Las Puertas del Drama
El autor teatral en las Comunidades autónomas
Nº 57

SUMARIO

Presentación

Andalucía

Aragón

Canarias

Castilla y León

Extremadura

Galicia

Madrid

Murcia

Valencia

Infancia y juventud

Nuestra dramaturgia

Cuaderno de bitácora

Socia/Socio de honor

Dramaturgia extranjera

Premios Teatro Exprés

Reseñas

Una historia importante y necesaria

Emilio Pascual

La literatura infantil y juvenil del exilio republicano de 1939

Podemos empezar, in medias res, diciendo que nos hallamos ante un libro tan interesante como necesario. Interesante no solo desde un punto de vista documental, sino también narrativo, porque es una historia de historias que, aparte de rastrear obras, cuenta la peripecia vital y literaria –por momentos emocionante– de los que sobrevivieron, en tanto que personas y escritores. Importante –y necesaria–, porque revela buena parte de una asignatura tan pendiente para España como es la de la historia de la literatura del exilio.

Como no podía ser menos viniendo de quien viene, esta La literatura infantil y juvenil del exilio republicano de 1939 empieza con una aproximación, no por breve menos sagaz, a la imposible definición de literatura infantil: su concepto y sus límites han sido abordados en diferentes ocasiones con resultados desiguales. Pero aquí las autoras hacen referencia al contexto, y más específicamente al del exilio republicano, “de manera que la literatura que surge de él no puede ser sino la expresión del desconcierto, el desarraigo o la melancolía” (Muñoz y Sotomayor, 2022, p. 29). Y así, como era casi inevitable, uno de los temas recurrentes es “el de la guerra, como máximo exponente del espanto y del absurdo”  (p. 31), y en consecuencia el de la mirada hacia el futuro a la vista de los errores del presente. La literatura infantil, con su carga de ingenuidad metafórica, a veces da respuestas a preguntas que en el fondo se elude responder. Wisława Szymborska, que no es sospechosa de sentimentalismo fácil, escribió en los dos últimos versos del poema El ocaso del siglo que no hay preguntas más apremiantes / que las preguntas ingenuas.

A casi cien años de distancia no siempre es fácil calcular los desastres de la guerra, por utilizar el título de Goya. “La España en ebullición cultural de las tres primeras décadas del siglo xx […], con las nuevas concepciones de la infancia lectora, la revalorización y recreación de lo popular, etc.” (p. 197) –literatura a la que no fueron ajenos autores de la talla de Lorca, Valle, Benavente, Ortega o Gómez de la Serna–, quedó irremediablemente rota. Las autoras de este libro ya imprescindible calculan “que entre 1939 y 1942 llegaron –sobre todo a México y Argentina– entre 20.000 y 25.000 españoles de toda clase y condición, de los cuales una cuarta parte aproximadamente eran científicos, intelectuales, escritores, artistas, médicos, ingenieros o maestros” (p. 128). Algunos, dos o tres cosas, como Alejandro Casona, que era maestro, poeta y dramaturgo, y por el que quiero empezar porque cada uno es hijo de su educación sentimental. A los 11 años cayó en mis manos Flor de Leyendas, y a día de hoy todavía recuerdo aquella frase impresionante a los ojos de un niño: “Muchos guerreros han perecido ya bajo la lanza del terrible Aquiles. Tantos, que las aguas del río Escamandro, que desemboca junto a las naves, se desbordan llenas de sangre”. Al margen de ser fundador del grupo de teatro infantil El pájaro pinto (recuérdese que casi en paralelo Alberti componía La pájara pinta, no estrenada hasta 1932) o su labor en las Misiones Pedagógicas, no podemos olvidar su Retablo jovial, que pasó por varios escenarios hispanoamericanos y por no pocos ejercicios teatrales del aula.

