoy tan seguro. Intento escribir desde Canarias como el ciudadano del mundo que soy, y sin pensar en quién representará mis obras ni hasta dónde llegarán (en eso creo que mi actitud sigue siendo la misma que cuando empecé a escribir), aunque es cierto que a menudo se me plantea el conflicto recurrente que enfrenta lo local y lo universal.
Para mi sorpresa, la propia isla me daría una respuesta, cuando una tarde del último septiembre la tierra se abrió, escupiendo un mar de fuego y roca que sepultaba todo a su paso, y La Palma pasó de estar “al oeste de casi todo” a ser el centro mismo del planeta. Durante los días de la erupción varias veces me apremiaron: “Tienes que escribir sobre esto”, como si todos fuéramos conscientes de protagonizar una tragedia merecedora de subir al escenario. Y yo, dramaturgo al pie del volcán, me pregunto cómo el teatro podría reflejar lo vivido en este tiempo.
Es una pregunta continua. Una búsqueda permanente. Porque uno está constantemente tratando de hallar “lo teatral” en cuanto nos rodea, encontrar aquello que nos sitúa en el mundo frente a los demás y frente a nosotros mismos. Y ese es un camino que no tiene fin. De modo que, aunque hace ya más de 14 años que volví a La Palma, podría decirse que aún hoy continúo en mi viaje de regreso a Ítaca.