Siempre me interesó escribir.
Mucho antes que el teatro, la literatura fue la maestra que más y mejor me enseñó. La historia, la guerra, el amor, el poder, la ironía, la tragedia, la ambición, la sangre, el fuego de la palabra. Todo estaba en los distintos universos que la literatura me ofrecía para entender mejor un mundo en el que no me sentía correctamente encajado. No es de extrañar que años más tarde decidiera convertir mi pasión en disciplina estudiando Filología Hispánica. Pensaba que la docencia sería mi horizonte de futuro, y no me parecía mal, pero no era ese el escenario en el que iba a pasar mi vida.
Apareció el teatro, a modo de epifanía natural para un joven que necesitaba encontrar una válvula que aliviara la presión incontenible de sus ganas de contar, de filtrar la realidad a través del prisma infinito de los personajes, las tramas y los conflictos. El actor vino primero. El actor es lo primero. Soy un actor que escribe. Hacerme actor fue el modo de encontrar mi propio punto de vista para observarlo todo. Sin saberlo, el actor le abrió poco a poco la puerta al dramaturgo.
Durante muchos años intenté escribir pero no lo conseguí.
Lo intenté en la Facultad, y en la Escuela de Teatro, intentando aprovechar la fuerza de la ola que en los años 80 pareció fecundar este país. No lo conseguí. Demasiadas cosas que aprender, demasiado que mirar, que hacer, que vivir, que trasnochar, enseguida la necesidad de ganar lo suficiente para vivir. Nunca me he quitado del todo la sensación de que para escribir debo comprar primero el tiempo.
Lo intenté cuando descubrí la poesía como material escénico. De determinado tipo de poesía. De esa poesía que reclama el escenario con la misma potencia que el más imponente texto dramático. Mi paso como actor por El Silbo Vulnerado, una compañía aragonesa dedicada en exclusiva a la poesía, fue uno de los hitos decisivos de mi incipiente carrera. El estallido que la poesía provocó en mi manera de entender el teatro, la música y la relación con el espectador perdura en mí hoy en día con la misma potencia que entonces. Allen Ginsberg, William Burroughs, L. Ferlinguetti, Charles Bukovsi, Roger Wolfe, David González, Miriam Reyes… empecé a elaborar pequeñas dramaturgias con sus versos.
No puedo evitar sentir cierta aversión por los rapsodas y los recitales de poesía. Mi intención era ordenar los materiales desde un punto de vista inequívocamente teatral, estableciendo un vínculo emocional con el espectador a través de los poemas, pequeñas cápsulas de virtualidad fragmentada que rompían la linealidad del discurso dramático y que penetraban profundamente en el espectador. La ausencia de causalidad en el ordenamiento de los textos poéticos, su peripecia emocional, me ayudaban a no depender del concepto de fábula, y me permitía romper la previsibilidad argumental, que muchas veces condena la atención del espectador.
Durante esos años primeros, construía dramaturgias, pero no era aún un dramaturgo. No cesaba de leer, adaptar, mezclar e interpretar textos que me hubiera encantado escribir, pero todavía no me sentía capaz de hacerlo yo mismo. Estaba a punto de conseguirlo. Solo hacía falta una gota que colmara el vaso. Pulsar la tecla adecuada.
La del ordenador. Por alguna razón que nunca he comprendido, solo fui capaz de escribir a partir del momento en que me compré uno. Fue ahí, navegando en ese artilugio de teclas enloquecidas, cuando me salió la escritura. Poco a poco, discretamente, sin llamar la atención y sin preguntar a nadie. Como diría el poeta Ángel González, con poca esperanza y mucho convencimiento. Equivocándome mucho, fracasando a menudo, textos llenos de arrojo, ansias de contar, excesos, tremendismos e imperfecciones, dudando constantemente, cuestionando si mi falta de método de escritura y mi dificultad para organizar escaletas viables serían un obstáculo insalvable para escribir buen teatro.