Fue Casona quien facilitó el viaje a Cuba de Herminio Almendros, acompañado de Ferrater Mora y de Enrique Solsona. Almendros desempeñó una intensa actividad editorial y pedagógica (¡cuántos maestros y pedagogos sufrieron el exilio!) y fue el Director de la Editora Juvenil, la “primera editorial cubana que se dedicó por completo a la edición para niños y jóvenes” (p. 430). Escribió y publicó adaptaciones de cuentos y leyendas, antologías, biografías y relatos históricos, textos educativos, los variados relatos de Lecturas ejemplares. Aventuras, realidades y fantasías, cuentos populares y rimados, reescritura de fábulas, poesía y teatro. Las autoras le dedican 22 ilustrativas páginas, pero yo querría destacar su actividad como animador de la creatividad de los propios niños y la edición de sus propios escritos. Ya antes del exilio “conoció los nuevos métodos de Freinet para la enseñanza y aprendizaje de la lengua, principalmente el uso de la imprenta, el texto libre y la correspondencia escolar” (p. 426). Por esos azares del destino, José Antonio Abella ha publicado recientemente Aquel mar que nunca vimos, una historia conmovedora sobre el maestro catalán Antonio Benaiges, que también llevó las técnicas de Freinet a Bañuelos de Bureba –un pueblo de no más de cien habitantes perdido al norte de Burgos–, consiguió introducir la imprenta en la escuela, publicar textos de los alumnos y prometerles el mar tarraconense que nunca vieron. No consiguió hacerlo porque tampoco le dio tiempo a exiliarse: fue asesinado en el pueblo el 19 de julio de 1936.

Y ya que estamos con Casona, hay que agradecer que figure aquí León Felipe, porque, al dar cuenta de los textos que componen El Juglarón, las autoras afirman que “nos encontramos ante una pieza que nos obliga a replantear los límites de la llamada literatura infantil” (p. 79). Ni deja de ser interesante que uno de los cuentos que lo integran se titule Justicia, pues trata del mismo capítulo quijotesco de Sancho en la ínsula que utilizó Casona en la farsa correspondiente del Retablo jovial. León Felipe concluye: “Un día todos sabemos hacer justicia. Lo mismo que la hace el rey la hace su último siervo. Igual que el rey Salomón, la hizo Sancho el escudero” (p. 81).

Tampoco es fácil asociar a Max Aub con la literatura infantil. Max Aub solo escribió un par de relatos que se acercan al mundo infantil, varios poemas para sus hijas en un campo de concentración (uno de ellos acaba diciendo: Ni tú llegas a tierra, / ni yo tengo alas, y una obra de teatro para niños, la Fábula del bosque (1937); pero, como él mismo decía, “donde haya españoles habrá teatro, y teatro popular. Porque el teatro español vivió del pueblo y murió cuando el pueblo no pudo imprimir –o sentir impreso– sus gustos, sus maneras, sus sueños” (p. 121). De hecho fue director de teatro para jóvenes, y uno de los autores maltratados por el régimen; él, que debería haber sido venerado siquiera porque eligió el español, cuando podía haber escrito indistintamente en francés o en alemán. Como Max Aub, Ramón J. Sender llegó al mundo infantil “a través de lo fantástico y legendario” (p. 217). Pero él tuvo mejor suerte con los lectores adultos: a los veinte años leíamos con fervor Réquiem por un campesino español, Crónica del alba, llevada al cine y a la televisión, y nos reímos cuanto quisimos con La tesis de Nancy.

En el sucinto recorrido que haremos por los autores que acaban componiendo el mágico retablo de este libro, no hay razón para no empezar por Elena Fortún, de todos sobradamente conocida. Su emocionante peripecia vital y literaria está narrada en 40 páginas, que podrían constituir otra historia de Celia si no lo fuera de Elena Fortún o Encarna Aragoneses (cf. p. 317). Exiliada en Argentina, escribió mucho, antes, en y después del exilio, aunque algunos libros se publicaron póstumamente y todavía quedan varios textos inéditos, entre ellos siete obras de teatro, aquí minuciosamente analizadas, y la novela Patita en la Argentina, que sigue inédita casi 80 años después de ser rechazada por la censura franquista, la cual dictaminó que “en adelante no sea autorizada la publicación ni circulación de ninguna obra de dicha escritora” (p. 304). Es cierto que buena parte del material de este libro la autora lo reutilizó para Celia se casa. Pero, a pesar de los buenos deseos de Aguilar y de su doble vuelta del exilio, una carta a Mercedes Hernández da cuenta del dolor del desarraigo: “… los que se van lejos no deben volver. La vuelta es siempre de una crueldad desgarradora” (p. 310). En el prólogo del volumen Teatro para niños (1936) –un conjunto de 12 piezas en un acto destinadas a “circular en forma de libro”–, ya había expresado sus ideas a propósito de la literatura infantil, desterrando de su estética moralejas y “ñoñerías”.