Mi primera obra propiamente dicha fue Walter Negro. El asesino casual. Un experimento que intentaba integrar cine y teatro, y en el que un asesino en serie se enfrentaba a un vanguardista programa de reinserción en el que todos los personajes dialogaban con él filmados en una pantalla. El texto se publicó, el espectáculo se estrenó y pasó completamente desapercibido. Nada como un inmejorable fracaso para un autor novel. Pero ya estaban ahí, torrenciales, salvajes y desproporcionadas, las claves referenciales que forman parte de mi imaginario: la cultura pop, la ciencia ficción, el cine y la literatura negra… Shakespeare, Valle Inclán, Miller, Mamet, Pinter, Beckett… pero también Howard Hawks, Mankiewick , Centauros del desierto, Apocalypse now, Buñuel, Kubrick y Berlanga.
Era difícil ser dramaturgo en Aragón. Las compañías profesionales ya tenían sus propios autores de cabecera, y era prácticamente imposible hacerse un hueco. Podías resignarte a escribir sin demasiada esperanza de estrenar, a presentar tus textos en el circuito de Premios, encontrar alguna editorial dispuesta a publicarlo… Dentro de las políticas teatrales de mi comunidad, dedicadas en cuerpo y alma a proteger la existencia y la viabilidad de las empresas teatrales, apoyar la dramaturgia propia no era para nada una prioridad. En aquellos años, los canales de comunicación con el exterior, simplemente, no existían. Era prácticamente imposible para un autor del interior asomarse a las carteleras de los grandes centros de exhibición teatral, particularmente Madrid.
En mi caso, decidí que si quería estrenar lo que escribiera, debería hacerlo yo mismo. Por lo menos al principio.
Así que utilicé mi propio trabajo de actor para dar salida a mis textos mientras aprendía el oficio de dramaturgo. ¿Autodidacta? Creo que nadie aprende realmente solo. Es verdad que nunca he asistido a un curso de dramaturgia, que nunca he leído un manual de escritura, que siento cierta alergia a las teorías y a los esquemas… Pero no he parado de ser lector y espectador desde que era un niño. Un arsenal –a veces consciente, a veces no– de referencias, modelos, admiraciones y ejemplos fue tejiendo en mi imaginario una red hiperconectada que funciona como sustrato estructural de mi trabajo. El actor, por supuesto, ayudó enormemente en este proceso de conformación del autor. Experimentar desde dentro el ritmo del escenario, sus leyes invisibles, la respiración del público, la naturaleza del silencio y la pausa, estar en el centro de la misteriosa fusión de dramaturgias distintas –la de la música, la de la luz, la del espacio sonoro, la del propio gestus del actor– en busca de un signo único integral escénico, fueron regalos que el actor le hizo al dramaturgo. No es casual que la inmensa mayoría de autores que estrenan hoy en día en nuestro país tengan una estrecha relación con el otro lado, con el escenario.
En los primeros 2000 el Centro Dramático de Aragón supuso a la vez un catalizador y un revulsivo en la vida teatral aragonesa. A pesar de su corta existencia, llevó a cabo un buen número de iniciativas además de la producción directa, alguna de las cuales tenían como objetivo promocionar la dramaturgia aragonesa. Una de ellas fue la concesión anual, a través de concurso, de dos ayudas a la creación dramatúrgica, a través de las cuales un grupo de autores y autoras pudieron desarrollar con libertad sus proyectos de escritura, publicarlos e incluso estrenarlos. Fui uno de los afortunados que las consiguieron. Por primera vez, pude escribir con la tranquilidad de un respaldo económico que, más o menos, cubría el proceso de escritura. El texto resultante, El ejército invisible, un drama social a lo Miller, se estrenó en formato de lectura dramatizada y se editó junto con otra de mis primeras piezas, Tormenta de arena, en la Editorial Arbolé.