Al lado de Elena Fortún es de justicia detenerse en el caso paradigmático de Antoniorrobles –que, en palabras de Ramón Pérez de Ayala fue “el primer escritor infantil, incluso en el sentido del único”–. Antoniorrobles es un autor icónico para todos los estudiosos y animadores de la literatura infantil. Nuestras autoras escriben: «Si algo caracteriza la creación literaria para niños de Antoniorrobles es, tal como ha señalado Marie Franco, su fuerte concepción ética; si escribe para ellos es con el fin de “mejorar a los hombres a través de los libros que pudieran leer en la infancia” (p. 88). No hay casualidades. Cuando en 1982 se publicó en la colección Tus Libros la primera edición íntegra de Los viajes de Gulliver, Pollux Hernúñez, traductor y autor del apéndice, expresaba en sus primeras líneas “la intención inequívoca que el autor mismo manifestó cuando dijo: “Escribí para enmendarlos, no para darles gusto”. Porque Swift, como todo gran satírico, era necesariamente moralista, en el mejor sentido de la palabra”. He aquí lo que va de Swift a Antoniorrobles, quizá con la diferencia, a favor del segundo, de que él  consiguió darles gusto sin dejar de enmendarlos. Porque si algo tenía claro Antoniorrobles, como después Astrid Lindgren, es que hay que ponerse a la altura del lector «para alegrarlos o inquietarlos directamente con la narración” (p. 89). Habría que añadir su labor como teórico de la literatura infantil “a través de cursos, conferencias y entrevistas en las que reflexiona y en cierto modo sistematiza su creación literaria” (p. 134), así como sus obras de teatro (la inédita El niño de la naranja, sus obras radiofónicas recogidas en Teatro de Chapulín), sus adaptaciones de Las mil y una noches, de fábulas, cuentos clásicos y otros cuentos populares de diferente tradición.

En los años setenta Alianza publicó las Historias e invenciones de Félix Muriel, de Rafael Dieste: por entonces solo los más avisados sabían que, aparte de autor de dos farsas infantiles, había sido él, con su esposa, Carmen Muñoz Manzano, quien se había encargado en Argentina de la Biblioteca Billiken y la Colección Oro, con la loable idea de divulgar “las obras maestras de la literatura universal”. En ella colaboraron ilustradores como el gallego Castelao –que algunos tuvimos que esperar para conocerlo a que la revista Primer acto publicara Los viejos no deben enamorarse–, y otros autores que han emergido de la sombra gracias a las páginas de esta Historia (casi mágica) de la literatura del exilio. En el ámbito de la narrativa y de la lírica infantil –que también se abordan en este libro–, ahí está Arturo Serrano Plaja, de cuya edición de Viajes de Simbad el marino ha escrito Ana Pelegrín que “en el primer episodio la lejanía del protagonista Simbad rezuma, interlíneas, la melancolía del personaje antiguo y del escritor adaptador: habéis de saber que cuando estamos lejos del suelo en que hemos nacido, nada llega a colmar nuestra dicha” (p. 341); Serrano Plaja no solo es el autor del Realismo mágico en Cervantes: lo es también de las biografías comentadas de Grandes poetas (1943) y de un par de libros de poesía, en uno de los cuales le dice a su niño de dos años, en seguidillas casi con aire de Miguel Hernández: Si te atreves, chiquillo, / con tus dos años, / descárgame de penas / y desengaños. Ahí también las adaptaciones de Francisco Ayala, en cuya Historia de la libertad empieza diciendo que “la naturaleza de la libertad es frágil en extremo, tanto que su establecimiento en la vida social requiere una energía moral inagotable, y su defensa una constante vigilancia” (p. 347). Y, en fin, José Otero Espasandín, en los Cuentos que me contó Dieste (ya de 1982), dejaría testimonio de la labor de la pareja Dieste-Muñoz al frente de la imprescindible Biblioteca Billiken.