Alfonso Plou, dramaturgo de Teatro del Temple, que en aquellos años trabajaba en el Centro Dramático de Aragón, fue el encargado de monitorizar el desarrollo de mi proyecto. Alfonso, cuya talla humana es todavía más desbordante que la artística, fue lo más parecido a un maestro que nunca he tenido en el campo de la dramaturgia. A lo largo y ancho de nuestras largas discusiones acerca del destino final del anciano Aristóteles y su amortizada linealidad, Alfonso desactivó algunos de mis excesos y me ayudó a superar antiguos prejuicios. Él me convenció de que, aunque las escaletas están para saltárselas, no es bueno dejar a los personajes campar a sus anchas por el espacio dramático. Es necesario tener un cierto plan de escritura. Una estructura prevista. Un ordenamiento que, cuando sea preciso, te permita desordenar las cosas sin que se pierdan el actor, el director de escena y el espectador.
Supongo que cada autor tiene su propio método de escritura. Me fascina charlar sobre ese tema. En mi caso, no suele ser la historia la que llama mi atención en primer lugar. Son los personajes los que, de repente, se plantan cerca de mi oreja hablando de sí mismos, y de las cosas que les pasan, que normalmente involucran a otros personajes que inmediatamente acuden a contarme sus propias movidas. De esa confusión de voces y querellas surge el paisaje dramatúrgico en el que todo adquirirá valor teatral. Porque los personajes mienten mucho, por supuesto, y no hay que fiarse de ellos. Para contar una historia, en esencia, necesitamos que algo le pase a alguien. Y a mí, más que lo que pasa, me interesa mucho a quién le pasa. Creo que los personajes son los reyes de la fábula. Tal vez el actor tenga algo que ver con todo esto.
Permíteme que haga ahora un pequeño paréntesis. No sé qué piensas tú sobre el término Literatura dramática. A mí me da cierto repelús, aunque soy el primero en usarlo. Siento un recelo instintivo ante la consideración del teatro como un género literario. Es verdad que un texto dramático puede leerse impreso en las páginas de un libro. Y lo que resulta para el que lo lee es una experiencia literaria, por supuesto, en la que la palabra escrita y la imaginación del lector se reúnen para crear una impresión en su conciencia. Tal vez en su alma. Pero eso no es teatro. Tengo varios libros publicados con parte de mi obra, y me llena de satisfacción saber que existen, que los guiones están a salvo de la desaparición, y que perduran más allá de su vida escénica. Pero… la literatura, en su exposición formal, es exclusivamente lineal. Y el teatro, desde cualquier punto de vista, es radicalmente transversal. Lenguajes distintos ensamblados en un orden de simultaneidades que el espectador percibe integral e instantáneamente. Adoro la literatura, pero el teatro no puede encerrarse dentro de ella. La música no es la partitura. El mapa no es el territorio. El guion literario no es teatro… todavía.
Como dramaturgo, y no digamos como actor, no tengo ningún control sobre el rumbo de mi carrera. No soy yo el que decide qué escribir o cuándo. La realidad, la necesidad, las propuestas, el mercado, la deriva de los continentes… todo influye en lo que debo escribir en cada momento.
Una de las principales vertientes de mi trabajo como autor dramático son los clásicos. Una fuente inagotable de inspiración. Un suelo fértil sobre el que sembrar nuevas propuestas. Todo empezó con El buscón, de Quevedo. Tenía la intención de estrenar un monólogo sobre él. Gente más sabia que yo me lo desaconsejó. El buscón es irrepresentable, me decían. Ni siquiera El Brujo lo ha hecho, me advertían. Escribí la dramaturgia a medias con Ramón Barea, que se encargó además de la dirección escénica. No voy a cansarte, lector, con una sarta de incendiarios elogios hacia la figura de Ramón. Se los merece todos. Punto final. El Buscón, con la ayuda impagable de mi querido Teatro del Temple, que lo coprodujo y lo distribuyó, tuvo una larga y fecunda vida, hizo temporada en Madrid hasta en tres ocasiones, se paseó por los principales circuitos autonómicos y Festivales de Teatro clásico y consolidó una apuesta muy personal de diálogo con ellos.