Otro nombre no merecedor de olvido en el campo editorial es el del periodista catalán Francesc Trabal, que llegó a Chile en 1940 procedente de Francia. No consta que escribiera ninguna obra para niños, pero Trabal y el escritor chileno Hernán del Solar fundaron la editorial Rapa Nui, “considerada por los historiadores como la primera editorial dedicada exclusivamente a la literatura infantil, con libros de gran calidad artística y literaria”. En los cinco años de existencia de la editorial editaron una colección de Cuentos maravillosos –muchos escritos por el propio Solar– con dos series de 30 títulos cada una, en la que colaboraron ilustradores exiliados como Roser Bru, y una autora como Marcela Paz, creadora de Papelucho, un clásico de la literatura infantil chilena. “La aportación de Trabal se centró en el diseño de libros atractivos y de cuidada edición, que no solo resultaran atractivos para el lector, sino que contribuyeran a su educación estética” (p. 501).

La literatura infantil se extendió en sus distintas manifestaciones literarias, y entre ellas la poesía y el teatro. A Salvador Bartolozzi lo conocíamos por haber sido el director artístico de la editorial Calleja. El exilio ocasionó que la pareja Bartolozzi y Magda Donato fueran los encargados de dirigir en México el Teatro Infantil del Palacio de Bellas Artes, que fue “uno de los medios más eficaces para ayudar a formar toda conciencia personal” (p. 67). En los dos Pinochos estrenados en 1942, “ya desde su primera intervención el hada narradora deja claro quiénes son los principales receptores: son los niños quienes han traído a sus papás al teatro, así que tendrán que procurar que sean buenos y no molesten” (p. 69). Todo ello nos ofrece una inversión de los valores tradicionales y se subvierte la jerarquía habitual en la relación entre la sala y el público. Es tan moderno que, viendo algunas de las ñoñerías que se nos ofrecen, dan ganas de decir que, al menos aquel tiempo pasado,  fue mejor. (No en vano las autoras se encargan de subrayar que Pinocho en el país de los cuentos fue un texto desconocido en España ¡hasta el año 2000!, “en que fue editado por César de Vicente en la colección Literatura Dramática Iberoamericana de la Asociación de Directores de Escena” (p. 74). Naturalmente algo había cambiado desde los tiempos anteriores a la guerra hasta el momento de estas representaciones: el inequívoco mensaje antibelicista y moral –que no moralizante–, queda anotado en unas páginas admirables de esta Historia. Tanto más para todo el que ha tenido una afición irrefrenable a las tablas, porque nos cuentan la historia final de Magda Donato –que, no lo olvidemos, era hermana de Margarita Nelken–, cuando, desaparecido su compañero de batallas escénicas y vitales, “abandonó la escritura y se dedicó al teatro íntegramente como actriz, llegando a ser designada por la Agrupación de Críticos de Teatro como la mejor actriz de México, por su papel de La Vieja en Las sillas de Ionesco (1960) que ella misma había traducido” (p. 76). Pero en medio y en paralelo se dio su actividad como narradora con media docena de historias, cuentos para la radio y para revistas, etc. A veces trasvasaba las historias de un género a otro, o las reescribía para adaptarlas al medio nuevo o sometía el mundo mágico a un proceso de desmitificación. Llama la atención el título Pinocho bate a Chapete, que no puedo saber si Gonzalo Suárez lo recordó para su Rocabruno bate a Ditirambo. En cambio, el cineasta sí filmó Parranda (1977), de Eduardo Blanco-Amor, autor de unas Farsas para títeres, desconocidas en España hasta 1973.

Mención aparte merece María de la O Lejárraga, más conocida como María Martínez Sierra, sobre todo desde que supimos que era la autora de las obras que firmaba su marido, Gregorio. De hecho, Canción de cuna, llevada al cine por Garci, ha pasado por ser de Gregorio Martínez Sierra cuando era de su mujer. Maestra, feminista y diputada, autora de cuentos y teatro infantil, había creado con su marido el Teatro de los Niños antes de la guerra. Viajes de una gota de agua estaba compuesta de una narración dialogada, un guion de dibujos animados y una obra de teatro, que hundía sus raíces en los cuentos tradicionales. La autora tenía sospechas de que la segunda, Merlín y Viviana – “una reflexión llena de ironía sobre las contradicciones del amor y del comportamiento de los seres humanos” (p. 389)–, había sido plagiada por Walt Disney en La dama y el vagabundo. María Lejárraga, o María Martínez Sierra, murió en Argentina a punto de cumplir cien años.

Este deslumbrante libro es además un tesoro de rescates. ¿Quién recuerda hoy al anarquista Mariano Viñuales, que desprendido de sus hijos como la uña de la carne, por emplear la metáfora cidiana, y a los que no volvió a ver, se dedicó a escribir  “de niños, si no a niños” (p. 209)? Significativamente, uno de sus cuentos está dedicado “A mi hijo… huérfano hoy de mi pan y de mis besos”. Ni Kropotkin podría haber conquistado mejor el pan. En su poemario Frente a la Cruz del Sur, le dice a uno de sus hijos: «Al venirme, yo me traje / las canciones y los cuentos. / Por eso huiste de casa. / Te marchaste en busca de eso» (p. 260). Tampoco es fácil acordarse del también anarquista Campio Carpio, autor de Ronda de Luna, “su único libro de cuentos para niños” (p. 325); ni del bohemio Mario Arnold, pseudónimo del leonés José García Pérez, que ya en Venezuela escribió unos cuentos dedicados “a los niños que no tienen quien les diga un cuento” (p. 488); o de Alicio Garcitoral, más conocido por sus novelas y ensayos políticos que por sus tres títulos para niños subtitulados «Cuentos para colorear. Con páginas didácticas»; o de los Cuentos para un chamaquito, de Lorenzo Varela, que “ha pasado casi inadvertido”; o de Alfredo Pereña, que probablemente murió víctima de la dictadura de Trujillo. O incluso de Josefina Plá Galvani, que fue profesora en Asunción nada menos que de Roa Bastos, quien la consideraba «una de las tres figuras españolas fundamentales en la cultura de Paraguay”, ese país que el propio Roa Bastos definió como “una isla rodeada de tierra” (pp. 471-72 y 483): autora de cuentos y piezas teatrales, sus obras de teatro infantil permanecieron inéditas o perdidas hasta hace pocos años.

Un cofre de sorpresas este libro, en el que podremos descubrir obras muy poco conocidas o que yacían inéditas, como una pieza de Concha Méndez y otro par de ellas de Max Aub; autores como Ernestina de Champourcin y sus inencontrables Poemillas navideños; la propia Concha Méndez, con sus Villancicos de Navidad, y su cuento Goldy, el pequeño capitán –inédito hasta hace diez años–, o los contados poemas que para los nietos de Concha escribió el autor de la Desolación de la Quimera, el gran Luis Cernuda; James Valender lo describió como “hombre hermético, retraído, incapaz de revelar en su trato un rasgo sentimental de clase alguna; sin embargo, para estos pequeños seres, era de una ternura casi inexplicable” (p. 241): precisamente a Cernuda nuestras autoras le dedican un hermoso capítulo titulado “Cernuda: nostalgia y mitificación de la infancia”; fue Cernuda el que definió la poesía de Moreno Villa como “una reacción personal frente a la vida, expresada sin alarde de virtuosismo poético ni de singularidad distinguida” (pp. 268-69): con frecuencia evoco aquel poema que empieza: “Yo detesto las rosas; / una rosa me encanta. // Yo detesto los árboles; / pero un álamo, un chopo, / un níspero, un olivo / son como gente mía”: unos versos que podrían recordar la reivindicación que hizo Buero Vallejo de “la importancia infinita del caso singular” en El tragaluz. Siempre se ha dicho que los árboles impiden ver el bosque. Pero el personaje de Ella matiza: “Y durante largas etapas llegó a olvidarse que también debemos mirar a un árbol tras otro para que nuestra visión del bosque… no se deshumanice”. Y, en fin, tampoco hay que olvidar a Antonio Aparicio y La niña de Plata (Canciones y poemas de arte menor), título de resonancias lopescas, o la poesía de Juan Rejano, también de temática antibelicista.