Mi trabajo sobre los clásicos, básicamente, consiste no en adaptar los textos, sino en partir de ellos para crear otras ficciones. No es nada original, Shakespeare lo hacía de forma recurrente, tomando prestadas tramas y personajes de obras del pasado para alumbrarlas con una luz nueva. Me gusta el término inspiradas libremente para definir estas propuestas basadas en clásicos, que intentan volar hacia otro sitio. Hablo de dramaturgias construidas sobre la base de textos que no son teatrales: El buscón no es teatro, pero hay teatro dentro del Buscón. Lo mismo cuando abordé a Moratín, cuyo Arte de las putas (espectáculo recomendado por la Red de Teatros en 2017), en origen un poema larguísimo en endecasílabos, es el antiteatro; y Cervantes, con su Quijote tan difícil de concretar en un escenario; y no digamos Gracián, cuyo Criticón es la cumbre de la literatura filosófico alegórica. Teatro del Temple, cuyo desempeño define y sirve de modelo para gran parte del teatro que se ha hecho en Aragón durante los últimos 20 años, tuvo una decisiva intervención en todo esto al confiar en mí para escribir las versiones escénicas para sus espectáculos a partir de El Criticón (candidato a mejor actor protagonista y mejor texto adaptado en los premios Max de 2019) y El Quijote.
Nadie se había atrevido nunca a hacer teatro sobre El Criticón. La audacia y la insistencia de Teatro del Temple y de su director, Carlos Martín, fueron el catalizador para que me pusiera manos a la obra. Y, tras muchas cavilaciones, descubrimos que las claves para contar las aventuras de Andrenio y Critilo no estaban tanto en Gracián como en el cine de Buñuel. El ángel exterminador fue una influencia decisiva para generar los motores de acción dramática. Voy a ser cariñoso con Gracián, un aragonés hosco y encerrado en sí mismo: él suministró otra clave, seguro que sin saberlo. En las primeras páginas de El Criticón, alguien mata a alguien. Gracián resuelve el asesinato en dos líneas, no es eso lo que le interesa contar, es una muerte incidental, que en el escenario se convirtió en uno de los ejes que vertebran la conducta de los personajes. La violencia es muy creativa. Alguien muy famoso, perdóname, no recuerdo el nombre, escribió que una historia dejaba de interesarle por completo si no moría alguien antes de la página cinco.
Creo que el mejor homenaje que se le puede rendir a Quevedo, a Moratín, a Cervantes y a Gracián, es utilizar sus narraciones eternas para generar espectáculos teatrales que nos expliquen un poquito de nuestro presente. No se trata tanto de seguir sus huellas como de incitarlos a ellos a que sigan las nuestras. ¿Admiración? Reverencial. ¿Respeto? Todo. ¿Sacralización? Ninguna. ¿Ironía? Siempre. Me obsesiona el aburrimiento del espectador. Respeto con fervor a quienes, con razonados y plausibles argumentos, menosprecian el entretenimiento como una muestra de vulgaridad. En esto soy muy escolástico: si no hay delectare es muy difícil que haya docere. Diríase a veces que la noción de entretenimiento está asociada a la imagen de una carcajada desprovista de juicio y de hondura. Permíteme la exageración generalizadora: prefiero una risa tonta a un aburrimiento muy listo. Y aunque comparto la idea de que a veces el aburrimiento es un sano ejercicio para nuestras vidas, estoy seguro de que hay lugares mucho mejores para practicarlo que un teatro. Dicho sea todo esto con toda la escala de grises que haga falta.
Si hay una obra infinita en la literatura española, sin duda es El Quijote. Una novela inabarcable, una road movie divertidísima, con una galería portentosa de personajes que merecerían por sí solos la creación de un multiverso de spins off. He tenido la oportunidad de escribir dos espectáculos sobre él.
Escribí La novia de don Quijote para Mercedes Castro, una enorme actriz y empresaria gallega que quería hacer un monólogo clásico. Siempre me ha fascinado el personaje de Aldonza Lorenzo, esa campesina de la que Cervantes habla tan poco, la mujer de la que se enamoró Alonso Quijano y que Don Quijote sublimó para convertirla en Dulcinea del Toboso. Me atreví a indagar allí donde Cervantes no quiso, a especular sobre la virginidad de don Quijote, imaginar cómo fue su primer encuentro… Aldonza es un superpersonaje, divertido, brutal y tierno.
Don Quijote somos todos, de nuevo con Teatro del Temple, fue mi segunda incursión en el multiverso quijotesco. Nunca he comprendido bien por qué humoristas post-cervantinos de la talla de Alfonso Azcona o Luis García Berlanga no han dejado más huella en nuestro cine y teatro. Esta fue una oportunidad de hacerles un homenaje intentando escribir, en la medida de mis posibilidades, a su manera. El humor de Don Quijote somos todos es heredero de esa tradición. El motor de acción proviene en su germen de la influencia de la lectura de La España vacía, de Sergio del Molino. El Quijote, avant la lettre, es la gran epopeya de la España interior. El resto es comedia. El espectáculo de Teatro del Temple sigue en estos momentos su andadura por los teatros del país, y el guión fue galardonado como mejor texto de autor español en los últimos Premios Teatro de Rojas de Toledo. Esos premios los concede el público, y fue muy importante para mí. Escribir es un oficio solitario y extremadamente intenso, que muchas veces ni siquiera los actores o los directores comprenden del todo. Me encantó ese regalo de los espectadores del Teatro Rojas, y se lo agradezco de corazón.
Ahora mismo, en este momento, escribo una dramaturgia que aúna varias de las claves que resumen mis constantes: poesía, música, texto clásico. Se trata de La Odisea: Ulises, el viaje, el peregrino, el refugiado, las sirenas, el cíclope, Penélope, Calipso, los pretendientes, la guerra de Troya, los dioses locos… Una condensación que engloba, espero, lo mejor de todo lo que he aprendido todos estos años. En espíritu, la mezcla una vez más de lo ínfimo y lo sublime. No he hablado mucho de las palabras en todo esto. Solo voy a decir que las palabras bailan, y que quiero seguir su ritmo.
No sé qué historias me esperan en el futuro. El actor tampoco sabe qué personajes le aguardan en los futuros camerinos.
Mis años de trabajo con Teatro del Temple me dieron la oportunidad de formar parte de su núcleo dramatúrgico. Confiaron en mí para escribir algunos de sus espectáculos, que siguen exhibiéndose por todo el país. Paralelamente, expandí mi trabajo más allá de Temple, escribiendo para producciones vascas y gallegas. Escribo desde el interior, pero no para el interior. El circuito autonómico aragonés, al que mis textos se asoman con frecuencia, solo es una pequeña parte de mi interés. Mi propósito sigue siendo ampliar el marco de actuación de mis propuestas. Colaboro en estos momentos con otras productoras aragonesas, como Factory Producciones y Hello Jolly. Son las empresas privadas las que han impulsado mi trabajo. La referida ayuda del Centro Dramático de Aragón es el único apoyo público que he recibido en estos veinte años de escritura teatral.
A nivel económico, el dramaturgo ha conseguido que el rendimiento de su trabajo cubra el tiempo que invierte en hacerlo. No sé si eso es poco o mucho. Pero doy las gracias al oficio por ello y me dispongo a seguir el camino.
El próximo objetivo es escribir cada vez mejor. Seguir aprendiendo. Explicar lo que está pasando. Que mis textos lleguen cada vez a más gente. Que un teatro público produzca y estrene uno, algo que no he conseguido todavía. En eso estamos. Quién sabe. La dramaturgia española en general, y la aragonesa en particular, vive un momento de esplendor. No es extraño. Cada momento exige su teatro, el de este está ya escribiéndose, y el público lo reclama. Gran parte de nuestra tradición dramatúrgica moderna no ha resistido el paso del tiempo. Las formas cambian a toda velocidad. Las antiguas fronteras se diluyen. Otras nuevas extienden sus alambradas, reales o digitales. La física cuántica conforma las nuevas mitologías. Los espectadores son capaces de asimilar hasta cinco o seis estímulos simultáneos. Los jóvenes siguen pensando que el teatro es viejo. Está todo por escribir.
No sabemos lo que viene, pero va a ser complejo, contradictorio y apasionante. Adoro este oficio. Más que nunca.
Permíteme que termine provisionalmente esta historia con las mismas palabras que usó Blas de Otero en uno de sus poemas:
“Con todos mis errores, acerté.”