En este volumen se habla asimismo de ilustradores y escenógrafos como Carlos Marichal, o el propio Rivas Cherif, a veces más recordado por ser cuñado de Azaña que por su labor teatral; el mar, el sueño, la luna y los pájaros de Concha Castroviejo; la noticia y minuciosa descripción de El caballero del caracol, el único cuento que escribió Juan Marichal, yerno de Salinas, y que viajó a México en el mismo barco (nunca mejor dicho) que Alcalá Zamora, Bartolozzi y Magda Donato; Benjamín Jarnés, otro gran derrotado, aquí recordado por la dirección literaria de “El libro de oro de los niños. Un mundo maravilloso para la infancia, que apareció en 1943 en seis volúmenes lujosamente editados, con dos prólogos de Juana de Ibarbourou y Gabriela Mistral y abundantes ilustraciones” (p. 178); Antonio Espina, que desde “su particular exilio interior” (p. 209), a la vuelta del otro exilio colaboró con Aguilar, algunas de cuyas biografías pudimos leer de niños; María Teresa León, indisolublemente (no del todo) asociada a Rafael Alberti, y autora también de cuentos y biografías para niños; la obra del propio AlbertiEl colorín colorado, que permaneció inédita hasta 1998, y que yo quiero recordar aquí sobre todo por la adaptación de la francesa Farsa de Pathelin, donde aparece por primera vez la famosa frase “Volvamos a nuestros corderos”, que todo francés recuerda, aunque casi todos se la atribuyen a Rabelais, que también la usa…, solo que cien años después. No hay por qué detenerse aquí en la poesía de Alberti, para no descubrir Mediterráneos.

Salto por encima de Juan Ramón Jiménez, Madariaga y Jorge Guillén. Pero ya he excedido mis propios límites, aunque el lector hallará entre las páginas dedicadas a estos autores no pocas curiosidades. No quisiera terminar sin recordar a Marina Romero, o “la infancia como fuente de alegría”, que pasó su vida en Estados Unidos hasta que volvió a España en 1970. Y hay que recordarla porque se incorporó al fenómeno de la literatura infantil en España, publicando en editoriales como Anaya, Escuela Española o Edelvives. Incluso Antón García Abril, que falleció el año pasado –compositor de tantas bandas sonoras, algunas tan famosas como la de Los santos inocentes o la serie de Fortunata y Jacinta–, compuso una Cantata Divertimento sobre los poemas de Alegría, disco que alcanzó varias ediciones.

A pesar de la extensión de esta reseña, he sacrificado cosas que quedan reservadas para la lectura personal, como el capítulo dedicado al exilio europeo, con momentos tan emotivos y personajes tan golosos como Chaves Nogales, Gabriel Portillo, Barea y señora, que sería el cuento de nunca acabar. Voy a hacer dos excepciones: una con César Muñoz Arconada, siquiera por ser de Astudillo, uno de los pueblos del Camino de Santiago, y por haber escrito Andrés, dramatización sobre un personaje y episodio del Quijote. La otra, con Ángel Gutiérrez, uno de los niños de la guerra, amigo de Tarkovski, que, regresado del exilio ruso, fundó y dirigió el Teatro de Cámara Chéjov, en la calle San Cosme y San Damián: allí tuvimos oportunidad de ver un Tío Vania no fácilmente superable.

Tras este repaso apresurado –en el que inevitablemente hay muchas omisiones–, sé que la lectura que he hecho es un tanto personal, sentimental, zigzagueante y acaso sesgada, pero espero que al menos haya sabido transmitir mi entusiasmo y admiración por este libro. Es poco probable que nadie, salvo las autoras, hayan podido leer todo lo que se pone sobre la mesa en estas páginas: pero el lector curioso de la literatura infantil –y de la literatura en general– encontrará aquí un festín rico y variado, en el que se da cuenta de casi todo, con argumentos narrativos, referencias cruzadas y relaciones con otras obras literarias, tradicionales o contemporáneas, textos, citas, poemas, fragmentos, que acaban convirtiendo este libro no solo en un manual y una historia, sino también en una antología. Un libro, en fin, que es a la vez literatura e historia de la literatura.

BIBLIOGRAFÍA CITADA

Muñoz Cáliz, B. y Sotomayor Sáez, M. V. (2022) La literatura infantil y juvenil del exilio republicano de 1939. Sevilla, Renacimiento.